L'Alternativa dedica una sección paralela a su labor como cortometrajista cuando acaba de estrenar su segundo largometraje. ¿Qué dice esto de la repercusión que ha conseguido con ambas películas?
No lo sé. Es algo que me impresiona un poco, porque no siento que sea tan mayor ni que haya aprendido tanto mi oficio como para que me hagan retrospectivas. A la vez me ilusiona, porque L'Alternativa es uno de los lugares donde comencé a mostrar mis trabajos en público y guardo el recuerdo de las reacciones de los espectadores.
Quienes hayan visto el primer largo, La plaga, pueden apreciar muchos puntos de conexión con los cortos. En ambos casos se parte de lo documental y prestas atención a personas de edad avanzada u otros colectivos poco visibles en los audiovisuales mayoritarios. ¿Es una apuesta consciente?
Sí. He querido poner a estas personas en el centro de las narrativas en lugar de mostrarlas como una otredad que nos es ajena. Y no solo se trata de mostrar, sino también de dignificar. Lo mismo pasa con la gente mayor: quiero reflejar sus historias, sus rostros, sus cuerpos, y hacerlo con una cierta belleza... En definitiva, trato de mostrar a la gente como es, con toda la diversidad que existe.
En El viaje de Marta siguen apareciendo personajes que forman parte de los olvidados, pero esta vez el centro es una joven adolescente catalana cuya familia parece gozar de ciertos recursos económicos. ¿Se acerca a una realidad lejana desde un punto de vista relativamente cercano a su experiencia?
Sí, quería acercarme a ese otro, que en este caso son los trabajadores senegaleses del turismo, a través de un personaje que podía ser cercano a mí o al público. Y que ese público, junto con los personajes, se plantease qué busca y qué buscan de él, qué lugar ocupa en el engranaje de la macro-estructura social y económica en la que vivimos. Lo quise hacer bajo un punto de vista parecido al mío porque no me atrevería a hablar en nombre de los empleados del hotel.
La película podría ser una historia estandarizada de iniciación a la adolescencia, porque el dispositivo estético es propio de una ficción convencional, pero acaba conservando un cierto hálito documentalista. ¿Estaba entre sus intenciones?
Sin duda. El propósito que tenía con Pau Subirós [coguionista y productor ejecutivo del filme] era hacer una narración relativamente sencilla con varias capas. En la superficie está la historia de una adolescente enfrentada a su padre que descubre cómo funciona este mundo, y por debajo está la relación norte-sur, el turismo, y la pregunta de si se pueden establecer relaciones igualitarias en estos contextos.
Mi película no es un documental, pero sí tiene la voluntad de servir de documento de un espacio real que hemos conocido y que contiene relaciones parecidas a las que hemos reflejado. Además, era evidente que, dada mi obra previa, utilizaría todas las herramientas que me son familiares para que se colase realidad por todos los poros de mi primera ficción.
La mirada al turismo neocolonial no proyecta la acritud sostenida de propuestas nacidas para molestar como Paraíso: Amor, de Ulrich Seidl, pero está lejos de resultar cómoda. ¿Se siente bien en este espacio intermedio?
Totalmente. No he hecho un retrato complaciente y totalmente inocente, y tampoco pretendo juzgar a quienes aparecen, pero sí quiero señalar unas maneras de funcionar que no me parecen correctas. Creo que una propuesta radicalmente negativa sobre cómo somos los humanos no aporta demasiado al desafío de mejorar y las maneras como podemos hacerlo.
Yo he querido reflejar, con una cierta apertura a la esperanza, una serie de cosas que no estamos haciendo bien. No quiero dar por perdida a la humanidad. A pesar de que importe mucho quiénes somos o dónde hemos nacido, los personajes tienen un cierto margen de elección.
La protagonista anhela un encuentro con la África real, pero se acaba señalando que eso no es del todo posible. El desenlace puede considerarse feliz en comparación con lo que podría haber sido, pero es amargo.
La protagonista cree que es libre de relacionarse como quiera con los africanos, sin ser consciente de la clase o del grupo al que pertenece. Ha vivido bajo la ilusión de que todos somos iguales, y se encuentra con que esto no es así. También se creía que estaba moralmente por encima de su padre, y se da cuenta de que no es tan diferente. Marta lleva a cabo descubrimientos tristes. A la vez, una de las relaciones que mantiene con lugareños sí que aporta un poco de luz esperanzadora.
Se apuesta por una cierta complejidad de las cosas, pero hay un reverso potencialmente oscuro en esa pérdida de una cierta inocencia: que se pueda normalizar el dolor ajeno, la desigualdad... ¿Ha intentando encontrar una manera de señalar realidades sin insensibilizar?
En el momento de plantearnos la película vimos muchos relatos posibles de las realidades de Senegal y de muchos otros países africanos, de pobrezas extremas... Decidimos situar a Marta en un espacio que le permitía una cierta capacidad de acción. El espacio del complejo hotelero hacía todo más amable. El descubrimiento que hace Marta en un resort a los diecisiete años ya me parece suficientemente duro.
También me interesaba que el conflicto fuese extrapolable a nuestra realidad: las relaciones humanas en un entorno turístico suelen tener un componente de desigualdad que remite a las relaciones de los trabajadores con sus jefes, de los clientes y quienes les sirven copas en un bar, en cualquier lugar.
La película también puede apelar a nuestra cotidianidad en otro aspecto: muestra una cierta exigencia de felicidad al turista y al trabajador del turismo, extrapolable a la presión por ser feliz de un ciudadano y trabajador en cualquier día de trabajo de cara al público, en las redes sociales...
Sí, parece que toda experiencia, aunque sea cotidiana y nada excepcional, tiene que ser documentada... y manipulada. En definitiva, porque se transforma en una construcción. Ahora vemos en todos los ámbitos algo que creo que viene de la manufactura de la experiencia turística, de la puesta en escena de algo que debe ser como te han vendido y como has imaginado que sería. Son experiencias-producto, cuando las experiencias reales deben ser imprevisibles.
Esta dinámica de simulacro, llevada a nuestro día a día, origina mucha infelicidad. Por eso me interesó hacer una película con dos caras. Por una parte, las imágenes que filma un trabajador como souvenir tienen una apariencia documental, pero están escogidas y musicadas para que recuerdes tu viaje mejor de lo que fue. La cámara que se fija en Marta retrata los momentos de aburrimiento y de conflicto detrás de esa escenificación.
Su filmografía tiene una apariencia de apertura progresiva del ámbito documental hacia la ficción. ¿Se ve filmando una película de género?
Sí, ¿por qué no? Como nunca me planteé ser cineasta, he ido preguntándome sobre la marcha cuál podía ser el próximo paso. Siempre me ha apetecido aprender cosas nuevas y reubicarme en terrenos un poco desconocidos. También es cierto que hay muchas realidades que me interesan mucho y que la hibridación de ficción y documentalismo me resulta muy interesante porque tiene un punto imprevisible: no hay muchos referentes, no sabes qué puede salir exactamente de ahí. Aún así, no descarto trabajar una película completamente de ficción, con actores profesionales...
¿Se siente cómoda si clasificamos sus películas como cine social o cine político?
Me han colocado varias etiquetas, desde la del cine independiente hasta la del cine hecho por mujeres, y siempre bajo la pregunta de si hago ficción o documental, así que ha llegado un punto en que no me importa mucho. Me parece que hago un cine realista, más bien. Y todo el cine es político de una manera u otra.
Pero esta etiqueta a menudo parece un estigma. Cuando se estrenan películas de autores como Costa-Gavras o Ken Loach, se apunta que hacen siempre lo mismo y que el discurso les aleja de lo artístico, pero el cine político hecho bajo otros parámetros raramente llega a las salas comerciales. ¿Realmente queremos cine político o quizá acabamos exhaustos después de consumir información y tertulias sobre política partidista?
Quizá es así, pero creo que lo que ofrece el periodismo es algo muy diferente de lo que ofrece el cine. El cine trabaja de una manera mucho más próxima a la emoción, a la descripción pausada de los conflictos. En mis películas no trato asuntos que suelen aparecer los medios de comunicación, o no lo hago de la manera en que se suelen tratar.
No hago un retrato temático: vamos a hablar de los pobres. Intento otorgar cierta belleza a realidades que tienen lugar alrededor nuestro, a personas que tenemos en nuestro entorno, y hacerlo con una mirada diferente y más tranquila que la que se emplea en la información de actualidad.
Ha pasado mucho tiempo desde que rodó el corto L'avi de la càmera, donde mostraba a su abuelo intentando capturar sus espacios de vida y recuerdos. En cambio, en El viaje de Marta plasmas esa especie de ingenuidad en la filmación del mundo al incluir escenas supuestamente rodadas por la protagonista. ¿Por qué repetir esta fórmula a dos cámaras?
Estas escenas no estaban previstas, pero me resultó muy grato abandonar durante un rato toda la estructura de producción de sesenta personas, coger una cámara de vídeo y probar cosas. Supuso un espacio de libertad. Y es cierto que en mi primer corto también había este uso de dos cámaras, de dos materiales. Es curioso haber vuelto a ello, por motivos y de formas diferentes.