Robin Campillo: “La violencia policial que sufren los ciudadanos árabes o negros es herencia del colonialismo”

Aunque Madagascar logró su independencia en 1960, la presencia de tropas francesas y el intervencionismo francés siguió durante más de 10 años. Las bases militares, los soldados y la jerarquía creada por ellos se mantuvo como si nada hubiera pasado. La política colonialista daba sus últimos coletazos en la isla mientras dentro de sus fronteras nadie parecía darse cuenta. Entre la gente que vivió aquellos momentos se encontraba Robin Campillo, el director de aquella joya llamada 120 latidos por minuto (2017), en la que contó el activismo contra la marginación de los enfermos de sida en Francia en los años 90.

 

Fue la película que le puso en el foco como director, aunque ya antes se había confirmado como uno de los mejores guionistas del cine francés gracias a títulos como La clase, de Laurent Cantet. Desde entonces, Campillo no había estrenado ninguna película, y ha sido su experiencia como niño en la Madagascar de los últimos años del colonialismo francés lo que le ha tenido absorto todos estos años. Ahora, por fin, exorciza su pasado en forma de película con La isla roja, el cuento de un niño que toma conciencia de lo que ocurre su alrededor y que se estrena este viernes en las salas de cine.

Una película autobiográfica, con toques de fantasía ?las que se imagina el protagonista al leer las historias de su heroína, Fantomette? y que une con un hilo aquella relación entre Francia y sus colonias, y el presente actual. El director reconoce que, como en la película, su padre ?al que da vida Quim Gutiérrez en el filme? era suboficial del Ejército del Aire francés, que él nació en Marruecos, vivió en Argelia y su último destino antes de pisar por primera vez Francia fue Madagascar. “En cierto modo, mi infancia estuvo condicionada por las consideraciones geoestratégicas de Francia”, asegura el director.

Cuando le recuerdan que han pasado ya seis años desde su primer éxito, se lo toma con humor. “Ahora me has deprimido… Gracias”, asegura riendo y explica que la Covid ha contribuido, pero que además él es un director “lento”. “No soy François Ozon, que me encanta, pero yo necesito tiempo para pensar una película, escribirla, y para volver a pensarla después de escribirla. Después, cuando veo los actores o los decorados reinvento todo, incluso durante el rodaje. Me gustaría ser más rápido, pero no lo consigo”, apunta.

A pesar de los vínculos con su vida real, también asegura que hay muchas cosas ficcionadas, y que lo que realmente “es verdad es la ilusión colonial, la ensoñación”, dice sobre el sentimiento que tenía la gente dentro de esa base aérea. Campillo presenta todo desde su punto de vista, una ficción construida, una vida de ensueño cimentada sobre una sensación de superioridad racial y en la que todo lo que había fuera no importaba. A esta familia la gente de Madagascar no le importa, menos a la mirada curiosa de ese niño que va atisbando lo que ocurre… hasta que explota y mancha a todos. “Era como una obra de teatro en la que las personas adultas eran actores que participaban en esa sensación de felicidad que también era inquietante”, define del comportamiento de la gente. 

La película, que compitió por la Concha de Oro en el pasado Festival de San Sebastián, se estrenó antes en Francia, donde Robin Campillo se quedó sorprendido al descubrir que nadie le preguntaba en las jornadas promocionales por la cuestión colonial. “Esa relación complicada con el colonialismo pasa en todos los países, pero es que a la gente no le importa. La película se estrenó con buenas críticas, ha ido bastante bien en taquilla… pero el tema del colonialismo no se ha tratado. No se ha hablado de ello ni en los periódicos más políticos. Nadie ha querido, por ejemplo, hacer una mesa redonda con Jean-Luc Raharimanana, el guionista, y con historiadores”, dice con pena.

Campillo cree que el colonialismo sigue presente, y que se habla de él cuando en las noticias salen los abusos que sufren los migrantes: “Los ciudadanos árabes o negros viven un neocolonialismo. Están hartos de sentirse maltratados y sienten que son los herederos de esta historia. La manera en que la policía les trata es heredera de la violencia francesa en las colonias y ahí hay un debate, pero en Francia, obviamente, nadie habla de esto”.

El director critica la posición de Macron, que cuando llegó al poder dijo que "el colonialismo era un crimen contra la humanidad”, pero luego ha tomado medidas como “rechazar que algunos estudiantes africanos vengan a Francia o algunos artistas, y esto en una democracia es delirante”. Se refiere a la reciente polémica por una carta escrita desde el Gobierno a organismos públicos en donde se pedía que no se contrataran a artistas de Níger, Burkina Faso y Mali tras un el golpe de Estado militar en el primero de esos países el pasado mes de julio: “No hay ninguna conciencia y la culpabilidad no sirve para nada. Lo importante es pensar las cosas y volver a verlas, reflexionarlas de nuevo”.

La película también realiza una similitud entre el término patria y el del patriarcado que ejerce ese padre en su familia, aunque para el realizador hay otra palabra que une todo: “paternalismo”. Un paternalismo que tiene que ver con la familia, “pero también con el proyecto colonial”. “Un padre de familia supuestamente sabe lo que es bueno para su familia, y una patria como Francia asegura saber lo que es bueno para sus ciudadanos. El colonialismo se presentaba por la gente de izquierdas como algo generoso, pero no hay que engañarse, ese paternalismo y ese patriarcado siguen estando presentes. Me interesaba mucho que, de alguna forma, todos los personajes son niños dentro del sistema colonial. Son instituciones que utilizan a la gente y ejercen su poder sobre la población. No hay nada más infantilizador que la jerarquía militar. Mi padre era una presencia potente en el hogar, pero era un niño dentro de la jerarquía militar”, zanja.

De alguna forma, La isla roja utiliza el mismo artefacto que La zona de interés, el filme de Jonathan Glazer sobre un campo de concentración que nunca se ve, que siempre está fuera de campo. Aquí es la Madagascar real la que nunca ven, solo cuando es inevitable en un final violento, un uso del fuera de campo que cree que es “casi profético”. “Nuestras fronteras se van a endurecer y vamos a vivir en la ignorancia de lo que puede pasar en el exterior. Obviamente, en la película de Glazer es mucho más grave todavía que la cuestión colonial, pero el uso de ese dispositivo intenta atrapar lo cotidiano y cómo la gente vive su inconsciencia hacia el exterior”, añade.