Yo, lo confieso, no soy un swiftie. Lo he intentado. Pero nada. Al ver el fenómeno y a toda la gente de alrededor rendido ante Taylor Swift he hecho varias sumergidas en sus discos, pero siempre me pasa lo mismo, acabo desconectando. No son para mí. Sé que es una excusa tan vacía como la de ‘mi perro se comió los deberes’ pero nunca logro ese vínculo que parece que tiene con millones de personas. De hecho, reconozco que cuando mi compañera Ana Requena escribió su análisis sobre la cantante me vi avergonzadamente retratado en varias de las cosas que mencionaba. Ahí estaban mis prejuicios. Lo que le exigía a ella (por el simple hecho de que yo no conectara con sus canciones) que no le exigía a otros muchos y muchas artistas.
Sirva esta introducción para entender cómo me planté en el Santiago Bernabéu para escuchar a la artista más masiva del momento. Tampoco ayudaba la sobreinformación de estas últimas jornadas. Cada día llegan a la redacción decenas de mails intentando rascar beneficio del fenómeno swiftie con propuestas tan delirantes como “Lo que come Taylor” o “El coche de Taylor”. Creía que el concierto acabaría por darme la razón, y que mis prejuicios se ratificarían al verla en directo.
Spoiler: no fue así. No lo fue a pesar de lo poco que aporta a la experiencia un Santiago Bernabéu que era una olla a presión a 100 grados. Un estadio cuya acústica era tan deficiente que la primera canción de Taylor Swift parecía el motor de un avión y que hacía que cada vez que gritaban las legiones de fans el pitido se convirtiera en una experiencia digna de una tortura de Saw. O que a la media hora de concierto no tuvieran comida. Era hasta tierno ver cómo todo el mundo sobrevivió a las más de tres horas de concierto comiendo bolsas de patatas fritas. Los juegos del hambre versión swiftie. El hambre y la mala gestión del recinto hizo que lo único que uniera a los que habían pagado la entrada de pista o la más barata fueran unas simples patatas de bolsa.
Taylor Swift canta, baila, produce, compone... y no se la pierdanPero ni por esas. Es imposible no emocionarse con lo que pasó allí dentro. Una emoción que comenzaba antes, desde el vagón del metro. Cualquiera que haya ido a un macrofestival sabe lo que hay ya ahí. Gritos (muchos ‘lololos’ versionando el Seven Nation Army de The White Stripes), cervezas tiradas, empujones y hostilidad. Pero las swifties dieron una lección. Demostraron que se puede hacer otro concierto. Uno donde la sororidad y la sensibilidad sean lo más importante. En un mundo cínico y lleno de odio, ver a tantas y tantas niñas con sus madres, a grupos de amigas, a adolescentes que vivían su primer concierto, era una imagen conmovedora. Se cambiaban pulseras, hablaban de sus 'eras' favoritas (porque para los no iniciados: este concierto era un repaso por todas los discos, que marcan diferentes eras o etapas, de la cantante)... el Santiago Bernabéu se convirtió en un lugar arrollado por una onda de buen rollo que desarmaba a cualquiera.
Por supuesto también había influencers que preferían grabarse cantando antes que ver a su ídolo, pero la tónica dominante era una lección para los tiempos modernos. Ver a dos amigas en la fila de delante emocionarse con cada tema, abrazarse y llorar juntas es insuperable. Ese momento, para ellas, será fundacional. ¿Ocurriría esto a las 00.00 de la noche en el escenario más grande del Mad Cool? Permítanme que dude.
Y por encima de todas, estuvo Taylor Swift, que se sabe poderosa. La maga que cocina todo aquel conjuro. Ella señala con su mano una grada y la locura se desata. Ella dice una palabra en español y la gente entra en éxtasis. No hay ni una coma improvisada en su show, pero lo que hay es una artista en pleno control de su universo. Por mucho que meta dos canciones diferentes en cada concierto (aquí Sparks Fly y I look in People's Windows), se echa en falta algo más de espontaneidad y hasta un fallo, porque la perfección de la cantante asusta. Swift ni suda. A las tres horas estaba tan perfecta como en la primera canción.
Taylor Swift al piano en uno de los temas 'sorpresa' de la nocheEso sí, para un ‘no siwfite’ la propuesta es extenuante. Un show que es un regalo generoso para los fans pero una experiencia demasiado larga para los neófitos. Aun así se las apaña para siempre remontar. El comienzo con Miss Americana & the Heartbreak Prince y Cruel Summer con sus bailarines con una especia de telas voladoras es un espectáculo, y la parte de los discos Red y 1989 (donde encadena sus hits más bailables con We Are Never Ever Getting Back Together y Shake It Off a la cabeza) muestran un show potentísimo y fiestero. El orgasmo conjunto llegó con el Champagne Problems a piano. La locura que provocaron esos pocos minutos de canción rara vez se ha visto en un escenario.
Eso sí, la puesta en escena es un circo de tres pistas. Una horterada (con cierto encanto) donde cabe todo. Parece que cualquier propuesta haya sido aceptada e incluida sin pensar en por qué. No hay un hilo narrativo, no hay un leitmotiv claro ni una evolución. Son solo… ideas al aire. Es un sumatorio imposible. Telas voladoras, una cabaña en el campo, lentejuelas, confeti, fuego, fuegos artificiales, una cabaña en el bosque, un piano con musgo, otro sin musgo pero con flores, un show de cabaretera, uno de magia, bailarines, bicis con neones, cajas de cristal como de Barbies, sofás, plataformas que suben y bajan, trajes de princesa, de cheerleader… un sinfín de trucos que justifican el tamaño de la producción pero que realmente aportan poco (o nada) a la experiencia.
No importa. Taylor Swift es la anti Lola Flores. Ella canta, baila, compone, produce… pero no se la pierdan, porque durante tres horas uno cree que el mundo puede ser un lugar mejor si todas esas jóvenes trasladaran aquella energía fuera de un estado de fútbol.