Desde algunas perspectivas alineadas con el imaginario franquista, la nostalgia de la dictadura era cosa de broma. En Las autonosuyas, un antiguo militar irrumpía en la constitución parlamentaria de una microcomunidad autónoma ante el pánico de sus corruptos miembros. Desde la seguridad que otorgaba haber vivido entre los vencedores franquistas, el cineasta Rafael Gil y el escritor Fernando Vizcaíno Casas hacían más hincapié en la cobardía de los políticos protagonistas que en un gesto que recordaba el fallido tejerazo de 1981.
La realidad era mucho más dura y potencialmente letal. Los ataques a librerías, a medios de comunicación, a personas de izquierdas, llegaron a ser desgraciadamente cotidianos. Aunque el enorme número de atentados de ETA pudiese relegarlos en términos cuantitativos, las diversas organizaciones ultraderechistas del momento (Guerrilleros de Cristo Rey, Alianza Apostólica Anticomunista, Batallón Vasco Español, etcétera) mataron a varias decenas de personas. Unos pocos filmes insistieron en llevar este fenómeno a primer término. E intentaron refutar, además, algunos relatos oficiales.
El protagonista de El diputado, de Eloy de la Iglesia, se revolvía ante la calificación de la violencia ultraderechista como unos actos cometidos por "incontrolados". Porque esos incontrolados tenían a menudo vínculos directos o indirectos con partidos legalmente constituidos, con la policía, con el ejército o con organizaciones extranjeras. Asesinato en el Comité Central, adaptación de una novela de Manuel Vázquez Montalbán, fue una materialización ficticia de la posibilidad real de injerencias internacionales en la violencia política de la época.
Con el paso de los años, los filmes que trataban estas realidades siguen resultando incómodos, quizá porque empujan a recordar algunos de los ángulos más oscuros de la Transición y de los poderes que la tutelaron. Nos recuerdan que la violencia nacional-católica no puede asociarse exclusivamente con Francisco Franco, y que no desapareció con unas elecciones. En tiempos de auge mediático y parlamentario de los discursos de extrema derecha, puede resultar conveniente repasar esas obras que nos recuerdan que el fascismo español también ha matado durante la Transición y durante el régimen constitucional vigente.
Cachorros del odio que ejercen de coro religiosoCamada negra, firmada por Manuel Gutiérrez Aragón, otorgó protagonismo absoluto a esa ultraderecha española que pretendía revertir por la fuerza la democratización política. Trató de unos jóvenes y no tan jóvenes terroristas que se agrupan clandestinamente en unas decadentes instalaciones científicas, bajo la guía de un policía y los extraños cuidados de una madre furiosamente nacional-católica ("la ira también puede ser santa", dice en un momento del filme) y deseosa de controlar un arsenal de armas de fuego. El grupo combina sus apariciones como coro de iglesia con las irrupciones violentas en lugares asociados con el izquierdismo.
Como otras miradas fílmicas a la ultraderecha y otros totalitarismos, se retrataba a un personaje joven y con menos herramientas para cuestionar su adoctrinamiento. Tatín es un chico que quiere escenificar su madurez, y reivindicar su lugar en el mundo pasa por ser más violento que aquellos que le rodean. El despliegue de una turbia relación con una mujer también sirve para escenificar que el fascismo contamina toda la visión del mundo del adolescente: desarrolla una visión de la sexualidad empapada de violencia y basada en el ejercicio del poder que otorgan la fuerza física y el dinero.
Canada negra fue premiada en el Festival de Cine de Berlin. El galardón dificultó que las autoridades forzasen la confección de un montaje censurado: después de unas semanas en el limbo administrativo, la obra fue estrenada sin cortes. Posteriormente, llegó la correspondiente ración de cócteles molotov y colocaciones o amenazas de colocaciones de bomba en algunos cines que proyectaron la película, como sucedió también a raíz de los estrenos de La prima angélica o, años después, de Yo te saludo, María. Los disturbios y atentados tuvieron lugar a uno y otro lado de la pantalla.
De guerras sucias y autocompasiones ciegasEl futuro realizador de Navajeros y El pico, Eloy de la Iglesia, filmó este drama íntimo de temática LGBTI con conspiraciones al fondo y quinqui incrustado. Roberto Orbea, uno de los líderes de un partido izquierdista recién legalizado, corre el peligro de ser destapado como homosexual cuando un grupo ultraderechista descubre que contrata los servicios sexuales de chicos jóvenes. Uno de ello tiene que facilitarles la organización de una encerrona con fines mediáticos, pero se convierte en un amante estable cada vez menos proclive a traicionar a Roberto.
De la Iglesia combinó momentos de una cierta afectación con gestos de intensidad y nervio. Los primeros minutos del filme representan poderosamente cómo el régimen franquista empujaba a una parte de la población a la clandestinidad por perseguir ideas políticas y tendencias sexuales. El cineasta y su equipo consiguen impactar visualmente cuando el protagonista imagina un juicio contra él donde le rodean guardias civiles inquietantemente inmóviles. El resultado global tienen algo de documento de una época, sugerente incluso cuando cae en algunos tópicos como musicar las imágenes de movilizaciones con canciones protesta del momento.
El uso de una voz en off evocadora, que inflexiona hacia una cierta sensiblería autocompasiva recubierta de la retórica comunista del momento, es un elemento central del proyecto. Se nos insiste en las pasiones no del todo controlables del hombre bisexual casado con una mujer, en las contradicciones entre su vida pública y una vida privada inconfesable, pero el mercadeo sexual con menores en problemas se recubre de un cierto romanticismo, de un inquietante aura de tutela ideológica y sentimental que puede ser positiva. Por el camino, se advierte de la connivencia entre los cuerpos de seguridad y un grupo cuya naturaleza (¿integrada dentro del Estado o solo con cómplices dentro de este?) no se explicita.
Denuncia urgente de hechos realesUno de los avanzados de lo que se denominó nuevo cine español, Juan Antonio Bardem, estrenó Siete días de enero en 1979. Trató bajo formas dramáticas la matanza de Atocha, donde cinco personas fueron ejecutadas en un despacho de abogados laboralistas. Se trata de cine político urgente, que integró imágenes de archivo dentro de la narración y se estrenó diecisiete meses después de los últimos acontecimientos que representa.
En el filme se otorga una parte significativa del protagonismo a la versión ficcionada de Fernando Lerdo de Tejada, el tercer hombre que escoltaba a los dos autores materiales de los asesinatos y que desapareció tras recibir un sorprendente permiso penitenciario. Bardem y el coguionista Gregorio Morán intentan dotar de una cierta humanidad al personaje: le retratan como un hombre joven devorado por el miedo, lastrado por la memoria del padre muerto franquista y empujado por la presión de un entorno ultra que clama por la llegada de héroes patrióticos que usen la fuerza.
El joven pistolero y su grupo son peones que han desbordado los límites del tablero de juego. Los compañeros de viaje que les azuzaban tomaron distancias cuando el crimen genera un clamoroso rechazo social. La película muestra una cierta protección del juez con los acusados, pero Bardem y compañía se quedaron cortos: la obra ya se había completado y estrenado cuando Lerdo de Tejada se fugó. Con ese añadido, los rótulos con los que concluye la película parecerían aún más lejanos del final desatadamente feliz propio de tanto cine comercial: la aprobación de la Constitución no suponía un fin de la historia con fanfarria de happy end, sino una parte de un proceso histórico conflictivo que ha incluido varios cierres en falso y muchas realidades que revisar críticamente.