Probablemente no haya en todo el país una rivalidad más intensa entre la naturaleza y la mano del hombre que en el Valle de Bohí (Lleida). A las puertas del invierno, amarillean las últimas hojas de los robledales y se yerguen abundantes pinos, con las cumbres pirenaicas tocadas de blanco en segundo término. Y ante los ojos del visitante, esbeltas torres campanario que pretenden tocar el cielo, desafío y herencia del estilo lombardo que trajo el primer románico a la península. En el centro de la siguiente imagen, la iglesia de Sant Climent de Tahull esconde los secretos de un legado premiado por la Unesco con la calificación de Patrimonio Mundial en el año 2000. Y eso que su tesoro más preciado ni siquiera está allí.
La ruta para conocer los nueve templos de este legado único arranca en la localidad de Erill la Vall, donde también se ubica el Centre del Romànic. Allí se da a conocer el conjunto, comenzando por aquel lejano y complicado viaje en burro de Lluís Domenech i Montaner en 1904. El arquitecto tomó una fotografía clave: en el ábside de Sant Climent de Tahüll se aprecian los detalles de su Cristo en Majestad —una de las pinturas murales más importantes del arte románico—, escondidos tras un retablo de cronología posterior. Aquel “descubrimiento” puso en el mapa los frescos de todo el Valle de Bohí, y también abrió la puerta a su expolio. El empresario catalán Lluís Plandiura logró hacerse con las pinturas de la colegiata de Santa María de Mur, hoy en el Museum of Fine Arts de Boston. La Junta de Museos reaccionó ante el peligro de perder el legado al completo y trasladó la “piel” de las iglesias al Museo Nacional de Arte de Catalunya (MNAC), donde hoy se pueden visitar los originales, con las ilustraciones de San Climent y Santa Maria de Tahüll como piezas estrella.
Bien informado, el visitante podrá ascender por los diferentes templos: desde Santa Eulalia, en Erill la Vall, hasta la coqueta ermita de San Quirce de Durro. Y por supuesto, parada obligatoria en Sant Climent para observar la recreación virtual de su Cristo en Majestad, gracias a la proyección de su extraordinario mapping. El disfrute del Románico, la obra del hombre, se completa con la visita al vecino Parque Nacional de Aigüestortes, la creación de la naturaleza que no deja de rivalizar con la herencia medieval.
La vecina provincia de Girona custodia una importante herencia románica, pero es quizá en el “fin del mundo” donde se halla la competencia más feroz entre medio natural y arte medieval. Para conocer el monasterio benedictino de Sant Pere de Rodes (El Port de la Selva) hay que viajar hasta agotar la carretera, hasta el mismísimo cabo de Creus, el extremo más oriental de la península. A unos cientos de metros (o de curvas, por precisar) del pueblo de Cadaqués, se levanta un complejo cuya iglesia, única, cumple este año 2022 un milenio de su consagración.
Aunque los orígenes de Sant Pere de Rodes se remontan un poco más atrás, al siglo IX. Desde entonces, sus muros, sus dos torres, sus dos claustros… han vivido momentos de esplendor y también de declive. En el siglo XVIII, el recinto fue abandonado por los monjes, expuesto a la acción del expolio. De hecho, en el pórtico del templo se encuentran las réplicas de dos de los relieves que componían un magnífico conjunto, hoy perdido. Los originales se conservan en el Museo Marès de Barcelona desde mediados del siglo XX.
De la complicada orografía en la que se sitúa también habla el monasterio, situado en una escarpada ladera, a 700 metros sobre el nivel del mar. Primero, porque la zona —un antiguo enclave de frondosa vegetación— fue deforestado para plantar viñedos y explotar el vino como recurso esencial, junto a la pesca del coral rojo. Y segundo, porque los monjes tuvieron que excavar la roca para ampliar las dependencias de un complejo medieval que hoy, completamente restaurado, celebra un nuevo esplendor.
Dispone Aragón —y en concreto, la provincia de Huesca— de algunos de los parajes más espectaculares del país, también entre los más desconocidos. En el extremo oriental se sitúa la sorprendente localidad de Roda de Isábena, asentada sobre un antiguo promontorio fortificado, regado por el río Isábena y abrazado por una abrumadora naturaleza. En la antigua capital de la Ribagorza se sitúa también la “catedral efímera”. Sí, el templo de San Vicente fue sede de un obispo en sus orígenes (siglos X al XII) y actualmente es el templo más grande del país en relación con su población, de apenas veinte habitantes.
Pero si por algo es conocida San Vicente es por la figura de su obispo más carismático, san Ramón de Roda. Su legado se puede percibir en el sepulcro tallado magistralmente en la cripta, que excepcionalmente se encuentra en la nave principal, bajo el altar. La antigua catedral fue mancillada igualmente por el expolio, por el robo perpetrado en su antiguo museo por el ladrón más famoso del siglo XX, Erik 'el Belga'. La pieza más valiosa —la silla de san Ramón, uno de los muebles de estilo románico vikingo más antiguo del continente— fue recuperada hecha añicos, y hoy se expone en el templo sobre una liviana estructura de metacrilato, símbolo del patetismo del expolio artístico.
Entretanto, en el Pirineo oscense, al norte, se esconde uno de los parajes naturales más cautivadores de la geografía española. Ya en el siglo XIX, los eruditos de la época ascendieron los diez kilómetros que separan Santa Cruz de la Serós del monasterio de San Juan de la Peña por una ruta natural. Y a principios del XX, fue un premio Nobel el que obtuvo algunas de las primeras fotografías del paraje: el médico Santiago Ramón y Cajal.
En una zona sembrada de cuevas eremíticas se levantaron las diferentes fases constructivas de San Juan de la Peña, hasta que el edificio —demasiado expuesto a la acción de la naturaleza— fue parcialmente abandonado en el siglo XVII. Dos detalles hacen del complejo románico un verdadero 'unicum'. El primero, la roca que lo ampara, una bóveda natural que cubre su original claustro, cuyos capiteles se encuentran entre las obras cumbre del románico español. Y, en segundo lugar, la importancia simbólica del enclave para Aragón, pues los primeros reyes —Ramiro I, Sancho Ramírez y Pedro I— fueron enterrados en su cripta, hoy visitable como el resto del monasterio.
La estación otoñal conduce al visitante a una ciudad, una provincia, muy completa. Aisladas, ignoradas durante siglos, las tierras de Soria han sabido conservar como nadie un legado románico que florece cuando las hojas de los árboles amarillean. Su belleza ya fue inmortalizada en el siglo XIX por el genial Gustavo Adolfo Bécquer, quien hablaba de la mágica (y el misterio) del monasterio de San Juan del Duero en su relato más popular, El monte de las ánimas.
En efecto, a las afueras de la ciudad —al pie del río Duero— se sitúa uno de los edificios cumbre del románico español. Fundamentalmente, por la originalidad de su claustro abierto al cielo, que mezcla distintos estilos artísticos en sus arcadas, con sus cuatro lados distintos entre sí. En el interior del templo, San Juan guarda otra singularidad: sus baldaquinos. Se trata de dos pabellones relacionados con su fundación por la orden de San Juan de Jerusalén y la celebración del antiguo rito mozárabe. Presumiblemente, una cortina pendía de una viga central colocada entre ambas estructuras para ocultar algunas partes clave de la ceremonia, como el ritual de la consagración.
En el límite entre las provincias de Soria y Burgos se haya el Cañón del río Lobos, reserva natural modelada por el agua durante milenios, en la que se dan cita abundantes colonias de buitres leonados. Pero lo que nos trae aquí es la presencia de un edificio ubicado en un lugar insólito, rodeado por farallones kársticos: la ermita de San Bartolomé. Más allá de su supuesto origen templario, del edificio —original del siglo XIII— destacan la portada y el rosetón, además de su perfecta situación en un escenario natural increíble, engrandecido en estas fechas.
La lista de templos que se engloban bajo el románico palentino es casi interminable, pero algunos de ellos destacan por su conexión con el entorno. En Aguilar de Campoo, por ejemplo, se encuentra el monasterio de Santa María la Real —sede de la fundación homónima— al abrigo de la Peña Longa, un complejo habitado en su origen por monjes premonstratenses que vivió en la Edad Media su época de esplendor. La contrapartida fue la ruina y el olvido que caracterizaban el edificio en el siglo XX, cuando un grupo de entusiastas encabezados por el arquitecto José María Pérez 'Peridis' rescataron el monasterio de su desaparición. Hoy alberga el ROM —Centro Expositivo del Románico—, además del instituto de la localidad, la sede de la UNED y un hotel.
La última parada de este viaje se encuentra a unos 25 kilómetros de Aguilar de Campoo. En Santibáñez de Ecla, lejos del mundanal ruido, se respira la paz necesaria para vivir ininterrumpidamente más de ocho siglos. Es lo que hacen las monjas de la congregación de San Bernardo en el monasterio cisterciense de San Andrés de Arroyo. En un paraje invadido por el silencio se conservan, casi como hace ochocientos años, las distintas dependencias religiosas. Pero la atención del visitante estará puesta en su claustro. Y, en particular, en el ángulo noroeste. Allí se levanta una columna tallada en zigzag, rematada por uno de los capiteles más bellos del planeta. La sobriedad del arte cisterciense no impidió a su autor utilizar el trépano para extraer de la piedra delicadas formas vegetales, que se desprenden del alma de la piedra en un ejercicio de ilusionismo.
Son poco más de las seis de la tarde, y la luz otoñal se agota, como epílogo de este itinerario mágico entre la belleza de la naturaleza y la del arte.