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De bares con la lengua
Es más: para dotar de cierto empaque a la vez que exotismo al establecimiento, suele usarse en sus rótulos la forma pintxos (así, remedando el euskera). Son muy suculentas estas invasiones. Y si extendiéramos la moderna geografía lingüística a un espacio global, habría que ver cómo y en qué proporción penetran fuera de España los bares de tapas y los bares de pinchos. Está claro que todavía queda mucho por hacer en la esfera de lo que según algunos está ya decrépito, vetusto o demodé. Variopintas son también las explicaciones de la razón de una y otra denominación, si bien parece ser la presentación la de mayor predicamento: tapa porque antaño el plato servía para tapar el vaso, a fin de que no se ensuciara el preciado líquido; y pincho por estar el manjar pinchado al pan con un palillo. Pero tapas se ven que vienen pinchadas y pinchos sin mondadientes. Acaso nos encontramos con una más de las sinonimias surgidas por desconocimiento de las diferencias referenciales.

Lo que afortunadamente sí han desaparecido son costumbres como la de llamar al camarero con una palmada, perder herencias apostando a las cartas o arrojar al suelo servilletas de papel, peladuras de gambas y demás inmundicias. Vamos, que hasta los bares tratan de convertirse en lugares reputados y pretenden no ser antros o garitos. Tampoco se ven ya los retretes forzosamente unisex donde damas y caballeros debían desarrollar auténticas dotes de equilibrista, colocando los pies en la posición adecuada y haciendo sus necesidades en un agujero, si no querían mancharse. Los guiris y otros especímenes más autóctonos disfrutan viendo lo que se debe no en papel sino en el cinc de una barra como las de antaño.

Denominaciones como cantina, mesón o taberna parecen haber quedado relegadas a locales con solera o que pretenden tenerla. Y no digamos el personal correspondiente: cantineros, mesoneros o taberneros. Pasa lo mismo con tasca, de connotación macarra. La Academia en su diccionario define el coloquialismo tasquera como “pendencia, riña o contienda” y remite a taberna en una segunda acepción, propia de la germanía. Pero como en tantas cosas nos especializamos, y ahora se suceden los lugares para desayunar o tomar algo por la tarde (que ya son cafeterías y no cafés); hacer eso tan poco castizo que es el brunch (bruncherías); almorzar o comer (según el lugar del suelo hispano en que vivamos) y cenar (de nombres muy variados, según la experiencia gastronómica), hasta finalmente ir con los colegas a lo que viene siendo universalmente conocido como pub.

Hay muchas más designaciones, morfológicamente muy productivas. En ellas quiero detenerme. Antes se escuchaban formaciones despectivas de venta como ventorro y ventorrillo. Todavía pueden oírse bareto o tabernucho. Cafetín está impregnado de cierto regusto orientalizante. El mismo pinchito es una lexicalización de pincho. Y sin salir de la derivación apreciativa, resulta interesante la formación chiringuito. Este diminutivo del americanismo chiringo no solo ha venido a reemplazar su forma de llamarlos tradicional (como chambao, merendero o tinglao), sino también a ampliar su uso para aludir a otros espacios que de institucionales pasan a ser domésticos, de dominio particular: chiringuito autonómico, financiero, universitario… Con su definición la Academia no hace honor al sustantivo ni a esta posibilidad de extensión de su significado (“quiosco o puesto de bebidas al aire libre”), porque en la actualidad todo el mundo huele su aire impregnado de sal marina y del guiso de los arroces o las sardinas espetadas… Y de chiringuito surge el moderno chiringuitero, para referirse a los propietarios de estos negocios. Por otro lado, de un tiempo a esta parte abundan los blendings, como ahora se llama a lo que en la tradición lingüística se conocían como haplologías, con voces formadas por falsos cortes en la segmentación de sus formantes, donde interviene la cerveza (en Oviedo he pasado por una cervepub) o el café, el bocata y los churros (en Málaga he visitado una churrocatería, así como una cafebrería, para acompañar la bebida percolada de una buena lectura).

La verdadera vocación se ve alimentada por una particular disposición receptiva a todo lo que puede interesar, por insignificante que sea. Para ello hay que estar en cuerpo y alma entregado, alerta con todos los sentidos. A mis alumnos les digo que sean filólogos también fuera de las aulas, antes allí que aquí. No es necesario proceso ni plan alguno, vengan de Bolonia o no. Es una simple cuestión de actitud. Así es como podemos descubrir hechos sorprendentes que luego podemos trasladar a la clase. Y los bares, como los mercados, son lugares interesantísimos que se prestan a hallazgos.

Volviendo a las cafeterías, es mundialmente conocida la peculiar forma de pedir los cafés en Málaga: el continuum que va del solo al “no me ponga nada” se segmenta con un largo, semilargo, solo corto, mitad, entrecorto, corto, sombra y nube. Pues bien, traten de pedir o escuchar cómo se reclama más de unmitad (sinécdoque incluida: ¿quién dijo que mitad, sombra o nube son solo femeninos?). La lógica morfológica exigirá un plural: dos mitades, tres mitades… Sin embargo, a nadie en Málaga se le ocurrirá decir eso. El uso invariable en cuanto al número de mitad (dos mitad, tres mitad…) se erige en verdadero shibboleth distinguidor entre el oriundo y el forastero. Y por último, a mis alumnos les propongo que traten de escribir el nombre de una sopa de pescado que se toma en invierno, resultado de la sustantivación de un sintagma preposicional: se comanda “en blanco” en cualquier restaurante malacitano y se escribe de mil maneras, pero lo correcto ortográficamente hablando es emblanco. Y oído cocina. 

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