En inglés, en cambio, según el diccionario Merriam-Webster, libertario es "un defensor de la doctrina del libre albedrío, que defiende los principios de la libertad individual, de pensamiento y acción. Un miembro de un partido político que defiende los principios libertarios".
Vemos que mientras que en nuestro diccionario y el de nuestros vecinos la palabra sigue asociada al anarquismo, en el inglés no se lo menciona y se hace alusión a miembros de un partido político libertario. Y, ojo a esto, en vez de libertad habla de libre albedrío.
En estos matices podemos rastrear la polisemia que permite que la palabra libertario nombre a dos antagonistas: proletarios anticapitalistas y burguesía capitalista. Y esto tiene su historia. Allá vamos.
Resumo aquí un puñado de siglos de Historia. Tras batallitas y follisqueos varios, los reinos europeos se fueron anexando y creciendo, lo que les obligaba a obtener cada vez más recursos. Incrementaron las rutas de comercio existentes e inauguraron nuevas saliendo a conquistar tierras y pueblos lejanos. Así llegamos a los imperios y al absolutismo monárquico. De pronto, unos franchutes muy avispados inventaron la ilustración: pusieron a parir a la monarquía y se sacaron de la manga movidas tales como los derechos del Hombre, la igualdad, la fraternidad y la libertad. Aquí surge la idea loca de que se podía ser libre en vez de ser súbdito de un soberano haragán. Es el nacimiento del liberalismo.
Los monarcas europeos prohibían a sus colonias en el nuevo mundo comerciar libremente con otros reinos y les imponían precios e impuestos. La peña se vino arriba y montó revoluciones. Primero en Estados Unidos, después en Francia y, más tarde, en las colonias españolas en América. Derrocaron gobiernos, crearon nuevos países y se organizaron en nuevos sistemas políticos como la democracia. Aunque eran democracias parciales disfrutadas por unos pocos. Aquellas revoluciones marcaron la irrupción de la burguesía en la esfera del poder, hasta ahora en manos de la oligarquía.
Pero entonces a James Watts se le ocurrió perfeccionar la máquina de vapor de Newcomen y se lio parda: estalló la revolución industrial y, con ella, nacieron las clases sociales que conocemos hoy en día. Surgirá aquí la palabra libertario.
La revolución industrial prendió como la pólvora y los países occidentales se industrializaron a saco. Aquí empieza, también, la crisis climática que tenemos encima. Algunos hijos de la burguesía invirtieron en maquinaria y se convirtieron en capitalistas. Se empezó a fabricar en serie y, gracias al ferrocarril, se expandió el mercado a una velocidad de vértigo. Pero todas estas máquinas necesitaban mano de obra y quién extrajera el carbón de las minas. Trabajaban de sol a sol y por dos centavos. Ahora, al terrateniente que explotaba al campesinado se le sumó el capitalista que explotaba a los trabajadores.
Fue entonces que el francés Saint-Simon le dio una vueltita más a lo que habían escrito sus antecesores ilustrados y tuvo la idea loca de que a la clase trabajadora había que reconocerle sus derechos y necesidades. ¿Cómo lograrlo? Aquí nacen las ideas de izquierda y, con ellas, el anarquismo.
Por entonces las bondades del liberalismo eran un privilegio exclusivo de las élites que, además, tenían el poder político. Saint-Simon y los suyos defendían que había que cambiar la función del Estado: de ser el brazo armado del poder económico para reprimir los reclamos obreros, tenía que pasar a garantizar el reparto justo de recursos y beneficios.
A mediados del XIX apareció otro franchute, Pierre Joseph Proudhon, que fue un poco más allá: se le ocurre que la mejor manera de descentralizar el poder político es atomizando el Estado en un federalismo que garantice la participación ciudadana. Fue el padre del anarquismo.
Ley de vida: El viejo Proudhon se les quedó blandengue a las nuevas generaciones. Y fue otro anarquista francés, Joseph Déjacque, el que se definió a sí mismo como libertario en contraposición a Proudhon al que tachaba de liberal. Y la palabrita prosperó en aquel ecosistema cultural convulso donde muchos intentaban pensar nuevas formas de organización social más justa. Pero los Estados, títeres de las élites económicas, reprimieron con todo a los movimientos obreros que surgieron gracias a estas ideas. Lejos de desaparecer, la palabra libertario se impuso.
La prohibición de los periódicos anarquistas en la Francia de finales del siglo XIX impulsó el uso de la palabra libertario entre la prensa ácrata como forma de evadir la censura. Surgieron periódicos, revistas, libros y ateneos que llevaban la palabrita en cuestión como sinónimo de anarquista.
La palabra se extendió al resto de Europa. Y con la inmigración masiva de obreros europeos al nuevo mundo, las ideas anarquistas y la palabra libertario llegaron a Sudamérica. A principios del siglo XX, los sindicatos anarquistas eran los que contaban con más afiliados y los que más guerra daban al establishment. Fueron, también, los más combatidos por las fuerzas de represión del Estado.
Mientras tanto, en el mundo anglosajón, libertario aparecía ya asociado a otra esfera diametralmente opuesta: la religiosa. Veámoslo.
En la Gran Bretaña de finales del siglo XIX, en el marco del debate filosófico dentro del protestantismo, se puso de moda la palabra libertario entre aquellos que defendían el libre albedrío otorgado por Dios a sus hijos en contraposición a aquellos que defendían que las acciones humanas estaban determinadas por la voluntad divina. De ahí que el diccionario inglés hable de libre albedrío y no de libertad.
Por aquel entonces, el británico Herbert Spencer había pillado el darwinismo y, sacándolo de contexto, lo llevó al campo económico y social apuntando al Estado como el culpable de contener la potencialidad individual a la hora de comerciar y prosperar. Apareció, también, la Escuela Austríaca, tan fans del libre mercado como del individualismo. Sin embargo, para más confusión, la mismísima palabra liberal estaba por cobrar un sentido específico al otro lado del charco.
Ya en el siglo XX y en Estado Unidos, el presidente Roosvelt implementó el 'New Deal' para sacar a su país de la Gran Depresión. Ahora el Estado tutelaba las relaciones laborales y se ponía al frente de la producción creando puestos de trabajo y garantizando condiciones dignas para los trabajadores que, al tener más tiempo y dinero, se convertían en consumidores que, a su vez, elevaban la demanda interna impulsando la producción. Idea que también había tenido el británico John Mainard Keynes. Roosvelt empezó a utilizar la palabra liberal para identificar al partido Demócrata, quedando fijada como sinónimo de las políticas progresistas que puso en práctica para sacar a su país de la crisis.
La aparición de esta nueva función del Estado como tutelador de la economía y mediador entre clases logró dos cosas: enfadar a las élites que perdían beneficios en favor del proletariado y, a la vez, reducir la combatividad de los movimientos obreros alejándolos de la tentación de una revolución social. Una tentación muy real: hacía poco más de una década que había triunfado la revolución en Rusia.
Por otro lado, el movimiento anarquista estaba por tener un revés importante a nivel mundial. ¿Qué pasó?
Pasó la Guerra Civil Española, que dejó una amarga enseñanza en el movimiento ácrata: incluso con la solidaridad del proletariado internacional, el fascismo y su poderosa maquinaria de represión resultaron invencibles. Los que no murieron en el frente terminaron en campos de concentración nazis o represaliados por Mussolini y Franco. Lo mismo pasó en América latina y otro tanto pasó en la Unión Soviética de Stalin.
En Estados Unidos, al elevar el nivel de vida de los obreros, pocos querían jugarse la vida por una utopía pudiendo comprarse un coche y una lavadora a plazos. Lo mismo pasó en Argentina cuando el primer gobierno de Perón implementó las ideas keynesianas elevando el nivel de vida de la masa trabajadora.
Llegada la década de los 60, la Revolución Cubana despertó, una vez más, la idea de la revolución. Pero ahora el anarquismo era muy minoritario y lo que la petaba era la idea del Estado como el único capaz de articular un cambio sistémico.
En los 70, la economía mundial entró en crisis y las derechas liberales darían un nuevo salto. Se viene el neoliberalismo.
Tras una inédita redistribución de la riqueza en favor de los trabajadores gracias al Estado de Bienestar, la economía empezó a hacer aguas por diferentes factores. En la Universidad de Chicago surgió una nueva corriente económica influenciada por Spencer y la escuela Austríaca. Los de Chicago, contrarios a Keynes, predicaban una liberalización a tope del mercado: el neoliberalismo que propagarán Thatcher y Reagan.
Pero las potencias industriales necesitaban de materias primas tiradas de precio. Imponer esta nueva receta en los países latinoamericanos tenía un escollo difícil de superar: los nuevos movimientos revolucionarios nacidos al sol de la revolución cubana. Los golpes de Estado en América Latina fueron instrumentados por Estados Unidos. La represión continental del llamado Plan Cóndor, responsable del genocidio perpetrado por Pinochet, Videla y demás golpistas, acabaron con la posible resistencia al nuevo modelo neoliberal.
Poco después, la Unión Soviética terminó por desmoronarse y con la caída del muro de Berlín desapareció el fantasma del comunismo.
Los de Chicago aplaudían con las orejas.
Sin la amenaza del monstruo soviético, ¿para qué seguir perdiendo dinero en favor de las mayorías sociales? Ya no es el fantasma de la revolución lo que se interpone entre ellos y su ambición, ahora es el Estado de Bienestar.
La derecha se ha quedado con la libertad de mercado del liberalismo despreciando las demás libertades y asociando la palabra libertad sólo a la primera. Suelen obviar que el mismísimo Adam Smith ponía un límite a la mano invisible del mercado: que estuvieran en riesgo los recursos planetarios.
Con una clase trabajadora identificada como clase media y donde la figura del trabajador es reemplazada por la del consumidor, la derecha sacó a relucir sin resistencia la palabra libertario como etiqueta de la idea de abolir el Estado como límite a la expansión capitalista. Logra así disfrazar su conservadurismo reaccionario de rebeldía revolucionaria. Es la misma perversión de Donald Trump llamándose anti establishment siendo él un empresario millonario del establishment.
Toda una perversión que está importando la ultraderecha internacional.
Guillermo Fernández Vázquez, en su libro Qué hacer con la extrema derecha en Europa: el caso del Frente Nacional (Madrid, Lengua de Trapo, 2019), llama a este saqueo de palabras por parte de la ultraderecha ‘OPA semántica’, gracias a la cual Marine Le Pen logró distanciarse del liderazgo de su padre y ampliar las bases y los votos de su partido utilizando términos como ‘mujer’, ‘trabajadores’ o ‘pueblo’ que son propias del progresismo.
No es casual que Javier Milei niegue a los desaparecidos de la dictadura argentina y reivindique la figura de Carlos Menem: la primera fue la encargada de barrer con la resistencia a la implantación del neoliberalismo en Sudamérica y el segundo fue el encargado de implementar la agenda neoliberal de privatizaciones de los servicios públicos y entrega de los recursos del país a las multinacionales.
Tal vez sería bueno no comprar el marco semántico de esta ultraderecha reaccionaria disfrazada de nueva y alternativa y seguir reivindicando la palabra libertario como parte de la tradición obrera, en memoria quienes se dejaron la vida literalmente para que nosotros tengamos hoy los derechos que esta misma ultraderecha nos quiere arrebatar demoliendo el único dique que tenemos para contener su depredación: el Estado de Bienestar.
Y más en tiempos en que la supervivencia de nuestra especie en el planeta exige un cambio drástico del paradigma de producción y consumo y una redistribución de los recursos que acabe con la desigualdad. O, lo que es lo mismo, acabar con el neoliberalismo y su afán depredatorio que defienden aquellos que hoy se disfrazan de alternativa novedosa bajo la palabra libertario.