Entre todas aportan 13 pinturas de las más de 1.700 que se mostraban antes de la reducción de espacio expositivo provocada por la crisis sanitaria. Queda pendiente saber qué hará el museo con dos retratos restaurados y atribuidos tradicionalmente a la pintora francesa Vigée–Le Brun.

Era una de las grandes incógnitas: después de la recuperación que hizo el conservador y comisario Carlos G. Navarro de la obra oculta en los almacenes del Prado, ¿cuáles rescataría la dirección para exponer de manera permanente al público? Además de los autorretratos de las dos artistas mencionadas, se instalarán en sala el imponente La bestia humana (1897), de Antonio Fillol, y la perturbadora La esclava (1886), de Antonio María Fabré y Costa. Este gesto responde a la reordenación de las salas de pintura del siglo XIX que anunció el director del museo, a finales de enero. Miguel Falomir aseguró entonces que pretendía construir un Prado "más inclusivo". "Habrá una visión más plural del XIX español, se dará una mayor visibilidad a las mujeres y la pintura social", añadió Falomir. Las cuatro pinturas señaladas para romper su invisibilidad son prueba de ello.

El otro movimiento que llama la atención es el levantamiento del depósito de Crisálida (1897), de Pedro Sáenz Sáenz, que hasta llegar a Invitadas se mostraba en el Cuartel General de la Fuerza Terrestre del Ejército de Tierra, en Sevilla, en la sala que antecedía al despacho del teniente general. Desde el cuartel explican a este periódico que "como buenos militares, acatan órdenes". La pintura fue premiada en la Exposición Nacional de 1897 y el Estado pagó por ella 3.500 pesetas, de ahí su pertenencia al catálogo del Prado. Esta niña que se exhibe y se ofrece desnuda a la mirada del espectador masculino nunca había sido mostrada en el museo hasta la temporal y pasará a formar parte de los almacenes. El descaro con el que el pintor retrató a la niña modelo cumplía con la mitología erótica masculina más depravada.

La historia ha enterrado el éxito que en vida tuvo Sáenz, que criticó a los pintores que se prestaban atención al hambre, una violación, el abuso de poder, un asesinato, en resumen, "las infamias y los crímenes de la vida", como escribió el propio pintor. "La eterna historia que todos conocemos y que a todos nos aflige… ¿por qué conservarla en los cuadros? ¿Es que va a morir o dejar de perseguirnos? Destiérrese esa costumbre, todo ese mal gusto y vengan sus compensaciones", añadió Pedro Sáenz Sáenz. Las salas del siglo XIX del Prado han mantenido ese destierro que propuso el cuestionado pintor. Hasta ahora.

La vasta pintura que denunciaba las miserias humanas sólo tenía una referencia, ¡Aún dicen que el pescado es caro!, de Joaquín Sorolla. El Prado mantenía inexplicablemente La bestia humana en los almacenes, a pesar de la denuncia que hace de la situación de las mujeres prostituidas y de ser "un arma de beligerancia y denuncia de la hipocresía social". La entrada de La bestia humana en sala supone una reparación histórica de este género capital en la historia de la pintura de finales del siglo XIX y de un excelente artista que sufrió la mirada patriarcal –más dispuesta a la iconografía de la niña púber– y que fue declarado como "inmoral" por mostrar la rueda de reconocimiento de una niña violada. Precisamente, El sátiro (1906), propiedad de la familia de Fillol, regresará a Valencia, donde se expone en el Museo de Bellas Artes de la ciudad.

La presencia de La esclava (1886), de Antonio María Fabré y Costa, debería servir para neutralizar esa mirada sexualizada, erotizada y complaciente, que tan bien representa los privilegios de los hombres en la historia del arte y los museos desde hace dos siglos. Esta esclava del deseo masculino coincide con La perla y la ola (1862), de Paul Baudry, en la conversión de la mujer en un simple objeto de deseo, siempre dispuesta a satisfacer los ardores de ellos. Ambas pinturas resumen la construcción de un modelo femenino en contra de la segunda ola feminista.

La incorporación al nuevo discurso de la pintura del siglo XIX del autorretrato que Aurelia Navarro pintó en 1908 suplirá la alarmante ausencia femenina de esta parte de la colección. El giro narrativo que ha creado su responsable, Javier Barón, tendrá en esta imagen de la artista cordobesa –perteneciente a la colección del doctor Pablo Navarro Holgado– la representación de la intolerancia a la carrera artística de una mujer y la lucha de ellas por conseguirlo. Su éxito en las Exposiciones Nacionales, "lejos de ser interpretado por sus padres como una confirmación del talento de su hija, se vivió como peligro de su inminente perdición", como escribe en el catálogo de Invitadas María Dolores Jiménez–Blanco, actual directora de Bellas Artes.

El regreso de María Roësset Mosquera (MaRo) a sala significa el reconocimiento a una estirpe de mujeres infatigable en la lucha por la conquista de sus derechos. El autorretrato de cuerpo entero, de 1912, fue uno de los cuadros más celebrados en Invitadas y dejará los almacenes del Museo Reina Sofía para integrar el Prado, de donde salió bajo la dirección de Fernando Checa. La fecha de nacimiento de la artista, 1882, supera la frontera que separa las colecciones de los dos museos, pero un acuerdo entre ambos permite estas excepciones. El Reina Sofía confirma a este periódico la solicitud de depósito del Prado, "puesto que no se va a mostrar la obra por el momento". La pintora se muestra de pie, vestida de negro y sobre un fondo rojo intenso y pisando una alfombra en la que desaparecen sus pies. Es elegante y sintético, fiel a la tradición barroca. "Con MaRo se inicia una saga de mujeres artistas compuesta por pintoras, escultoras, escritoras e ilustradoras que compartieron apellido, y también una actitud desafiante ante los convencionalismos sociales de la época. Así, desde la propia MaRo hasta su sobrina Marisa, el apellido Roësset encarna en España la lucha de género, con sus avances y retrocesos, tal y como ha relatado Nuria Capdevila–Argüelles", puede leerse en el catálogo de Invitadas.