Dossiers de sus películas, guiones, presentaciones… Todo se encontraba dentro del ordenador sustraído. Fue a la policía y denunció el robo, consciente de que poco más se podía hacer.
Lo que no sabía es que lo peor no había ni siquiera empezado. Poco después, un amigo le escribió un mensaje y le dijo que había recibido un correo electrónico muy raro que incluía imágenes íntimas de ella. Franquesa tardó un día en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando recibió un email con un mensaje muy directo explicándole que si no quería que aquellas fotografías fueran enviadas a todos sus amigos, familiares y contactos laborales; debía pagar una elevada cantidad de dinero. Solo había dos opciones: o pagar o ver cómo su intimidad se publicaba sin su permiso.
La cineasta tomó dos decisiones. La primera, obviamente, fue acudir de nuevo a la policía. La segunda, o quizás el orden es intercambiable, fue convertir aquella pesadilla en el material de un documental narrado en primera persona que ahora ha visto la luz en el Cinema Jove tras viajar por festivales como el prestigioso SXSW. Aquella extorsión sexual es el centro de My sextortion diary, donde a través de los mensajes, audios de WhatsApp, vídeos de móvil y denuncias policiales construye un filme que funciona como thriller, pero que muestra la indefensión ante los delitos de extorsión sexual como el que ella sufrió.
La inacción de la policía y el laberinto burocrático en el que se encontró no fue lo peor. También fue juzgada en aquellas comisarías, que la hicieron sentir culpable por haberse hecho unas fotografías íntimas. Sintió vergüenza, miedo e incomprensión. Y todo ello lo utilizó como gasolina creativa en este trabajo original y que pone en el foco un tema del que no se habla lo suficiente. Ella tuvo claro que tenía que hacer algo con lo que estaba ocurriendo. Recuerda cómo un día después, cuando fue consciente de que estaba sufriendo chantaje, fue a la policía y le dijeron que no había nada que hacer, que esas fotos se iban a enviar y que lo único era mandar un e-mail disuasorio a sus contactos.
Fue escribiendo ese correo cuando en internet empezó a descubrir conceptos como el de sextortion y a leer numerosos testimonios. Ahí se dio cuenta de que tenía que hacer el documental. “Me di cuenta de que no es una cosa solo mía, sino que le está pasando a todo el mundo, entonces dije, ¿cómo no voy a hacer un documental siendo documentalista?”, dice casi cinco años después y sin que todo el proceso judicial haya concluido.
Escribió lo que define como su “relato emocional”, y creó un excel donde cada pestaña era un día en el que iba reconstruyendo y completando con el material que tenía. Algo que también le sirvió para descubrirse como persona en cuanto a la forma en la que actuaba en todos los grupos de WhatsApp y redes sociales. “Me di cuenta que era una amiga muy pesada, que cuenta mucho y que daba mucho a los demás. Es interesante porque cuando te autonarras, te ves, y a veces lo que ves no es siempre placentero”, dice con el humor que está siempre presente en su película.
Estoy reapropiándome de mi privacidad. Al final, al yo enseñar mi privacidad lo que hago es una carta de vuelta al hacker. Es un poco de justicia poética
Esa culpabilización de la víctima, sobre todo si es mujer, que sufrió en aquel momento, reconoce que sigue existiendo. “El otro día salió un artículo de la película y los comentarios en redes sociales y a la noticia eran una salvajada. Me preguntaban que por qué me había hecho y tenía esas fotos, y yo me rebelaba, porque yo puedo tener lo que me dé la gana. Pero parece que pensaban que me lo merecía. Hay algo como de bullying en la sociedad. Hundir más a alguien que ya es una víctima. Otros me decían, bueno, no es para tanto, publica las fotos y ya está. Y yo ahora les digo, venid a ver la película y veréis todo lo que he pasado, porque es muy fácil comentar desde fuera, pero yo tenía 29 años, y era más o menos extrovertida, pero no fue fácil”, añade.
Finalmente, y ante la inacción de la policía y la justicia, Patricia Franquesa decidió reapropiarse de su relato publicando aquellas fotos en Instagram. Era la única forma de desactivar el chantaje del hacker que no cesaba. “Tuve que hacerlo, pero casi porque me obligaron, era lo único que podía hacer, y la película habla de ese proceso. Al final estoy yo contando mi historia, estoy reapropiándome de mi privacidad, y la película también habla sobre qué es la privacidad, qué es la vulnerabilidad. Al final, al yo enseñar mi privacidad lo que hago es una carta de vuelta al hacker. Es un poco de justicia poética, aunque no sé si ha habido justicia”, apunta la realizadora.
Resume lo que sintió en aquellos meses como si hubiera “un fantasma en tu casa”. Un fantasma que creó en ella un estado de desconfianza. Llegó a pensar que su expareja podría estar involucrada, y desconfiaba de cada llamada. Cuando lee sus mensajes de aquella época ve cómo creó una máscara fingiendo que no pasaba nada, pero sintiendo miedo por ese chantaje. Se sentía observada, juzgada y sin saber cuándo terminaría todo.
Su reapropiación tampoco pudo ser completa, ya que las normas de Instagram impidieron que ella las publicara tal como lo estaba haciendo aquel pirata. Esto provocó una ironía perversa, ya que el que comete el delito puede hacer lo que quiera con esas fotos, mientras que ella tuvo que apañárselas para poner gifs y emoticonos tapando lo que las redes sociales consideran inapropiado. Un relato valiente que pone el foco en una situación que es más habitual que lo que parece como ella ha podido comprobar en todos los sitios donde ha presentado el filme, donde se encuentra con gente que le cuenta su propia experiencia.