Es, en ese sentido, un libro oportuno. Tanto por la coyuntura política de España, donde la derecha intenta obscenamente apropiarse de la bandera de las libertades, como por la deriva de un mundo cada vez más dominado por fuerzas ingobernables, carentes de lealtades geográficas, en el que los desconcertados ciudadanos, desprovistos de instrumentos de acción colectiva, pierden de modo progresivo el derecho y la capacidad de decidir sobre sus destinos. 

En este escenario caracterizado por la confusión y la incertidumbre, Valenzuela propone recuperar a su admirado Albert Camus, uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX, cuyo legado reivindica en el artículo Camus, una visión moral. El Nobel francés planteó que la libertad se consigue mediante el ejercicio de la rebeldía individual, la cual describió como la aceptación del estado de tensión permanente que implica para el ser humano elegir a conciencia la vida y reconocer al mismo tiempo que esta carece de sentido. Esa convicción personal sobre el sinsentido de la existencia lo lleva, a su vez, a desarrollar un sentimiento de solidaridad con sus semejantes y alzarse contra las injusticias, con lo que su rebeldía pasa del plano metafísico al ético, de la abstracción a la acción. Para Camus, intentar imponer un sentido racional al mundo es consustancial de los totalitarismos, porque destruye el absurdo existencial que incuba la rebeldía y allana el camino al sometimiento y la sumisión. Contrapuso así su concepto de rebelión al de revolución, lo que le costó un amargo enfrentamiento con los círculos intelectuales dominantes en su tiempo, entusiastas del comunismo soviético, como lo había sido él mismo antes de conocer las atrocidades del estalinismo. Como bien anota Valenzuela, para Camus "el ser humano no solo tiene derecho a rebelarse, sino que es, precisamente, al rebelarse cuando más ejerce su libertad".

La libertad y la rebeldía camusianas impregnan cada página de El bien más preciado. A modo de declaración de intenciones, Valenzuela reivindica el uso del calificativo "libertario", con el que en los últimos años se ha identificado una derecha reaccionaria partidaria de un modelo económico y social inspirado en la ley de la jungla. "La depravación lingüística es monumental", alega. El libertarismo que propone consiste en la máxima extensión posible de las libertades –incluidas aquellas a las que siempre se han opuesto nuestra derecha supuestamente liberal–, con el único límite de que no afecten los derechos de otros, y un Estado que "no sea demasiado grande, poderoso e intrusivo", pero que garantice la salud y la educación públicas y unos niveles básicos en materia de ingresos y vivienda. "Si algo he aprendido en varios lustros haciendo periodismo en cuatro continentes, es que los seres humanos son, en el fondo, bastante parecidos. En el Norte y en el Sur, al Este y al Oeste, con independencia de su lengua, raza, cultura, nacionalidad o religión, la gente aspira a que se respete su dignidad con unos mínimos vitales de pan, libertad y justicia. Y cuando ni esto se le garantiza, la gente siente que tiene el derecho a rebelarse", apunta Valenzuela, quien, después de tres décadas en el diario El País, donde llegó a ser director adjunto, hoy escribe novelas y artículos periodísticos y reparte su vida entre Madrid, La Alpujarra granadina y Tánger.  

Agudo polemista, el principal blanco de sus dardos es la derecha, pero no escatima alfilerazos contra el progresismo acomodado. En el artículo El buen ladrón, hace un repaso de personajes legendarios y reales que robaban a los ricos para repartir entre los pobres, hasta desembocar en el célebre episodio de los robos de comida y material escolar que protagonizaron grupos de jornaleros andaluces en 2012 y 2013, en lo peor de la crisis económica. "Casi todos los políticos profesionales, tertulianos televisivos y editorialistas de la prensa ignoraron el contexto de las protestas y corearon al unísono las mantras de rigor: "¡Intolerable!, ¡la propiedad privada no se toca!, ¡la ley es la ley!", escribe. Y unos párrafos más adelante añade: "¿Estoy diciendo que puede ocuparse la casa de un particular por vacía que la tenga? ¡No! ¿Estoy diciendo que pueda atracarse al que camina por la calle? ¡No! ¿Estoy diciendo que puede robarse en la tienda de esquina? ¡No y mil veces no, señor fiscal! Solo estoy contando que en tiempos no muy lejanos determinado tipo de delitos recibían una mirada mucho más contextualizada y compasiva que ahora por parte del pueblo y de la izquierda. Que se era más sutil que ahora, que se tenía en cuenta quién, cómo, dónde, cuándo y por qué". A su juicio, "la actual debilidad política de los progresistas tiene mucho que ver con su rendición intelectual, cultural y moral de las últimas tres décadas, con su aceptación, más o menos entusiasta, más o menos resignada, de los marcos y postulados de la contrarrevolución conservadora de Reagan y Thatcher". En La deshonestidad intelectual, reconoce el derecho a evolucionar desde posiciones progresistas a conservadoras, a medida que se cumplen años y se engrosan las cuentas bancarias. "Lo deshonesto", añade, "es negarse a aceptarlo, pretender que uno sigue siendo rebelde. Esto, apreciados Savater, Azúa, Vargas Llosa y tantos otros, supone un engaño, un fraude, una impostura".

Valenzuela exalta el progresismo de los precursores de Estados Unidos, que muchos considerarían hoy peligroso castrochavismo. En Padres fundadores, nos recuerda que la Declaración de Independencia estadounidense, proclamada en 1776, incluye la felicidad entre los derechos humanos inalienables del ser humano, junto a la vida y la libertad, y cita una carta de Thomas Jefferson, en la que el entonces presidente dice a su correspondiente que el derecho a la rebelión ciudadana no termina ni con la independencia ni con el establecimiento de una democracia formal: "¿Qué país puede preservar sus libertades si sus gobernantes no son advertidos de vez en cuando de que el pueblo conserva el espíritu de resistencia?".

¿Y cómo encaja España en todo este discurso sobre la libertad? En España hay más que una, el autor invoca la fórmula en latín con que se designaba Carlos V como 'rey de las Españas'. "Sí, han leído bien: las Españas", subraya. Defiende el federalismo de Pi i Maragall y "la España mejor, construida sobre la roca viva, pero corregida por la razón, de don Manuel Azaña". "Nunca me ha gustado esa España 'Una, grande y libre' en la que fui adoctrinado por la dictadura franquista. La que aún persiste, lo sé, en los corazones de millones de compatriotas que creen que la sagrada unidad de España es eterna, anterior incluso al Big Bang". Rechaza los nacionalismos de cualquier signo, tanto el estatal como el denominado periférico, porque "generan comportamientos egoístas y excluyentes"; sin embargo, no es equidistante en cuanto a los orígenes del fenómeno, que remonta al "régimen homogéneo y centralizado de raíces castellanas" que se forjó tras la victoria borbónica en la Guerra de Secesión.

Para Valenzuela, uno de los principales desafíos para la democracia y las libertades son las noticias falsas. Pero, fiel a su espíritu contestatario, rehúsa alinearse con "los apóstoles de la lucha contra las fake news, que ahora tienen más difícil el monopolio de los instrumentos de creación de opinión". Sostiene que las noticias falsas han existido siempre, muchas veces propagadas desde gobiernos y medios de comunicación tradicionales, como sucedió con las supuestas armas de destrucción masiva de Irak. "Lo grave, lo de todo punto intolerable, es cuando el embuste procede de un medio que se jacta de ser serio, uno de esos que ahora lideran la campaña contra las fake news en Internet", señala en Productores de mentiras. "Por ejemplo, El Mundo de Pedro J. Ramírez, que se pasó años dándonos la tabarra con la fantasiosa teoría de los atentados del 11–M (…) o cuando en la edición extraordinaria del mediodía de esa funesta jornada, El País tituló a todo trapo en su portada: 'Matanza de ETA en Madrid'. Resulta que Aznar telefoneó al entonces director de El País y le dijo que había sido ETA. El director podría haber titulado así: 'El Gobierno atribuye la matanza a ETA', pero no lo hizo".

Rebeldía individual, rebelión colectiva ante lo injusto, desobediencia civil si es necesario, un Estado que garantice los elementos básicos para vivir con dignidad, un país abierto que beba de las aguas de la Ilustración… y humor, incluso el más corrosivo. La risa vuelve a ser delito pasea por algunos procesos contra humoristas y tuiteros, como Casandra, una joven estudiante de Historia que fue condenada en 2017 por bromear sobre el asesinato por ETA del almirante Carrero Blanco. Recuerda Valenzuela que, en los años 80, humoristas como Tip y Coll o el dibujante Summers hacían bromas como aquella de "Carrero Blanco: de todos mis ascensos, el último fue el más rápido", sin que tuviera consecuencias judiciales. "¿Qué ha ocurrido para que lo que ayer era tolerable hoy haya dejado de serlo?", se pregunta Valenzuela. La respuesta la encuentra en la expansión de la cultura de lo políticamente correcto y en la ideología conservadora de muchos jueces españoles que "siguen adelante en su persecución del humor, aunque los supuestos agraviados no les autoricen a hacerlo en su nombre". Como sucedió con Irene Villa, cuando testificó que unos chistes sobre su incapacidad a raíz de un atentado de ETA no le habían causado la menor humillación. "Cuando Jaime Peñafiel la puso a caldo en El Mundo, le replicó por Facebook afirmando que ella es capaz de 'separar lo que requiere atención de lo banal'. Y añadiendo: "Permítame ejercer mi libertad de sentimientos", recuerda Valenzuela.

Realmente, vale la pena zambullirse en El bien más preciado, incluso aunque se hayan leído ya los artículos que lo conforman. Tomados en conjunto, forman un inteligente, divertido y contundente alegato sobre la libertad. O, si se quiere, sobre una forma camusiana de ser libres en un mundo sobre el que apenas ejercemos control y donde nos quieren despojar hasta de las palabras con que nos nombramos.