Emilio Gutiérrez Caba, el tímido actor de reparto que recorre más de medio siglo de cine español

A sus 81 años, Emilio Gutiérrez Caba (Valladolid, 1942) no para. Mientras encarna a Galdós en una función de teatro en Madrid, acaba de participar en el festival Cosmopoética en Córdoba y ha publicado recientemente sus Memorias de cine (Cátedra). Bisnieto, nieto, hijo y hermano de actores y actrices, su trayectoria llena más de medio siglo de historia del cine, el teatro y la televisión en España. Desde que debutara en películas que han alcanzado la categoría de obras maestras como Nueve cartas a Berta (Basilio Martín Patino, 1966) o La caza (Carlos Saura, 1965), su aspecto de tipo serio y tímido, de buena persona, no ha dejado de ocupar pantallas y escenarios, más como actor de reparto en el cine y como protagonista en el teatro.

Recuperándose todavía de una covid, que tuvo sus secuelas en una afección pulmonar, reconoce que no ha utilizado sus memorias en clave de ajuste de cuentas, como suelen hacer otros colegas. Sentado en una terraza de Madrid para charlar con elDiario.es, Gutiérrez Caba es abordado educadamente por unas admiradoras que piden una foto con el actor. Pero su popularidad y su prestigio no se reducen a las generaciones más veteranas, porque los jóvenes aficionados también conocen su trabajo por sus papeles en series recientes de televisión y plataformas, como Gran reserva, o en películas de los últimos años (Palmeras en la nieve, El árbol de la sangre, Way down…)

De hablar pausado y reflexivo, con una voz inconfundible y muy bien modulada, el actor atribuye al trabajo y a la suerte, “como Woody Allen”, haber mantenido una carrera constante que le ha permitido ocupar un puesto de relieve en su profesión. Ganador de dos goyas como mejor actor de reparto y de infinidad de premios, aplaudido por públicos de diferentes edades y elogiado por la crítica, Gutiérrez Caba confiesa sin falsa modestia: “Quizá alguna vez haya echado de menos interpretar más papeles protagonistas, pero digamos que mi físico y mi fisonomía estaban un poco reñidos con el cine que se ha rodado en este país. De todos modos, no me voy a quejar, como hacía el mítico José María Rodero, de haber rodado pocas películas porque he intervenido en algo más de un centenar de filmes”. Tras la risa que sucede a esta afirmación, Emilio argumenta que por las páginas de su libro desfilan anécdotas y reflexiones solamente de los largometrajes que le parecían más relevantes a la hora de relatar una historia o unas experiencias.

Desde la perspectiva de seis décadas de trayectoria, repasa cómo se ha ido transformando el oficio de actor. “Es vergonzoso”, comenta, “pero hoy contratan más a un actor o una actriz por el número de seguidores en redes sociales que por su currículo, su calidad o su formación". "Esta actitud de los jefes de casting deriva de una lamentable banalización de la cultura que se ha convertido en algo frívolo, sensacionalista y fugaz. Se trata de un fenómeno muy peligroso porque, por un lado, la valía de los productos culturales cada vez es más floja y, por otra parte, queman a los profesionales, que están mal pagados, explotados y con frecuencia convertidos en juguetes rotos. De hecho, algunos pueden conseguir una fama efímera con una serie y desplomarse después su carrera”.

Añora Gutiérrez Caba, con una nostalgia rebelde para defender aquello que sirve del pasado, los tiempos en los que un estreno de cine se convertía en un acontecimiento cultural de primer orden. “Hoy todo se frivoliza y la cultura debe tener también un aspecto digamos solemne y no sólo jugar a la banalidad y a la inmediatez. Aparte de actor, me considero un buen espectador de cine de los que puedo ver una película en mi casa sin levantarme de la butaca. Desgraciadamente esa concentración se ha perdido hoy en la forma mayoritaria de consumir cine”.

Respetado por sus colegas como un artista reivindicativo y de ideas progresistas, Emilio (al que no le gusta la palabra intérprete como sinónimo de actor porque considera la actuación como una obra de creación) preside AISGE, una entidad dedicada a la salvaguarda de los derechos de imagen y de propiedad intelectual de estos profesionales. “Que el artista sea crítico con el poder debería ser un imperativo moral”, manifiesta rotundo, “porque forma parte de nuestro compromiso con la sociedad”. Ahora bien, se muestra escéptico con el supuesto triunfo de la huelga de los guionistas en Estados Unidos contra los productores y vaticina peores sueldos y más paro entre los escritores y también entre los actores, una situación agravada por el impacto de la inteligencia artificial.

“Sólo cabría como remedio”, agrega, “una rigurosa regulación legislativa en todos los países, pero las leyes suelen avanzar más lentas que los cambios tecnológicos”. De momento echa la vista atrás, como en sus amenas memorias, y reconoce la fortuna que tuvo su generación de haber accedido a la profesión en la época que irrumpió la televisión. “Nos formamos en la tele”, explica, “lo que significaba controlar la imagen, pero al mismo tiempo procedíamos del teatro y estábamos representando obras en aquellos míticos programas de Estudio 1 en Televisión Española”.

A la vista de una carrera tan larga y provechosa cabe preguntarle a este actor amable, menudo de estatura pero grande de talla, con escaso ego y mucha lucidez, quiénes fueron sus maestros. Piensa un poco la respuesta y recuerda a dos amigos de los que conserva un magnífico recuerdo: los cineastas José Luis Dibildos y José María González Sinde. “Como compañeros de reparto”, señala, “tuve la suerte, y volvemos al valor de la suerte, de trabajar junto a Fernando Fernán-Gómez, José Bódalo, Alfredo Mayo o Ismael Merlo, por citar algunos ejemplos. Fíjate que cuando rodamos La caza, que yo era un veinteañero, les pedía permiso a Mayo o a Merlo para hacerles una foto”.

Su aire de joven noble e idealista y un tanto atormentado puso rostro a buena parte del llamado nuevo cine español, que revolucionó las pantallas en los sesenta, para mostrar la cotidianidad de un país gris, mediocre y reprimido bajo una dictadura. Trabajando más en el teatro que en el cine durante una etapa ya democrática, la figura del menor de los tres hermanos Gutiérrez Caba (tras las actrices Irene y Julia) volvió a brillar de la mano de una renovada hornada de directores de cine como Álex de la Iglesia o Miguel Albaladejo. A sus órdenes logró dos Goyas consecutivos a Mejor actor de reparto (2000 y 2001) por La comunidad y El cielo abierto, respectivamente. Con su rol de un malvado vecino en La comunidad rompió Emilio una cierta aureola para encarnar sólo papeles de chico bueno. Hoy, a la altura de su veteranía, admite que los roles de malvado suelen ser más lucidos. “Me vino bien”, comenta, “romper con los estereotipos y, sin duda alguna, los papeles de malo tienen más enjundia. Aunque la mayoría quiera negarlo, la maldad suele encantar a mucha gente. ¡Qué le vamos a hacer!”

En el recorrido panorámico que significan sus memorias destacan algunos pasajes que ejemplifican la evolución de la sociedad o las situaciones tan distintas a las que ha de enfrentarse un actor. Así las cosas, recuerda en un estilo muy gracioso las peripecias para pasar la noche junto a Elsa Baeza, su compañera de reparto en Nueve cartas a Berta, en un hotel en Salamanca, donde se rodó aquella película. Corrían los años sesenta y en aquella España estaba prohibido que parejas que no estuvieran casadas pudieran compartir una habitación en un hotel. Algo que puede sonar como alucinante para las nuevas generaciones, fue la tónica represiva habitual durante cuatro décadas.

Otra anécdota, en este caso muy conmovedora, fue la confusión de una señora que no se percató de que unos curas que merodeaban los alrededores de una iglesia de Madrid eran en realidad actores del rodaje de El sacerdote (Eloy de la Iglesia, 1978). Impresionados por la desesperación de aquella mujer que acababa de perder un hijo en un accidente laboral, Emilio y sus colegas no tuvieron más remedio que consolar a aquella madre como si hubieran sido sacerdotes. Una prueba más de los difusos límites entre la realidad y la ficción. 

A propósito de Elsa Baeza, el libro Memorias de cine incluye también la relación amorosa de su autor con la actriz italiana Pier Angeli que falleció después por una sobredosis de barbitúricos aquejada de una enfermedad mental que el actor español desconocía. “No tuve más amores cinematográficos”, dice a modo de explicación un Gutiérrez Caba que arrastra una leyenda de atractivo seductor. Cuenta Emilio que en los próximos días verá a Elsa en El Escorial, donde el actor representará una función de Galdós enamorado, con María José Goyanes, en un montaje con dirección de Alfonso Zurro. La obra, estrenada recientemente, aborda los amores entre Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán a partir de su correspondencia, si bien sólo se conservan las cartas que la escritora envió a su amante. “Cuando le conté a Elsa que incluía en mis memorias nuestro enamoramiento en Salamanca, ella contestó con mucha razón que no había problema, que había transcurrido toda una vida desde entonces”.

Está satisfecho de haber regresado con el personaje de Galdós a las tablas del teatro tras las secuelas de la covid y, como tantos otros grandes actores y actrices, Emilio Gutiérrez Caba no vacila al afirmar que en su profesión la verdadera valía se demuestra en un escenario. “Es evidente que cine, televisión o teatro requieren de actitudes distintas y plantean retos diferentes. Ahora bien, enfrentarte durante un par de horas, en directo, a cientos de personas en una sala supone la prueba de fuego para un actor”. Lo sabe por su experiencia y por el adn acumulado de nada más y nada menos que cuatro generaciones de su familia.