El caso Road House, donde la acción se despliega con abierto artificio en pantalla, contrasta con lo que ocurre en la saga Misión imposible —Tom Cruise presumiendo de jugarse la vida para sus escenas de riesgo— y en particular con la promoción de Monkey Man. El debut a la dirección de Dev Patel viene marcado por un desarrollo muy difícil, con el coronavirus afectando a los planes de rodaje y Netflix negándose a última hora a hacerse cargo de la película —tuvo que rescatarla Monkeypaw Productions, el sello de Jordan Peele—, pero sobre todo por la entrega de Patel. Además de director y guionista es el actor principal, y al rodar sus escenas de acción se rompió la muñeca para poco después coger una infección en el ojo entre otras desgracias que erigen a Monkey Man como un esfuerzo heroico y kamikaze.
Road House y Monkey Man se oponen entre sí por su relación con el realismo, aunque esta sea una variable confusa de rastrear en la historia del cine de acción. John Tones, crítico especializado en el género, recuerda que “en el cine mudo ya había una gramática donde se hacía hincapié en el realismo por encima de otros valores”. “Las secuencias eran planificadas para que pensaras que Buster Keaton y Harold Lloyd eran quienes hacían sus escenas de riesgo sin trucajes, aunque por supuesto los había (en materia de juegos con la perspectiva, por ejemplo)”. Y algo similar ocurrió después con el cine de acción procedente de Hong Kong: “Figuras como Jackie Chan se convirtieron en estrellas por esto”, añade.
Aun así Road House ha debido pulsar alguna tecla incómoda, enfrentándose a un momento cultural donde la apariencia de realismo cotiza al alza. La responsable de esto bien puede ser una película que Monkey Man cita abiertamente, y que incluso ha sido utilizada durante su promoción con el eslogan “John Wick en Bombay”.
John Wick, en efecto, tendría la culpa de todo. La película donde un Keanu Reeves impecablemente trajeado emprendía una venganza eterna se estrenó hace ya diez años, y su huella en el cine de acción producido en Hollywood es inagotable. Sus peleas exquisitamente coreografiadas, encuadradas por tiros de cámara amplios y diáfanos, transmitían una intensidad muy novedosa, y acaso relacionada con la ilusión de transparencia: lo que veías debía ser lo que había, esos planos tan extensos no podían haber sido falseados. Claro está, lo de John Wick no era exactamente una revolución.
De cara a rastrear cómo surgió el fenómeno John Wick es habitual recurrir a Redada asesina (The Raid), estrenada en 2011. Este film producido en Indonesia tuvo un origen atípico: surgió del interés de Gareth Evans, un director galés, por realizar un documental centrado en artistas marciales nacionales. Gente como Iko Uwais o Yayan Ruhian coreografiaron las mismas peleas que seguidamente protagonizarían como actores, registradas por una cámara fiel y fascinada por sus proezas: el minimalismo del argumento, así como el de la puesta en escena, estaba al servicio del lucimiento de estos artistas. Aún así, Tones recomienda prudencia con respecto a lo influyente que pueda haber sido: “Ahora todo el mundo conoce Redada asesina, pero fue una película que se estrenó de tapadillo y con mucho retraso”.
Lo vital fue que “influyó a los profesionales: especialistas y coreógrafos que vieron lo que se podía hacer”, y esto nos lleva de vuelta a John Wick. “El éxito internacional de John Wick ha venido acompañado de una reivindicación de la profesión de los especialistas y de los trabajos técnicos y artesanos: por eso ha sentado tan mal Road House”, afirma Tones. La figura del especialista es central en John Wick hasta el punto de que la película fuera dirigida por dos veteranos dobles de acción: Chad Stahelski y David Leitch. Ambos han prosperado en Hollywood desde entonces. Stahelski (originalmente doble del mismo Reeves en la saga Matrix) ha dirigido el resto de entregas de John Wick, mientras que Leitch ha encadenado otros proyectos pirotécnicos con bastante éxito en taquilla, de Fast & Furious a Bullet Train.
Sin ir más lejos su próxima película, El especialista con Ryan Gosling (estreno este 26 de abril), ha sido descrita como un homenaje a la profesión. Luego, al margen de los films que Leitch y Stahelski hayan dirigido, está el hecho de que la productora que montaron a finales de los 90, 87eleven, se ha encargado de seguir fortaleciendo su impronta. Películas como Nadie son publicitadas como “de los creadores de John Wick”, mientras títulos abocados al streaming como Tyler Rake o La princesa son igualmente alumnos de esta escuela. Aun sin ser siempre garantía de excelencia ha resultado ser un revulsivo saludable en una década, como recuerda Tones, donde el blockbuster de acción ha estado liderado por Marvel Studios.
Aun con un par de excepciones ubicadas entre 2014 y 2016 —cuando más fresco estaba el impacto de John Wick y las películas del Capitán América mostraban repentinamente cierto criterio con los mamporros—, Tones sostiene que “lo que menos le interesa a Marvel es la acción, paradójicamente en un género cuya esencia es ver a gente muy poderosa pegándose”. “Es una cuestión de edición, de ritmo, de ángulos”, añade, en referencia a un aparato audiovisual demasiado rígido, que dependería en extremo del montaje y del CGI. Son las herramientas de Road House, por otra parte, si bien Tones no considera que sean justos los reproches en este caso: lo que importa no es qué utilizas, sino cómo.
“El CGI de Road House no se utiliza para ver cosas imposibles, sino para inyectarle más intensidad a los combates realistas que hemos visto antes”. Básicamente, lo que Doug Liman ha hecho es colocar a sus intérpretes golpeando almohadillas para, en posproducción, sustituirlas por otros intérpretes que aparentarían recibir puñetazos devastadores. Una técnica sencilla que, por otra parte, no ha inventado Road House: nuevamente hay que mirar al cine oriental, a películas como la hongkonesa Raging Fire con Donnie Yen. Porque al final esa siempre ha sido la estrategia de Hollywood de cara a hacer avanzar los golpes de su cine de acción: observar con atención lo que ocurría en las cinematografías asiáticas. Y desde luego es lo que ha hecho Dev Patel con Monkey Man.
Lo primero que sorprende de Monkey Man es lo engañoso de su claim: se parece más bien poco a John Wick. En efecto el personaje de Patel viste traje, busca venganza (aquí por la muerte de su madre) y protagoniza tomas sostenidas donde mata con un amplio abanico de recursos, pero dichas tomas escasean dentro de un montaje fragmentado e impresionista, al compás de la furia vengadora. El tono de Monkey Man poco tiene que ver, en ese sentido, con la contención y sobriedad de las películas de John Wick: hay un desgarro emocional que el protagonista representa ruidosamente, lleno de gritos de dolor, de lamentos por las injusticias que ha de sufrir. El mismo Patel ha reconocido que su principal referencia para tal dramatismo se halla en thrillers surcoreanos como Old Boy o Encontré al diablo.
John Wick ha terminado por erigirse en patrón oro del actual cine de acción con su batidora de referentes orientales, y claro que pervive en Monkey Man desde varios ángulos (la afloración de sangre y mutilaciones es otro elemento distintivo), pero el protagonista de Slumdog Millionaire ha sido algo más ambicioso en el diseño de la propuesta. Porque, ante todo, Monkey Man es un homenaje a la cultura hindú: una religión que Patel profesa como inmigrante indio de Londres, y que ha enhebrado un vínculo explícito de su personaje con Hanuman: héroe de esa epopeya, Ramayana, tan clave en el imaginario del hinduismo.
Patel no ha mencionado el cine de acción indio como tal entre las inspiraciones de Monkey Man, aunque también encajaría: si bien sus peleas carecen de las abundantes cámaras lentas y las físicas descabelladas que mucha gente descubrió con el éxito de RRR —como Road House, el blockbuster indio no le hace ascos al CGI—, no dejamos de reencontrarnos con un espectáculo histérico y apasionado, de colores vivos y ardientes. También con cierta irresponsabilidad política que eventualmente lastra la película de Patel, aunque el historial de la producción insinúe lo contrario: al parecer el motivo de Netflix para desechar Monkey Man fue la incomodidad que sentía por su retrato de la sociedad india.
La venganza de Monkey Man apunta a una clase política corrupta que extermina a los pobres en pos de sus planes de industrialización —tal fue el destino de la madre de la protagonista, y tal es el impulso para que el personaje de Patel acabe liderando una pequeña revuelta—, mientras que como nombres propios identifica a un tal Partido Soberanista y, más tímidamente, a un sector musulmán de la población india que sufre persecución. Monkey Man llega a mostrar imágenes reales de disturbios en India contra el gobierno de Narendra Modi —a punto de ser reelegido este año—, y erige un febril artefacto populista no muy diferente a, por ejemplo, lo que supuso el año pasado un blockbuster indio tan exitoso como Jawan.
El problema de Monkey Man es que, a la hora de asimilar un caudal tan heterogéneo de referencias, no repara en la contradicción de que sea el hinduismo el motor ideológico de la revuelta del protagonista. Fuera de los muros de la película y de sus vaguísimas referencias al sistema de castas, la actual política de Modi pasa por marginar a los indios que profesen el Islam, según un creado nacionalista y opresor llamado Hindutva. Que Monkey Man se presente como Hanuman —como un paladín puramente hindú— contra un opresor tan ambiguo a la vez que identificado caprichosamente con figuras políticas reales, bien puede ejemplificar lo delicado de recoger todo tipo de influencias sin abrazarlas del todo.
Supone, en resumen, el matiz necesariamente problemático —más allá de los trucajes, o de que la toma sostenida pueda llegar a convertirse en un fetiche perezoso— dentro del actual caos de influencias asiáticas que presenta el cine de acción producido por manos anglosajonas (y excoloniales). Las expresiones más afortunadas y estimulantes, por otro lado, están a plena vista, y parece que tenemos muchos años por delante de seguir disfrutándolas.