Ese otro cine estadounidense también sirve, muy a menudo, para desvelarnos otra América. Y ese es otro de los atractivos recurrentes del festival Americana: la posibilidad de tener acceso historias que difícilmente encuentran un espacio en los circuitos comerciales de exhibición cinematográfica.
Este año, Americana estrena un formato híbrido con doble sede. Tras una inauguración en el cine Phenomena de Barcelona, el grueso de la programación se proyectará en los cines Girona y Zumzeig, también de Barcelona, entre los días 3 y 7 de marzo. El Círculo de Bellas Artes de Madrid exhibirá nueve de los largometrajes más destacados entre el viernes 12 y el domingo 14. Y la Filmoteca de Catalunya acogerá una retrospectiva casi integral dedicada a la realizadora Kelly Reichardt, autora de filmes como Wendy y Lucy o Certain women, cuyas sesiones se alargarán hasta el día 21.
A medida que las restricciones derivadas de la pandemia se hacen crónicas, los festivales híbridos van ajustando su forma para tomar pequeñas distancias con un modelo low cost que podía llegar a recortar muy sustancialmente sus ingresos potenciales. La organización de Americana ha aplicado varios recursos que comienzan a ser habituales: muchas películas estarán disponibles durante unos días concretos en lugar de estar disponibles durante todo el festival, varias quedarán excluidas de la tarifa plana de Filmin e implicarán un alquiler específico y otras más solo podrán verse presencialmente en salas. De ahí que la web del festival se convierta en una herramienta de consulta imprescindible de la parrilla de proyecciones físicas y online.
El certamen ha consolidada una interesante sección de documentales, y este año no es una excepción. Feels good man nos hablará del historietista Matt Furie y su consternación al ver a uno de sus personajes de cómic, Pepe The Frog, convertido en un icono de la ultraderecha. La anécdota sirve de mecanismo para adentrarse en la polarización política en el país. Otra propuesta relevante es Spaceship Earth, un examen audiovisual de un experimento ambientalista de reclusión en un ecosistema controlado que se emplazó en el desierto de Nevada. Esta historia también ha inspirado la novela Los terranautas, publicada hace apenas unos meses por la editorial Impedimenta.
A lo largo del festival también podrán verse varias obras que trascienden la realidad norteamericana: la realizadora Elizabeth Lo ha examinado las calles de Estambul a través del seguimiento a tres perros sin dueño en Stray. Assassins trata sobre las dos mujeres inicialmente culpadas del asesinato de un hijo del antiguo líder supremo norcoreano Kim Jong-il en el aeropuerto de Kuala Lumpur. Y Bienvenidos a Chechenia supone una escalofriante mirada a la persecución de las personas no heterosexuales en Chechenia.
El visionado de Bloody nose, empty pockets puede ser un desafío para aquellos que busquen delimitar fronteras específicas entre ficción y documental. Los hermanos Bill Ross IV y Turner Ross escenificaron durante dos largas sesiones de rodaje una noche de despedida y cierre de un bar de Las Vegas. En el filme, varios supuestos trabajadores y parroquianos van despidiéndose, charlando y peleándose, durante una larga noche etílica. Los cineastas escogieron a una serie de personajes-persona que se encarnan a sí mismos, o a variantes aproximadas, e interactuan dentro de una serie de pautas.
Resulta imposible saber cuáles de estos diálogos que intercambian los personajes están más o menos preparadas. Sus autores defienden que el resultado es tan real (¿o tan ficticio?) como cualquier cosa que tienen lugar en un lugar con cámaras rodando. En Bloody nose, empty pockets se alude a conflictos generacionales y políticos del pasado y del presente, a los excluidos de una crisis económica que no termina. En un momento dado, un abatido veterano del ejército defiende el bar como “un lugar donde ir porque nadie quier tu culo en también otro sitio”.
La experiencia es potencialmente muy gratificante si se entra en el juego de escrutar todos estos fragmentos de historias que parecen humanísimas aunque no sepamos si son inventadas. Los directores, además, han montado las escenas con una cierta fluidez e intencionalidad narrativa (o temática). Los 98 minutos de película (los realizadores se han guardado para ellos mismos una versión de cuatro horas) fluyen, multitonales y algo abatidos, en un reflejo de la atmósfera que se quiere recrear. El retrato agridulce del bar como lugar de encuentro abierto a una cierta ternura tiene un reverso tenebroso: también se convierte para algunos personajes en un limbo existencial de desidia regada con alcohol, de puyas destructivas y autodestructivas.
Una película como The last black man in San Francisco también apela a la realidad contemporánea desde ángulos no del todo usuales. El director debutante Brian Talbot se nutre de su historia de amistad y colaboración artística con el actor Jimmy Fails, un viejo amigo que interpreta una versión ficcionada de sí mismo. Un joven skater sin hogar duerme en la habitación de un aspirante a dramaturgo, mientras se aferra al recuerdo de la casa familiar victoriana cuyo deshaucio supuso el inicio del gran declive de los Fails. Cuando la vivienda queda deshabitada por unos conflictos familiares de la actual propietaria, el dúo protagonista decide ocuparla en un acto de apego con ramificaciones políticas.
Talbot y Fails nos hablan de la gentrificación de unos barrios de San Francisco que unas décadas atrás eran guetos de la población afroamericana. Los responsables del filme se ocupan de las cicatrices múltiples de la historia, y no solo de la black history: recuerdan en varias ocasiones que el barrio donde se sitúa la acción había sido un coto de la población de origen japonés, hasta que el gobierno nacional decidió desplazarla a campos de concentración ante el miedo a que ejerciesen de espías o saboteadores durante la II Guerra Mundial.
El envoltorio se separa de lo que cabría esperar al tratarse una premisa con aspecto de drama social: The last black man in San Francisco es una película con secuencias fuertemente esteticistas. Sus autores nos hablan de las formas de relacionarse violentas y nihilistas de los pandilleros, pero también del refinamiento que llega a mostrar el dúo protagonista. Y trabajan sobre la evidencia de que todos ellos, con maneras más duras o más suaves, son capaces de amar y también de hacer daño. Talbot y compañía no rehuyen el artificio en su búsqueda de la belleza y del conflicto con la ciudad, con quienes la habitan y con uno mismo.
La ópera prima de Talbot es solo una de las muchas propuestas de ficción que pueden destacar entre la programación. Black bear, de Lawrence Michael Levine, introducen el proceso creativo como un elemento troncal de la obra: visto en Sundance y Sitges, está protagonizada por una cineasta en crisis que viaja a un entorno rural para desbloquear su mente. Palm Springs, una comedia romántica con elementos fantásticos, es una encarnación de ese indie capaz de hacerse un pequeño hueco en las carteleras con una propuesta atractiva (¿con Atrapado en el tiempo en el recuerdo?). Freshman year (Shithouse) es otra comedia agridulce sobre encuentros y desencuentros amorosos. Y Lapsis juguetea con el indie abierto a una ciencia ficción low cost y más bien cotidiana, a través de una historia de precariedad laboral y física cuántica.
El repaso al Americana 2021 no puede acabar sin una reivindicación de la figura de la ya mencionada Kelly Reinchardt. La Filmoteca de Catalunya acogerá proyecciones del grueso de su filmografía, que incluye títulos tan destacados como Meek's cutoff, un memorable, austero y fascinante western, o Night moves, la historia de infiltración de una agente federal en una organización ecologista. En general, la retrospectiva supone una ocasión de dimensionar o iniciarse en la obra de la cineasta, de nuevo en boga a raíz del reciente paso por festivales de su premiada película First cow.