Alcázar, nacido en 1987, pretende con el libro “desmentir el mito de los noventa”, una década envuelta actualmente en nostalgia: “Hay nostálgicos que dicen que en los noventa la gente era transgresora e irreverente y prefieren volver ahí”. “He pensado que la verdadera irreverencia, lo salvaje y lo transgresor siempre ha estado en la literatura y no en ninguna década”, añade el autor, que confiesa que escribió el libro de una sentada, en tres días, y así le salió esta “antología ficticia” o “juego literario” que en definitiva es “un homenaje a la literatura, aunque sea desde la irreverencia”. El autor agradece a "los periodistas y a la comunidad tuitera que han seguido el juego con elegancia, inteligencia y humor".
El texto, esta novela rara y fragmentaria, tiene diferentes personajes, que son los distintos críticos que repiten reseñas, cada uno con su personalidad propia. Está el gallego Xoel Ferreiro, que todo le es ajeno porque nació en Lugo. Está el manchego Germán Collazos, que disfruta dando consejos para la carrera futura de los autores. Está Lino Valverde de Información 16, que acaba siempre metiendo la pata, con los libros o con la vida, y sufre las censuras del “hijo de guerra del redactor jefe”. O está Noel Carrascosa, que se pone experimental y convierte la reseña de un libro sobre Los Planetas en un remix de las letras del propio grupo y se permite la licencia de mencionar a otros personajes del libro como el propio Lino Valverde.
“Mi libro es un ejercicio de estilo en el que se ven reflejadas nuestras miserias como lectores. Una ficción que sirve como espejo de lo que el lector piensa sobre la literatura y sobre el siglo XX”, indica el autor. Seguidor de la senda marcada por Jorge Luis Borges e Italo Calvino, Alcázar señala la inspiración que para él ha supuesto una frase del autor de El Aleph “que decía: en vez de escribir libros, piensa que el libro ya existe y cuéntalo. O sea, invéntate un libro y cuéntalo en vez de escribir un libro nuevo”.
El libro se puede leer de muchas maneras. En una de ellas, el lector encuentra una sátira a la crítica literaria —no a los libros o sus autores, que no salen mal parados— resaltando un peligro habitual: la pedantería. Por otro lado, resalta el retorcer “la obsesión” actual por los noventa. Pero en una capa más profunda, la obra habla sobre la relación entre la vida y la literatura. “Estamos tratando obras maestras o autores muy importantes, pero estos críticos están diciendo barbaridades de sus vidas”, señala Alcázar. Y así, Carlos de Larrocha prefiere sus “alegres amoríos” y sus “aceitunas acompañadas de un gin-tonic” antes que leer sobre el nazismo o “los traumas” de la Segunda Guerra Mundial; o en lugar de leer El Dios de las pequeñas cosas (1997) De Larrocha prefiere mirar el ejemplar sin abrir en la mesa del salón y ponerse a reflexionar sobre las cosas que Dios le ha dado: “Esta columna en el periódico, este ático en el centro de Madrid, dos mujeres que se entienden perfectamente entre ellas, los porritos de marihuana que me fumo antes de dormir”.
El libro resalta “la contraposición entre lo magníficos que somos cuando hacemos nuestro trabajo o cuando leemos, y luego lo míseros que somos a veces como personas” explica Miguel Alcázar, y en ese momento se acuerda de los personajes de Woody Allen: “La pomposidad de los intelectuales de sus películas, tan ridículos, con tantas fallas como personas, siempre me ha hecho mucha gracia”.
El autor, que hoy vive en Glasgow, nació en Albacete, y no puede evitar inscribir su genealogía ahí. “Es un lugar muy relevante en cuanto a humor. En La Mancha tenemos a Almodóvar y en concreto en Albacete a José Luis Cuerda, con todas esas bromas literarias sobre Faulkner en Amanece que no es poco. O el humor chanante de los Muchachada Nui, a los que admiro muchísimo. En Albacete tenemos un humor muy absurdo, no sé por qué, que los Chanantes o Cuerda han exportado al mundo y que yo creo que está muy presente en mi libro”, indica. Por eso, quizá, Cristóbal Dessau en Cuadernos de la Crítica reseña El grito silencioso (1967) de Kenzaburō Ōe y propone, de manera desternillante, que “las masas aborregadas de los estadios de fútbol” sustituyan el “a por ellos, oé” por un “Ken-za-bu-rō, Ōe / Ken-za-bu-rō, Ōe / Ken-za-bu-rō, Ōe / Ken-za-bu-rō, e, Ōe”.
“El humor absurdo es muy existencial. Es muy trascendente y a la vez muy tonto. Hace preguntas importantes de la vida”, dice Miguel Alcázar y coge un ejemplar del libro para buscar algunas de las críticas sorprendentes, como la de una guía farmacológica publicada por el Ministerio de Sanidad, un texto en blanco para reseñar Tiempo de silencio o un supuesto error del maquetador que dejó el texto falso “lorem ipsum” en lugar de la crítica de la primera novela de Belén Gopegui.
La falsa crítica más reveladora de este artefacto aparece casi al final, en la página 254, cuando las iniciales M. A. (correspondientes al propio Miguel Alcázar) reseña una novela de, precisamente, un autor al que le gusta jugar con realidad y literatura, Javier Cercas. Ahí mismo confiesa que “inventarse casi trescientas reseñas del pasado no es fácil” y se defiende a sí mismo como autor: “Que [no se piensen que], como dicen, todo el monte es orégano; que mi proceso de escritura es un simple bucear detrás del chiste, de la ocurrencia, del ja, ja, ja”.
El libro funciona como un espejo deformante ante el lector de hoy. Su registro paródico acaba proporcionando más información sobre 2024 que sobre esa década del fin del siglo pasado que el autor confiesa que ni sabe tanto de ella ni le interesa demasiado. ”Me parece que la literatura actual es un poco aburrida, por su falta de experimentación y de originalidad”, dice Alcázar. “Ahora tenemos novelas de diferentes tipos de personajes y diferentes tipos de sentimientos, pero son novelas que no van a perdurar porque son muy convencionales. Como filólogo sé que, al final, solo perdura la gente que se la juega un poco en hacer cosas novedosas y transgredir”.
La literatura de hoy está dominada, dice el autor, por la autoficción y “se valora poco la ficción”. “Me da pena porque creo que la ficción puede ser el mejor vehículo para hablar de nosotros, de nuestra realidad, no solo de lo real. Y creo que las redes sociales nos están rompiendo un poco nuestro gusto por la ficción. Incluso la ficción más que más vende o que se hace famosa, es autoficción. Va de ellos mismos”, añade.
De hecho, el autor enlaza la ruptura de su primer contrato para publicar este libro, firmado con un gran grupo editorial, por esa obsesión con la veracidad. Con el adelanto a punto de entrar en la cuenta bancaria del autor, la editorial le pidió que sustituyera las reseñas ficticias por otras reales, como si hubiese sido cierto que hace 30 años la prensa literaria se concediera estos excesos. “Dije que nanai”, señala el autor.
“Creo que esto sucedió también por la obsesión actual que tenemos con la realidad y por la obsesión por reescribir el pasado. Esto constata lo obcecados que estamos en ello: si algo no encaja con nuestra idea, lo forzamos y lo retorcemos para que encaje hasta el punto de que compran una obra y quieren que sea una obra completamente diferente”, dice Alcázar.