Fui a Indianápolis en abril de 2014, a la convención anual de la Asociación Nacional del Rifle (NRA), que se celebraba en el centro de convenciones, a 20 minutos de donde habían disparado al chico.

La sensación de miedo e impotencia que revelaban aquellas llamadas al 911 la noche que murió Kenneth —el hombre atemorizado que se sentía incapaz de defender a su familia y que pedía la protección del Estado, las burbujas domésticas perforadas por el caos de la calle, los ciudadanos respetuosos con la ley paralizados por unos salvajes— es la moneda de cambio de la NRA. La operadora del 911 recomendó al hombre que llamaba que se sentara a esperar; el eslogan de la convención de la Asociación ese año era «Levántate y lucha».

Cuando la NRA llega a una ciudad, hace notar su presencia. Una gran pancarta que cubría toda una manzana en pleno centro de la ciudad prometía «nueve acres de armas y material». Y el despliegue en el interior no defraudaba. En una inmensa sala de exposiciones que mostraba las mejores máquinas de matar del sector, docenas de hombres blancos (no había presentes muchos más grupos demográficos) apuntaban armas vacías a media distancia y meditaban sus compras. Todos los grandes nombres estaban allí: Mossberg («Fabricado para ser fuerte. Orgulloso de ser americano»), Smith & Wesson («Avanzado por diseño») y Henry («Hecho en América. O no se hace»).

La relación con las armas de algunos hombres que recorren esas exposiciones es una relación romántica. A veces, casi raya en lo sexual. El tacto, el olor y el poder de un arma de fuego se funden y crean su propia alquimia erótica. «Cuando coges un fusil, una pistola, una escopeta, tienes en tus manos un pedazo de historia de Estados Unidos— escribe Chris Kyle en American Gun—. Coges el arma, y el olor de la pólvora y el nitrato de potasio inundan el aire. Colocas el fusil sobre el hombro y miras a lo lejos. Y lo que ves no es un blanco, sino todo un continente de posibilidades, de grandes cosas que se avecinan, un futuro prometedor… pero también esfuerzos, pruebas y penalidades. El arma de fuego que tienes en las manos es un instrumento que te ayudará a superarlos».

La convención incluye decenas de seminarios que van desde «La cocina de la caza: del campo a la mesa» hasta «Los hombres y las armas del Día D». Pero los más populares, con gran diferencia, son los que se basan en la idea de que uno tiene que luchar por su vida. En el seminario titulado «Conceptos de defensa del hogar», Rob Pincus, un personaje tenso y musculoso con una perilla recortada, animaba a varios cientos de asistentes a imaginar la habitación de su casa en la que se atrincherarían en caso de asalto para «reproducir ese componente emocional» de cualquier robo domiciliario. Las familias debían tener una palabra clave. «Pensad en dónde estáis por la mañana y por la noche», les decía, mientras imaginaban el mejor escondite. A la hora de decidir qué arsenal podía ser el más apropiado, sugería un arma de calibre 20 para defenderse, o tal vez una 9 mm, «que puede ser mucho más manejable». Les decía que, al pensar en el arma que utilizarían, debían de tener en cuenta lo siguiente: «¿Cuál es la distancia práctica? ¿Cuál es la distancia previsible? ¿Cuál es el tamaño previsible? ¿Qué destreza tengo como tirador?».

En otras palabras, se trata de imaginar un robo con todos los detalles y asegurarnos de estar siempre preparados para esa posibilidad. En lugar de ceder a la complacencia de que no va a ocurrir o es poco probable, se trata de construir un estado de alerta que implica asumir e incorporar la idea de que puede ocurrir en cualquier momento y desarrollar los reflejos para reaccionar con eficacia y en consecuencia. En definitiva, hay que vivir la vida con miedo a las amenazas y las agresiones. Sentirse estimulados por la posibilidad de que alguien, en algún momento, pueda sentirse dispuesto a invadir y atacar. «Hay que practicar —insistía—. Hay que crear el estímulo».

Pero la amenaza de la que habla la NRA no se dirige contra una persona o una familia concretas; es contra toda la civilización estadounidense. «Para justificar la necesidad de armas de fuego, el relato de los promotores del derecho a llevarlas necesita reafirmar continuamente el espíritu del salvaje oeste, que convierte la autodefensa en algo esencial y la pertenencia a las milicias en algo obligatorio —escribe James Welch, profesor ayudante en la Universidad de Texas en Arlington, en su ensayo «Ethos of the Gun»—. No importa que el salvaje oeste dejara de ser una experiencia habitual para los estadounidenses hace mucho tiempo; los más acérrimos partidarios de las armas hacen todo lo posible para mantener vivo el sentimiento de que el mundo es un lugar peligroso e inseguro».

La NRA defiende el derecho a portar armas en virtud de la Segunda Enmienda a la Constitución, que se aprobó en 1791 y que afirma: «Dado que una milicia bien regulada es necesaria para la seguridad de un Estado libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas». La idea de que esta frase se refiere al derecho de cada individuo está muy extendida, pero tiene sus detractores.

«El mundo de la Segunda Enmienda es irreconocible —alega Michael Waldman en Second Amendment: A Biography—. Era un mundo en el que todos los hombres estadounidenses blancos servían en el ejército durante toda su vida de adultos, en el que esos soldados ciudadanos aportaban sus propias armas y las guardaban en casa, y en el que la idea de un Ejército Nacional era suficiente para que los patriotas fueran corriendo a buscar sus mosquetes. Cuando desaparecieron las milicias, desapareció el significado original de la Segunda Enmienda».

Cinco años después de retirarse, el que había sido presidente del Tribunal Supremo, Warren Burger, un magistrado conservador nombrado por Nixon, seguía diciendo que la Segunda Enmienda «ha sido objeto de uno de los mayores fraudes —repito la palabra “fraudes”— al pueblo estadounidense por parte de grupos de intereses que haya visto en toda mi vida».

Volviendo a la convención de la NRA, el vicepresidente ejecutivo y consejero delegado de la Asociación, Wayne LaPierre, se dirigió a la muchedumbre para exponer el siniestro cuadro de un país envuelto en amenazas en forma de cabezas de hidra que no dejaba a salvo a nadie y en el que ningún lugar quedaba libre de sospechas. «Sabemos que, en el mundo que nos rodea, hay terroristas, individuos que invaden nuestros hogares, cárteles de la droga, ladrones de coches, asaltantes y violadores, gente que odia, asesinos que matan en campus universitarios, en aeropuertos, en centros comerciales, locos furiosos que matan al volante y criminales que conspiran para destruir nuestro país con estallidos de violencia contra nuestras redes eléctricas, o con oleadas de sustancias químicas o enfermedades que pueden destruir la sociedad que nos sostiene. Y yo os pregunto: ¿Confiáis en que este gobierno os va a proteger? No podemos contar más que con nosotros mismos».

Apocalíptica en el tono, demagógica en el contenido e hiperbólica en su escala, la visión distópica evocada por LaPierre presentaba una nación no solo atacada sino también en declive. «Casi donde quiera que miremos —continuó—, nos encontramos con algo que ha fracasado. Podemos saberlo y sentirlo. Algo se ha ido al traste. Los valores fundamentales en los que creemos, las cosas que más nos importan, están cambiando. Deteriorándose… Por eso hay cada vez más estadounidenses que compran armas y munición. No para causar ningún lío, sino porque tenemos la sensación de que Estados Unidos ya está en un lío».

Todas las convenciones de la NRA atraen una pequeña pero decidida concentración de manifestantes llegados de todo el país. Pero esta fue especial. Unas semanas antes, el exalcalde de Nueva York Michael Bloomberg había anunciado su decisión de invertir 50 millones de dólares para desarrollar una red popular de defensores del control de armas que reuniría a varias de las principales organizaciones dedicadas a la cuestión, como Alcaldes contra las armas ilegales y Madres en demanda de acciones para controlar las armas, en un grupo llamado «Todas las ciudades por la seguridad en el manejo de las armas de fuego». La rueda de prensa que dieron ese día en Indianápolis para protestar contra la convención de la NRA fue uno de sus primeros actos.

Después de la reacción inicial de la pareja del abuelo de Kenneth, y dado que la convención de la NRA se celebraba en su ciudad, yo esperaba que hubiera algunos amigos o parientes del joven entre los activistas, indignados por su muerte. En la sala de la conferencia de prensa, al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que era poco probable. En una ciudad en la que uno de cada cuatro habitantes es afroamericano y más de la mitad de las víctimas de homicidios son personas negras, casi no había ninguno entre los concentrados, aparte de un puñado de mujeres en el estrado que procedían, todas, de otras ciudades y que habían perdido a sus hijos por culpa de las armas. Es más, pese a que Indianápolis posee una de las tasas más elevadas de homicidios de todas las ciudades que aparecen en este libro, no parecía que estuviera allí nadie de la ciudad que hubiera sufrido las consecuencias de la violencia armada.

Cuando pregunté a uno de los organizadores si podía hablar con alguna persona local, me indicaron a una mujer de Carmel, un barrio residencial acomodado y cercano. Como la mayoría de los asistentes a la protesta, había empezado a interesarse por el control de armas después del tiroteo en la escuela primaria de Sandy Hook, en Newtown, Connecticut. Algunos con los que hablé me dijeron que, aunque ya se habían preocupado por la cuestión con anterioridad, la tragedia de Sandy Hook les había hecho volcarse más. A quienes reconocían que nunca habían prestado mucha atención al problema, Newtown les había obligado a cuestionarse su indiferencia. Dado el gran número de tiroteos masivos que hay en Estados Unidos —solo en 2013 hubo 254, incluido uno ocurrido el día sobre el que trata este libro, y cuatro en Indianápolis—, pregunté a aquella mujer: «¿Qué tuvo específicamente Sandy Hook para impulsarla a actuar?».

«Tengo cuatro hijos pequeños —contestó—. Cuando sucedió aquello, no pude dejar de pensar en mis niños en el colegio. Ya estaba cada vez más preocupada. Cada vez que había un tiroteo pensaba: “Dios mío”. Pero no sabía lo verdaderamente grave que es. Hay pocas circunstancias que pesen tanto como una madre que trata de proteger a sus hijos».

Donna Dees-Thomases, que en el año 2000 organizó la Marcha del Millón de Madres (la mayor manifestación en favor del control de armas hasta la fecha), lo explicó muy bien cuando la conocí en aquella rueda de prensa: «Fue el hecho de que fueran niños de seis años. Veintiséis estadounidenses murieron víctimas de una matanza en una escuela primaria en cinco minutos. Podrían haber sido nuestros colegios. Podrían haber sido nuestros hijos. Es la inocencia de los niños. No es más terrible que cuando muere cualquier otra persona. Pero la devastación que provoca la muerte de esos niños inocentes es innegable, ni el hecho de que no los protegimos». En toda la sala, las palabras utilizadas para describir a los niños fallecidos en Sandy Hook eran invariablemente «ángeles», «inocentes», «bebés».

Esa conexión emocional es fácil de entender. La imagen de aquel día que se nos quedó grabada a todos, los niños desconsolados, escoltados por un agente de policía, todos en fila, con los rostros retorcidos de pánico y shock, fue insoportable. Las escenas de los padres que esperaban con angustia a conocer la suerte de sus hijos y las semblanzas escritas sobre unas cortas vidas destruidas sin sentido fueron desgarradoras. También es fácil comprender el posible efecto político de aquel instante. Sandy Hook no solo fue una tragedia, sino también un ejemplo que ilustraba con enorme dureza los argumentos de los defensores del control de armas. Los derechos van acompañados de responsabilidades; las libertades, de ciertas restricciones. ¿Quieres más a las armas que a tus hijos? ¿Qué es más importante, la libertad de portar armas o la libertad de saber que tus hijos van a estar a salvo en el colegio?

Ese mismo día, en China, Min Yongjun, un hombre de 36 años con problemas de salud mental, entró con un cuchillo en una escuela primaria de Chenpeng, en la provincia de Henán, y apuñaló a 23 niños y a una mujer mayor. No murió nadie. Por más que la NRA insista en su axioma de que «no son las armas las que matan a la gente, es la gente la que mata a la gente», está clarísimo que la gente puede matar a la gente con más facilidad con un arma de fuego que casi con cualquier otra cosa de las que se venden en Estados Unidos.

En las leyes, como en la vida, los niños forman una categoría especial: son los más vulnerables, los más necesitados de protección, por parte de sus padres y del Estado y también frente a ambos. El hecho de que sean niños hace que no tengan voz ni voto sobre cómo se ha construido el mundo en el que viven ni cuáles son sus normas. Su sufrimiento es más conmovedor y, por tanto, provoca una indignación más intensa contra los que los atormentan o les hacen daño. Sacar esto a relucir en un debate no es aprovecharlo como argumento, sino contextualizar el problema.

Ahora bien, la preocupación por los niños también puede ser calculada. Cuando no solo se subraya su vulnerabilidad sino que se proclama su inocencia intrínseca y se insiste en su carácter angelical, se los saca de la categoría de «protegidos» para colocarlos en un plano más elevado. De esta manera, el énfasis deja de estar en lo fácil que es obtener las armas para trasladarse a la pureza moral de los que pueden morir víctimas de ellas. Dees-Thomases tenía razón al insistir: «No es más terrible que cuando muere cualquier otra persona por arma de fuego». Y, sin embargo, obsesionarse con la inocencia de los «bebés» y los «ángeles» da a entender que existen otras víctimas más culpables, menos angélicas, más merecedoras de su suerte. La búsqueda y la utilización de la «víctima ideal, digna de encomio», es un factor básico de las campañas de justicia social. A veces puede ser una táctica eficaz, pero siempre es problemática.

En 1955 sacaron del río Tallahatchie, en Mississippi, el cuerpo del chico de 14 años Emmett Till, con una bala en el cráneo, un ojo arrancado y un lado de la frente aplastado, después de que no hubiera mostrado el «debido respeto» a una mujer blanca en una tienda de alimentos. Los dos hombres blancos que le mataron (y que confesaron el crimen posteriormente a un periodista) fueron absueltos por un jurado totalmente formado por blancos. La revista Life, en un editorial, llamó la atención sobre el hecho de que el padre de Till, Louis, había muerto mientras servía en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial: «[Emmett Till] no tenía nada que perder más que su vida, igual que otros muchos, incluido su padre, que murió cuando era soldado en Francia mientras luchaba en defensa de la idea estadounidense de que todos los hombres son iguales». Este intento de santificar a Emmett porque era hijo de un soldado patriota tuvo un efecto contraproducente cuando se descubrió que, en realidad, a Louis le habían ahorcado en Italia después de ser declarado culpable de violar a dos mujeres italianas y matar a una tercera, pese a que él lo negó. Pero la cuestión es que, aunque una cámara hubiera filmado a Louis en el momento de arrojarse sobre una granada para salvar a su pelotón, eso también habría sido irrelevante para el caso de Emmett. Ningún niño debería sufrir una muerte tan brutal, independientemente de que su padre fuera un proxeneta o un sacerdote.

No todos los intentos de destacar la honorabilidad de una víctima son tan toscos como este, pero todos adolecen del mismo fallo fundamental. El centro de gravedad del argumento pasa de «Esto no debería ocurrirle a nadie» a «Esto no debería ocurrirle a una persona así», como diciendo que hay personas que sí pueden merecerlo. Subrayar la inocencia de los niños que fueron víctimas en Sandy Hook puede dejar en evidencia lo indignante e injusto que es que se dispare contra niños, pero eso no quiere decir que sea menos indignante e injusto cuando disparan a alguien que ha vivido lo suficiente como para ser culpable de algo. Cuando se utilizan esos atajos empáticos, se queda mucha gente al margen.

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*Gary Younge ha sido director adjunto de The Guardian hasta enero de 2020 y ha desarrollado la mayor parte de su carrera en el diario británico para el que fue corresponsal en Estados Unidos durante 12 años. Ahora imparte clases de Sociología en la Universidad de Manchester.