A diferencia de lo visto en distopías más o menos contemporáneas como Demolition man, en la película no se apreciaba una contestación social relevante. Quizá porque la narración se ubicaba en los espacios privilegiados de las élites. Fuese como fuese, Gattaca estaba más cerca del drama que del thriller de acción. Lució un diseño de producción y una fotografía fría, que brilla en la nueva edición videográfica en formato UHD y que transmitió un cierto glamur sin excesos. Además, la obra incluyó gestos de estilización retrofuturista como los trajes de los agentes de policía, vestidos con sombreros y gabardinas a la manera de un noir clásico decorado con alta tecnología de fantasía.

Las relaciones entre los personajes remitían de alguna manera a una tradición de la ciencia ficción estadounidense: la contención emocional reinante remitía a la manera cómo Hollywood ha asociado el comunismo con la muerte del individuo y sus pasiones en fantasías sci-fi como Vinieron del espacio. El resultado global era extrañamente calmoso, pero sí exploraba una especie de tensión constante, contenida, destinada a mantener la atención de la audiencia y que solo estallaba en unos pocos momentos clave.

Gattaca giraba sobre la tensión que supone ser un impostor bajo un escrutinio permanente. En una sociedad donde las personas que flirtean roban un pelo del peine de su amado para comprobar su calidad genética, el protagonista del filme ha crecido bajo la sombra de su imperfección por haber sido concebido sin intervención de los bioingenieros. Miope, con riesgo de cardiopatías, está descartado para cualquier cosa que no sea un trabajo mal pagado. Pero Vincent sueña con ser un astronauta, alejarse de la Tierra donde es oficialmente un ciudadano de segunda y explorar Titán. Para conseguirlo, se infiltra en un exclusivísimo programa aeroespacial a través del engaño. A sabiendas de que cualquier resto biológico, cualquier prueba inesperada que no pueda manipular, revelará su condición.

El realizador del filme, el neozelandés Andrew Niccol, era un director de spots publicitarios que había desembarcado en Hollywood para dirigir su codiciado guion El show de Truman. No consiguió ese trabajo, que terminó recayendo en el más experto Peter Weir, pero sí accedió a un presupuesto respetable y a un casting destacado (encabezado por Ethan Hawke, Jude Law y Uma Thurman) para su primer largometraje como autor completo.

Niccol ha hecho parte de su carrera ejerciendo una especie de crítica posibilista del mundo contemporáneo. O, al menos, proyectando una cierta insatisfacción respecto al estado de las cosas, que no tiene por qué derivar en posicionamientos profundamente transformadores. Ha escrutado la denominada guerra contra el terrorismo en El señor de la guerra o Good kill, y ha concebido distopías de desigualdad como In time o la misma Gattaca.

Esta última podría considerarse una metáfora de la desigualdad de nacimiento derivada del nacimiento en un entorno y una familia con más o menos renta. Podría leerse como una aparente refutación metafórica de la idea del sueño americano: si los patrimonios y las rentas familiares condicionan fuertemente la capacidad de acceder a una educación superior y a un trabajo bien remunerado, es todavía más evidente que la información genética no puede hackearse (con permiso de la epigenética) a través del trabajo duro.

En todo caso, Niccol y compañía apenas hablan del dinero. Comparada con otras obras de su director, como el mencionado thriller de acción futurista In time, Gattaca se aleja más claramente de las convenciones del gran espectáculo cinematográfico, pero eso no implica que estemos ante una obra ideológicamente confrontativa. Al fin y al cabo, trata de alguien que quiere infiltrarse en un sistema desigual para gozar de la experiencia, y no de un personaje que busca cambiar el estado de las cosas. Su éxito, además, serviría para afirmar metafóricamente aquello que parecería que la película niega en un primer momento: que el trabajo duro y la mentalidad fuerte (y la capacidad de hacer trampas) hacen posible superar las categorías sociales.

Como tantos artefactos pop que parecen afirmar una cosa y la contraria, Gattaca puede verse como un cuestionamiento del sueño americano y, a la vez, como una afirmación (¿sarcástica?) de su pervivencia a través de la picaresca. Por el camino, ofrece un disfrute máximo a los aficionados a una ciencia ficción más pausada, menos orientada a la acción mecánica, que incluye algunas escenas casi poéticas. Con todo, aparecen puntos oscuros como una poca lucida incrustación del happy end.

Durante el grueso de la película, se nos había estado mostrado un sistema de exclusión sin grandes fisuras, más allá de su héroe arribista. A medida que se acerca el desenlace, aparecen más personajes dispuestos a facilitar, mediante pequeños o grandes gestos de desobediencia, que el protagonista tenga éxito. Quizá el consenso social no era tan total como parecía, pero alguna casualidad altamente improbable acaba de allanar el camino de Vincent.

La propuesta acaba siendo básicamente una advertencia sci-fi muy tradicional sobre los riesgos de aplicar los avances científicos sin reparar en la ética, sobre la posibilidad de que esto provoque realidades aberrantes que se aceptan porque se despliegan de manera paulatina y gradual. Políticamente, no deja de ser una fantasía de transgresión controladísima: la de una sola persona que parece capaz de superar un sistema de desigualdad despiadada.

Vincent busca subvertir ese orden eugenésico del futuro, pero solamente quiere ganarse su aventura espacial y ampliar para sí mismo el horizonte de lo que es posible en una sociedad fieramente dualizada. La película explica la odisea de ese hombre que es el más hábil y perseverante entre los menos dotados. El ascensor social también funciona en Gattaca, aunque haya que hacerle un puente para ponerlo en marcha.