Los testimonios de los supervivientes coinciden: no era tarea fácil. Pongamos por caso a Guido. La traducción del guardián nazi le ha salido bien, no le han pillado y su hijo se ha creído el cuento, ¿pero qué hará cuando un SS le dé una instrucción concreta? A Guido le urge aprender nociones básicas del idioma de sus verdugos para evitar males mayores —golpizas por desobediencia, equivocaciones fatales— y también para evitar, como explicaba Primo Levi en sus reflexiones sobre Auschwitz, acelerar el proceso de deshumanización al que los nazis le están sometiendo.
Esa sería la primera pata de la Lagerszpracha, o “lengua del Lager”, un término de (intencionados) matices eslavos acuñado a mediados de los ochenta por el investigador Wolf Oschlies para referirse a la protolengua que emergió a lo largo y ancho del sistema concentracionario del Tercer Reich. Una primera pata consistente en un alemán rudimentario, balbuceado y en muchas ocasiones vocalizado como buenamente se podía. Y no cualquier alemán sino el alemán adaptado al régimen totalitario hitleriano —lo que el filólogo judío Victor Klemperer llamó Lingua Tertii Imperii— en su versión más cruda: la que se aplicaba en los campos de concentración.
Sin embargo, y contra la idea incrustada en el imaginario popular, las interacciones con los guardias no eran tantas. La mayoría de los intercambios, aseguran muchos supervivientes, se daba con otros presos. Gente llegada de todos los rincones de Europa que traía consigo su propia lengua y con la que convenía entenderse para poder participar en las dinámicas del campo —cuántos cazos de sopa vale un mendrugo de pan, a quién es mejor dirigirse en la enfermería, etcétera— y aumentar, así, las posibilidades de supervivencia.
Y es ahí, en las interacciones entre prisioneros, donde aparece la segunda pata de la Lagerszpracha. Una pata consistente en todas aquellas palabras y expresiones de tal o cual idioma convertidas en lenguaje común. Laura Miñano-Mañero, doctora en Filología, profesora de la Universitat de València, especialista en el tema y autora de un ensayo titulado Contacto de lenguas en espacios extremos, lo resume de la siguiente manera: “Primero estaba el alemán, el idioma que vertebraba todo al ser el que utilizaban los verdugos, y luego estaba el lenguaje que surgió entre los prisioneros al mezclar fragmentos de ese alemán con los de sus propias lenguas”.
No en todos los Lager emergían las mismas palabras, claro. En muchas ocasiones, la elevación al uso común dependía de la demografía. En Auschwitz, por citar el campo más famoso, predominaron los términos en polaco porque muchos de sus presos —y la mayoría de kapos— eran polacos. Selekcja, por ejemplo, era de uso común. Hacía alusión a las selecciones que hacían los SS para determinar quién debía ser enviado a la cámara de gas. Otro término común de origen polaco era kombinacje; se utilizaba para hablar del tráfico de objetos entre presos. Su hegemonía solo se vio disputada durante los últimos meses de Auschwitz, cuando la llegada de miles de húngaros logró introducir varias expresiones de origen magiar en el argot compartido por todos.
Hubo, no obstante, excepciones a la norma demográfica. Y la de los españoles fue, quizás, la más notable. Un contingente numéricamente discreto que, sin embargo, logró dejar su huella en la Lagerszpracha gracias a su capacidad organizativa, a las redes de solidaridad que estableció dentro de Mauthausen —donde terminaron muchos de los 9.000 republicanos deportados— y al sinfín de vidas que se salvaron gracias a dichas redes. Palabras como granuja, campo, venga o camela y expresiones como No pasarán ejercen hoy, casi un siglo después, como testigos de su influencia.