Al catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba e investigador especializado en igualdad de género y nuevas masculinidades Octavio Salazar todo este tiempo le ha servido para replantear en su libro 'La vida en común' (editorial Galaxia Gutenberg) qué sistema queremos tener cuando pase la crisis y qué hombres deberíamos ser después del coronavirus.

En el libro hace un resumen de cómo la pandemia ha afectado a los hombres y cómo hemos tenido que cambiar la dimensión pública por esa otra más privada a la que siempre han estado relegadas las mujeres. ¿Cómo cree que nos hemos adaptado a ese espacio cuando hemos construido nuestra razón de ser sobre lo público?

Toda esta experiencia que vivimos nos ha podido obligar a revisar las prioridades, las formas de organizar nuestras vidas, cómo nos proyectamos en lo público desconectándonos prácticamente de lo privado, cómo organizábamos los tiempos en función de nuestro trabajo y nuestra proyección profesional. De lo que no tengo datos es de si, efectivamente, nos ha servido de manera positiva o si nuestra memoria es muy corta e, inmediatamente, nos hemos incorporado a la normalidad. Esta crisis podría haber sido una magnifica oportunidad para que hombres y mujeres revisáramos cómo organizamos nuestra convivencia.

La pandemia ha hecho más visibles aquellas necesidades que estaban en el imaginario colectivo en un lugar secundario, como los cuidados o la parte emocional. ¿Cree que le hemos dado un valor real o nos hemos quedado en lo simbólico?

Más allá de que a nivel personal hayamos valorado muchísimo más lo que tiene que ver con los trabajos de cuidado y los sostenes emocionales, todo eso necesita unos compromisos colectivos y públicos. Ahí es donde no se han dado los pasos que se tenían que dar. Quizás algunas personas se hayan visto obligadas a replantear muchos aspectos de su vida cotidiana, pero no tengo tan claro que desde el punto de vista político se hayan priorizado estas cuestiones ante la urgencia de resolver la situación sanitaria y la económica.

Los cuidados también tienen una dimensión económica.

Ese es el cambio de paradigma que tendremos que plantearnos. Todas esas dimensiones de la vida que tradicionalmente no hemos valorado porque hemos entendido que no son productivas también son trabajo. Esas esferas tienen que ser prioritarias y estar en el foco central de las políticas económicas de cualquier gobierno. Por ejemplo, ¿qué está pasando en las ciudades? El debate fundamental está siendo la hostelería, los horarios de los bares, cómo pueden utilizar el espacio público... pero no se está debatiendo sobre cómo ese espacio tiene que ser repensado para que todos y todas podamos disfrutarlo de otra manera. No estamos pensando en las ciudades desde una dimensión humana por esa visión productiva economicista, incluso de los entornos urbanos. No está habiendo una reflexión sobre si las ciudades son accesibles, sostenibles, si garantizan niveles de salud e integridad física o si responden a las necesidades de las distintas generaciones que las habitan. Muchas de las medidas que se han ido adoptando durante la pandemia son muy cuestionables desde el punto de vista de cómo se han limitado las necesidades vitales.

¿Cree que esas necesidades se han visto limitadas por la pandemia o que esas limitaciones ya existían?

Yo tengo la sensación de que pasa con los dos extremos de la vida: los niños y las niñas y las personas mayores. En el caso de los niños, medimos su interés en función del nuestro y del propio sistema, como si no fueran sujetos que tienen una serie de derechos. Por ejemplo, la escuela se mira para la conciliación, pero no pensando en el papel que tiene en el desarrollo del niño y de la niña. Y a las personas mayores las tratamos de una manera tremendamente proteccionista, como si no fueran sujetos capaces de tomar las decisiones que afectan a sus vidas. Como no son productivos para el sistema económico, no son ciudadanos de primera y están en los márgenes. Cada vez vamos a vivir más años y hay más personas en esa fase, por lo que tenemos que resolver qué lugar ocupan las personas cuando acaban con su edad "productiva".

En este verano, la ministra de Igualdad, Irene Montero, propuso un pacto de estado por los cuidados. ¿Lo ve factible?

En 2017 el Parlamento aprobó por una amplia mayoría un pacto de Estado contra la Violencia de Género y todavía estamos esperando que se traduzca en alguna medida efectiva. Me parece muy bien que haya un pacto, pero lo que hay que hacer es traducir esos grandes proyectos en medidas concretas, leyes concretas y que en la ley de Presupuestos se concrete que los cuidados son una cuestión prioritaria, que se creen infraestructuras para sostener esos cuidados, que se contrate a personal de manera digna.

En los últimos meses ha habido un 'boom' de teletrabajo, que en muchos casos ha terminado por ser una carga más para las mujeres: según diferentes estudios han visto alargadas sus jornadas, su actividad laboral se ha desplazado a la madrugada o han sido relegadas a los peores espacios de la casa. ¿Es el teletrabajo la mejor fórmula para favorecer un reparto más equitativo de las responsabilidades? ¿Hemos perdido una oportunidad de hacerlo?

Podría serlo si partiéramos de una situación de igualdad de oportunidades y de cómo nos situamos hombres y mujeres en el mercado laboral y en la corresponsabilidad, pero existe una tremenda asimetría. Desde esa asimetría de género, las mujeres son las que están soportando la peor parte. Sé por varias compañeras del ámbito universitario, sobre todo las que tienen hijos o personas dependientes a cargo, que el teletrabajo se ha convertido en un auténtico infierno, porque no hay separación entre el espacio de trabajo y el espacio de vida. Al estar en casa 24 horas al días, han estado disponibles para trabajar y para cuidar. Eso es una bola tremenda, que ha multiplicado el esfuerzo, la carga y la presión emocional. Para la mujer esto tiene el elemento añadido de que quedarse en casa supone verse condenada de nuevo al espacio privado, a no ser visible en lo público y no poder interrelacionarse y tener presencia.

En el libro hace referencia a la situación "perversa" que hace que para que muchas mujeres del mundo "más desarrollado" puedan desempeñar su carrera profesional son otras, en su mayoría mujeres migrantes, las que tienen que trabajar en condiciones cercanas a la servidumbre. Es un discurso de la activista Audre Lorde, que la actriz Daniela Santiago verbalizó el 8M y que generó muchísima polémica, sobre todo en redes sociales. ¿Por qué cree que ese discurso genera polémica dentro del feminismo?

Cuando analizamos cuál es la situación de las mujeres y por qué sigue habiendo desigualdad, hay muchos factores que interseccionan con el género y crean situaciones específicas de vulnerabilidad. A veces, desde determinados ámbitos del feminismo –léase académico, institucional o el adjetivo que queramos ponerle– tenemos una mirada muy estrecha sobre las múltiples realidades en las que se encuentran las mujeres. Soy el primero que entono el mea culpa, porque acabas muy condicionado por el mismo estatus que tú ocupas. Ahora más que nunca es necesario tener presente que hay un factor que tiene que ver con la clase y muchísimas cuestiones que tienen que ver con problemas de recursos económicos o de minorías que tienen más dificultades para conseguir un estatus de ciudadanía o las familias monoparentales, que enfrenan más dificultades. En todo ese contexto, las mujeres están doble o triplemente discriminadas y hay que ir incorporando esas miradas. Yo no entiendo porqué existe esa resistencia o se hacen esas críticas, porque justamente ahora hay que enfocar la cuestión con todas esas perspectivas.

La candidata de Más Madrid a las elecciones del 4M, Mónica García, dijo hace unos días que la política española estaba cargada de testosterona. Tampoco es raro ver en sede parlamentaria comentarios machistas, como el sufrido hace poco por la ministra Yolanda Díaz. ¿El clima político actual favorece que las masculinidades tradicionales se perpetúen?

Hay grupos políticos que han introducido en su proyecto la lucha contra el feminismo y contra leyes que suponen avances en igualdad. Estamos viendo cómo se convierte en opción política el ataque al feminismo y a conquistas que hasta hace poco tiempo entendíamos consensuadas. Ahora se ha abierto la veda y hay una postura muy exhibicionista del machismo. No hay ningún corte en decir una barbaridad. No solo lo hace un diputado en sede parlamentaria, sino que luego lo dice un ciudadano en Twittter, en un grupo de WhatsApp o en un debate en una cafetería. Parece que está de moda cuestionar a las mujeres y al feminismo y siempre hay una corte que te ríe las gracias. Es un punto muy perverso de involución.

¿Dónde se rompió el ese consenso?

Es una reacción frente a los grandes momentos que el feminismo ha tenido en los últimos años, como las convocatorias del 8M, las movilizaciones en campañas como el #Metoo, la conciencia social en torno a las violaciones y las agresiones sexuales... Esta presencia absolutamente determinante del feminismo en la agenda pública ha provocado una reacción de sectores de hombres que ven eso como una amenaza y entienden que su lugar dominante se encuentra en peligro. Si a eso le añades la crisis económica y la situación de inseguridad, se genera el caldo de cultivo para que los discursos viscerales y populistas enganchen a más gente.

¿Estamos los hombres dispuestos a renunciar a los privilegios inherentes a ser hombres?

Ahí es donde está uno de los grandes obstáculos con los que se encuentran las mujeres. En el siglo XX, las mujeres se han movido muchísimo con respecto a lo que era su estatus tradicional. No hay más que ver cuál era el papel de las abuelas de las mujeres que viven ahora. Los hombres estamos prácticamente en el mismo sitio respecto a nuestro lugar en la sociedad y nuestra forma de concebirnos como hombres. Ese cambio es muy difícil porque implica cuestionar el modelo tradicional que nos ha privilegiado siempre. Es una tarea difícil en la que tenemos que hacer renuncias y asumir responsabilidades que hasta ahora no hemos asumido. Nadie que está en una posición dominante quiere renunciar a ella tan fácilmente.

Siempre hablamos de renunciar a privilegios pero, ¿hace falta más pedagogía sobre lo que los hombres tenemos que ganar con el feminismo?

No me gusta enfocarlo como si fuera un juego de pérdida y ganancia, porque parece que estamos en una suerte de dinámica competitiva. Lo que hay que hacer es una pedagogía sobre si realmente queremos una sociedad que funcione democráticamente, de manera plena y donde todos podamos disfrutar mucho mejor de los derechos fundamentales que nos reconocen las leyes. El feminismo también puede ser emancipador para nosotros, porque gracias a él ya no tendremos que ser "tíos de verdad". Vamos a empezar a disfrutar y a desarrollar toda una serie de capacidades y habilidades que nos hemos negado por entender que no eran propias de lo masculino. Eso requiere un trabajo de concienciación progresivo, de mucho debate.

En el libro hace hincapié en la necesidad de contar con la visión y recuperar la voz de las mujeres. Sin embargo, aquí estamos: un hombre preguntando a otro hombre por un libro sobre cómo superar esa desigualdad estructural que sufren las mujeres. ¿Dónde está la línea entre ser aliados y el mansplaning?

Me lo planteo todos los días. Estamos en un alambre entre, por un lado, lo importante que es que haya hombres que podamos tener voz en estas cuestiones para llegar a otros hombres que nos pueden tomar más en serio que a las mujeres y, por otro, que ocupemos espacios que les corresponden a ellas. Yo me nutro de lo que piensan las mujeres, de lo que leo, de lo que mis compañeras me enseñan todos los días y con todo eso trato de dirigirme a los hombres. Creo que el papel que tendríamos que tener nosotros en el feminismo es trabajar con nosotros mismos, interpelar a los hombres y asumir ese protagonismo, sobre todo, en aquellos espacios que nos puedan generar incomodidad pero donde tenemos la capacidad de cambiar determinadas cosas.

Muchas veces, los propios medios parece que te prestan más atención cuando eres un tío, a pesar de que estás diciendo algo menos relevante o lo mismo que te dice mucho mejor una compañera. Yo colaboro en Córdoba con asociaciones de mujeres y ayuntamientos. En alguna ocasión desde los colectivos me han dicho: "Es que quiero que vayas tú, porque te toman más en serio". Lamentablemente, temo que es así: le dan más valor a lo que yo digo que a lo que dice una compañera que lleva toda su vida en el feminismo.