Pasaba los inviernos en Sevilla y en París la primavera y los veranos, se dedicaba a vender a los turistas las vistas más exóticas de Sevilla y su fortuna llegó con el dinero de los coleccionistas norteamericanos. Es una de las razones por las que su obra sigue activa en el mercado estadounidense y en manos de particulares. Es una de las razones por las que apenas está representado en los museos españoles, salvo un pequeño conjunto en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Por eso es tan importante esta exposición, porque representa una recuperación necesaria de una figura borrada —al menos más allá de Andalucía—, porque es una investigación de los fondos del museo realizada por el propio museo, porque los dibujos de Sánchez Perrier hablan de un artista diferente al de sus lienzos. Conocer el dibujo de un artista es adentrarse un poco en lo más honesto de su mirada. Son los pasos previos a la composición, los tanteos e inseguridades y el pilar de la arquitectura pictórica que vendrá después, quizá en el estudio. El dibujo es el instante más delicado por la intimidad que desvela. Porque estas páginas descubren el momento en el que el pintor se quedó a solas consigo. Desnudo por completo. Esta exposición deja al artista en los huesos.
Emilio Sánchez Perrier construyó un corpus de cuadernos que debieron ser la memoria vital de sus viajes, de sus encuentros y de todo aquello que le interrumpía la vida y se ponía a dibujar. Luego, ese recorrido por lugares y fechas, testimonio de su experiencia humana, fue deshojado y vendido por partes. Desmigado. La comisaria de la muestra es Gloria Solache, técnica del Gabinete de Dibujos y Estampas del Museo del Prado, y reconoce que de haber conservado los cuadernos íntegros, no habría dificultad para ubicar algunos de los dibujos expuestos.
“Son pinturas muy agradables, de árboles frondosos y reflejos en el agua. Con pequeño formato. Estampas que interesaron mucho al coleccionista de los EEUU, por eso se conservan tantas pinturas en el Museo Meadows de Dallas. A los norteamericanos les recordaba a la vieja Europa”, cuenta Solache. En España sufrió el éxito de Martín Rico (1833-1908) y Mariano Fortuny (1838-1874). Estos 69 dibujos son la marca de un artista único, que miró de manera distinta al resto. Son acontecimientos de la vida sin acontecimientos. No hay presencia humana, pero están sus obras enfrentadas a una naturaleza monumental y salvaje. Inmortal.
En las 192 vistas dibujadas que conserva el Museo del Prado hay paisajes con los que se cruzó en el norte de África, en Francia, en Italia y en sus viajes por toda España. Recorrió ciudades, villas, caminos y también a sus pintores. Trabó relación con la obra de Camille Corot (1796-1875), conocía el naturalismo francés y no le interesó nunca el impresionismo. Siempre fue fiel a las maneras de la pincelada velada, oculta y real. Prefería las impresiones naturales, en las que el arte del paisaje no tuviera tanta presencia como el paisaje. Que la pintura pasara más desapercibida que en las vistas de los impresionistas.
“Le interesaba pintar al aire libre aunque muchos de estos dibujos son primeros apuntes que luego llevaba a cuadro en su estudio”, cuenta la comisaria. No es difícil imaginárselo con un cuaderno en la mano por todas partes. Incluso alguna de estas vistas las hacía para encabezar cartas a sus amigos. Postales a mano y carboncillo. A pesar de ser una exposición sobre dibujo, un gran lienzo recibe en la pequeña sala de los descubrimientos del Prado (en la misma donde se reivindicó a Clara Peeters hace siete años). La pintura se titula Febrero, con la que fue medalla de plata o de segunda clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1890.
“Lo minucioso y prolijo de su toque da a sus obras en algunos detalles tal impresión del natural, que parecen fotografías con color, y, sin embargo, el conjunto parece falto de verdad. Mirado a trozos, los cuadritos del señor Sánchez Perrier parecen trechos del natural vistos con la cámara lúcida y en su aspecto total asemejan paisajes hechos de memoria”, escribió el crítico Jacinto Octavio Picón sobre sus reticencias a la obra del artista sevillano. El exceso fotográfico que entonces le penalizó frente a sus compañeros, hoy parece una virtud llamada a agradar al gusto popular contemporáneo. Podríamos hablar del “abuelo” de Antonio López. La prueba de esta mirada detallista que irritaba a sus coetáneos la encontramos en un óleo de una calle de Venecia, de 1885, donde no ha prescindido ni siquiera de la placa del nombre de la calle.
A pesar de todos sus viajes, su lugar en el mundo estuvo siempre cerca: las orillas del río Guadaíra y del río Guadalquivir. Porque Emilio Sánchez Perrier fue un pintor del agua. En la exposición no se muestra uno de los dibujos más sutiles y sofisticados de la colección: es una aguada con lápiz compuesto y tinta gris sobre papel avitelado —también marcado como el resto, con el sello violeta de la testamentaría—, con dos barcazas protagonistas. El artista ha construido la vista con ausencia y vacío; solo las dos barcas ahí, flotando en la nada. Una lástima que no siguiera río abajo y se asomara a Doñana.