También Muzikalia ha aportado su análisis sobre la eterna crisis de la prensa cultural retomando el cada vez más irreversible jaque mate que supone, por un lado, la hiperabundancia de novedades y, por otro, la precariedad sistémica de las webs de información musical. Sin embargo, comentarios como el del sello estadounidense de hardcore Triple B cuestionando la labor de Pitchfork apuntan justo en la dirección contraria: “Pitchfork solo ha reseñado dos de las ya 202 referencias publicadas en los últimos 18 años”. Su denuncia retoma, con más agresividad, el contrapunto de recientes debates planteados en España sobre la dificultad de las agencias de comunicación para encontrar huecos en los medios donde colocar a sus artistas y discográficas. Primera encrucijada.
Cuando artistas y discográficas lamentan hoy que ningún otro medio podría hoy tomar el relevo de Pitchfork hay que recordar que precisamente este influyente medio fue crucial para la desaparición de cientos de blogs y decenas de revistas impresas. De un día para otro, leer sobre música costaba tanto dinero como escuchar esa música (nada) y las publicaciones que cobraban a sus lectores empezaron a tambalearse. Luego caerían muchos de los medios digitales que no pudieron crecer tanto como Pitchfork. Y, claro, ahora que cae Pitchfork, resulta que no existen medios capaces de tomar el testigo. Normal: esa fue la dinámica impuesta.
La periodista inglesa Laura Snapes contaba días atrás en The Guardian cómo en 2011 fue invitada a incorporarse en las filas de Pitchfork mientras aún escribía para NME. El semanario británico, ya en plena cuesta abajo, se negó, pero Pitchfork insistió y finalmente Snapes pasó a ser la primera firma británica del portal yanqui. Algo parecido sucedió en España cuando en los años 90 la revista trimestral Factory, filial de Rockdelux, fichó a los redactores de los fanzines más destacados de su generación y poco después esos fanzines desaparecieron. Intencionadamente o no, construir un medio de referencia pasa por absorber el capital humano de otros medios menos ambiciosos o en declive.
El periodismo digital solo podía consolidarse aplastando al mayor número de cabeceras de los quioscos y Pitchfork ha sido un ángel exterminador. Hoy ya hay quienes, con un optimismo delirante, celebran que al menos tenemos una galaxia de podcasts en expansión. No quieren comprender que el futuro de este otro formato comunicativo vive también a expensas de futuras maniobras empresariales de los grandes oligopolios. Un buen día los motores de búsqueda en internet empezaron a penalizar la información musical. Un buen día Spotify puede perder el interés en los podcasts. Cada vez que un modelo de transmisión de información es sustituido por otro más barato de producir y difícil de monetizar, se pulverizan un poco más los vínculos que antaño unían a los creadores de esa información de los receptores que la disfrutaban. Segunda encrucijada.
Hay algo de enshittification en todo este asunto; o de enmierdamiento, como cabría traducir el concepto acuñado por Cory Doctorow. El periodista canadiense se refiere con ese término al proceso de putrefacción de plataformas online que ofrecen un servicio aparentemente ventajoso, pero que poco a poco pasará a funcionar solo gracias a unos ingresos económicos que irán devaluando la experiencia del usuario. La principal diferencia es que en este caso los ingresos nunca crecen ni se consolidan, condenando al periodismo musical a la cuerda floja.
Aquí seguimos encallados en la discusión sobre quién debería pagar por el trabajo que conlleva producir tanta información: ¿la industria musical (sellos, agencias de management, artistas…) o los lectores? Vale la pena recordar aquella anécdota de 2004 cuando el agente de Panda Bear comunicó al promotor de su inminente gira española que iba a doblar el caché de su cliente con el argumento de que el emergente portal Pitchfork había otorgado un 8.5 a su disco de debut. La propia industria sigue siendo, dos décadas después, la principal afectada por la caída de un portal musical. Pero poco o nada se podía hacer. Un tuit del músico y analista de la industria musical Damon Krukowski resumía la tercera encrucijada: “Las grabaciones han sido devaluadas y totalmente desmonetizadas. No puedes crear una revista próspera en la cima de eso. Ni un circuito de salas sano. Ni sellos exitosos”. El castillo de naipes se derrumbó hace años.
El siempre lúcido periodista estadounidense Ted Gioia, desde la cuenta en la que sus seguidores pueden pagar por leer sus reflexiones, abría más el análisis y contextualizaba el descalabro de Pitchfork con una ola de despidos en todos los sectores de la música: desde Spotify hasta Universal, pasando por YouTube, Soundcloud y Tidal. Los despidos y el aumento de precios para la gente que está dispuesta a pagar por escuchar música (ya sea en formato vinilo, en plataformas de streaming… o en conciertos y festivales; aunque ese ya es otro tema), parecen las únicas vías para mantener a flote un negocio que muestra claros signos de colapso y cuyo colapso, cómo no, acaba por contagiar al periodismo.
En la presente década se está creando más música nueva que nunca; generando, habrá que aprender a decir, viendo el previsible crecimiento de la música producida mediante inteligencia artificial. Sin embargo, los indicadores de plataformas como Spotify advierten que el consumo de novedades se ha estancado. En los reportes de la empresa de análisis de datos Luminate Data hay una gráfica cada año más inquietante: la del descenso del consumo de música nueva. Luminate considera novedad toda canción publicada en el último año y medio y su informe de 2023 estima que en Estados Unidos un 72,6% de streamings reproducen grabaciones de catálogo; solo el 27,4% son novedades. La imparable acumulación de novedades discográficas no juega en contra de la vieja música, sino a favor. Cada semestre arranca unas décimas de relevancia a la música más actual: en el segundo semestre de 2023, un 0,4%.
Esta es la verdadera espada de Damocles que tienen sobre su cabeza los medios centrados en el análisis de la actualidad musical. Si las cifras muestran cada vez menos interés del público por la música de última generación (o si el algoritmo trabaja a favor de los viejos catálogos; quién sabe), ¿cómo va a crecer el interés en informarse sobre ella? Al periodismo musical centrado en el análisis de novedades discográficas le está desapareciendo poco a poco el suelo que pisa. Esta cuarta encrucijada quizás sea la más inquietante. La crítica musical no solo vive desbordada de novedades; también empieza a comprender que su labor interesa cada vez a menos gente. Lo más significativo de la carta de la periodista Ann Powers como portavoz del canal público estadounidense NPR fue que se dirigió a sus lectores con la expresión music nerds; empollones musicales. Pareciera que, tras dos décadas de prescripción musical gratuita digital y en supuesta expansión, el periodismo no hubiese logrado trascender el nicho en el que operaba cuando ese servicio era de pago y en papel. La ecuación sería: tanto la música como la crítica han sido más accesibles que nunca, pero eso no ha significado que el perfil de consumidores de una y otra se haya diversificado.
Pero sigue en el aire la pregunta clave para comprender por qué todo el edificio se está viniendo abajo: ¿por qué en un momento en el que tenemos un acceso tan fácil a la música cada vez interesan menos las novedades? Teoría: la tecnología ha alterado por completo y de forma prácticamente irreversible nuestra relación con la música. La digitalización del sonido no trajo solo un cambio de formato: del vinilo al cedé, del cedé a la descarga, de la descarga al streaming... Cada uno de esos cambios de formato ha acelerado la automatización de la escucha hasta el momento actual en el que podemos pasar una mañana entera escuchando música sin tomar ninguna decisión y sin saber qué escuchamos.
La escucha activa que implica seleccionar una música y realizar un movimiento físico para activarla es hoy un hábito minoritario, de personas para las que escuchar música es una actividad en sí misma, un tiempo en el que no podremos simultanear esa escucha con otras actividades. Sin embargo, la automatización de la música que hemos asimilado en las últimas décadas la ha convertido a menudo en un sonido de fondo, en eso que escuchamos mientras realizamos otras tareas; algunas que incluso reclaman nuestra atención tanto o más que la música.
Todas las industrias tienden a la automatización y, en ese sentido, la musical no podía ser una excepción. Se han automatizado infinitos procesos: desde la grabación hasta la distribución, pasando por la producción, la copia y hasta la promoción. Pero más determinante aún ha sido la automatización de la escucha. La importancia de la crítica musical ha decaído porque nuestra forma de consumir la música ha cambiado por completo. La escucha pasiva se está imponiendo a la activa y eso tiene múltiples consecuencias. La más importante para entender por qué el papel de la crítica seguirá cayendo en picado, es que cuando ubicamos la música en ese plano secundario para que nos acompañe mientras desempeñamos otras tareas, no sirve cualquier música. Necesitamos música fácilmente reconocible, que no nos obligue a aparcar lo que estamos haciendo, música que no reclame toda nuestra atención, que no nos ponga constantemente alerta, música de la que podamos desconectar y volver a conectar en un rato.
Una vez asumido ese rol secundario, las músicas más desafiantes y exigentes tendrán todas las de perder. Incluso las novedades, puesto que si queremos escuchar algo nuevo (nuevo porque se acaba de publicar o porque promete sonar verdaderamente diferente) deberemos dejarlo todo y concentrarnos. Las músicas nuevas o novedosas son para momentos de escucha activa y premeditada. Esos momentos sí forman parte del oficio de muchos críticos y músicos y son un placer para aún más melómanos, pero un gran porcentaje del público que se incorpora como oyente emplea mecanismos más automatizados y pasivos. Y esa quinta encrucijada es la definitiva porque revertir esta situación pasaría por desandar todo el camino que nos ha llevado hasta el momento actual.
Las playlists temáticas, las recomendaciones basadas en los gustos monitorizados del oyente (o en los intereses de la discográfica que pague más), la generación de repertorios automáticos mediante algoritmos… Todo esto se inventó para facilitar al máximo (y guiar al máximo) la escucha. Todo ello ha ido laminando la necesidad de intermediarios entre obra y oyente. La crítica musical es solo uno de esos intermediarios en la cuerda floja. Cuando aparecieron las plataformas de streaming, los más entusiastas lanzaron aquel símil del agua potable: pagarás una cuota (o ni eso), abrirás el grifo y tendrás millones de canciones. Pero, claro, en una sociedad con suministro de agua potable en todas las casas, ¿tiene futuro un negocio basado en reseñar botellas de agua mineral?