Una cazadora roja sobresale entre los escombros del número 69 de la calle Nezalezhnoi Ukrainy, en Zaporiyia. De la tercera planta del edificio residencial, golpeado por un ataque ruso con misiles este jueves, solo parecen quedar cascotes, pero un hombre y su familia esperan desde la madrugada frente al piso que tantas veces han visitado. Detrás de esa chaqueta a la que no dejan de mirar, podrían estar su hija, su nuero y su nieta, un bebé de siete meses.
“Tenemos esperanza porque, cuando sonaba la alarma, siempre se resguardaban en el pasillo”, dice una de las familiares que tampoco aparta la mirada del mordisco provocado por el bombardeo ruso. El ataque sobre el edificio, próximo a una antena de telecomunicaciones, ha dejado cuatro personas fallecidas y diez desaparecidas (6 mujeres, 3 hombres y 1 bebé), según la Dirección General de la Policía Nacional de la región de Zaporiyia.
Detrás de cada una de las personas desaparecidas en el bombardeo ruso, una familia se aferra a cualquier posibilidad de encontrar con vida a sus seres queridos. Durante más de doce horas de labores de rescate, varios familiares han permanecido frente al edificio semidestruido. Han aguantado la respiración en cada uno de los momentos en que la grúa se aproximaba a la zona donde vivían sus allegados, en cada grito de un bombero, en cada traslado de cascotes. Leían los gestos de los trabajadores de rescate, por si ese brazo levantado significaba algún hallazgo. Los bomberos decían que descartaban la aparición de más supervivientes, aunque dejaban la puerta abierta a algún “milagro”. Y los allegados de los desaparecidos se agarraban bien fuerte a ese milagro.
Yulia no retira la mirada de una quinta planta que ya apenas existe. Ha tomado varios calmantes para ser capaz de seguir en pie frente a lo que fue su vivienda familiar. Allí dormía su madre a la 1:33 horas cuando un misil ruso impactó en el edificio. “No sé ni cómo estoy”, dice la mujer desencajada, con los párpados pesados, tras toda una noche sin dormir.
Cuando escuchó el estruendo en Zaporiyia, Yulia cogió su móvil para cumplir con el acuerdo que tiene con su madre desde el inicio de la guerra: “Cuando suena una explosión, siempre nos tenemos que escribir”, cuenta con el teléfono en sus manos, moviéndolo como si intentase que algo se activase y apareciese el mensaje que nunca llegó. Nos muestra su pantalla del teléfono: “¿Mamá?”, le dijo pasadas la una y media de la madrugada. “¿¿Mamá??”, repitió poco después. Luego vino el silencio.
Su madre se llama Marina Vaselieva y tiene 60 años. Había huido junto a Yulia a Leópolis, la región del país menos castigada por los bombardeos, después del inicio de la invasión rusa. Unas semanas atrás, regresaron a Zaporiyia por motivos laborales. Ambas son profesoras y suelen impartir sus clases online, pero debían realizar una serie de trámites presenciales, por lo que decidieron pasar un tiempo en su ciudad, cuentan dos amigas de la mujer desaparecida mientras también esperan noticias sobre su paradero. “Tenían billetes para el 23 de febrero, pero algo pasó que los cambiaron”, cuenta Valentina Revalouvola, compañera de trabajo. Pero la madrugada del 2 de marzo, un proyectil lo paralizó todo.
A las 10 de la mañana, Natalia Ignatieva camina nerviosa por la acera próxima al bloque de edificios. En cuanto su mirada llega a alcanzar el edificio azul donde creció, se dobla y empieza a sollozar. Varios trabajadores de Médicos Sin Fronteras corren a acompañarla. La mujer, ya sentada y algo más tranquila, no deja de enviar notas de voz para informar de la situación. Marina, la mujer desaparecida, era su amiga desde la infancia. “Jugábamos en ese patio, nos criamos juntas”, cuenta horas después, señalando varios columpios, ahora cubiertos de polvo y rodeados de fragmentos de la explosión. “Me quedará hasta que anochezca”, añade la mujer, cubierta con un gorro granate.
“Venga, chicos. Venga, chicos. Sacad a Mariana…”, murmulla, tapándose la boca con sus manos temblorosas, mientras un par de bomberos se aproximan en una grúa a un área del edificio próxima al balcón de la mujer desaparecida. “Hay vecinos que está diciendo que está muerta, pero yo no me lo creo. Nadie nos lo ha confirmado, quiero confiar”. De pronto, les llega un rumor de que siete personas heridas en el bombardeo han fallecido en el hospital, y rompe a llorar de nuevo. Cada dato nuevo, veraz o falso, la desestabiliza.
Yulia, la hija de Mariana, regresa horas después de que sus familiares le insistiesen en descansar un rato, tras denunciar la desaparición de su madre ante la Policía. Deambula por los alrededores de la vivienda con un té caliente en sus manos, sin ser muy consciente de su alrededor. Poco después, una alumna de su madre se acerca al lugar de los hechos para interesarse por su maestra. Le confirman que aún no saben nada.
Illa lleva horas plantado delante del mismo edificio. Espera, no sabe muy bien a qué. Entre su abrigo rojo asoma la cabeza de un gato gris. El joven veinteañero estaba en la cama, en la misma habitación que un amigo que estaba de visita, cuando les despertó el estruendo de un primer misil a la una de la madrugada. Corrieron al pasillo poco antes del rugido de un segundo proyectil, relata. Él se salvó, pero su abuela Alina ha fallecido.
La señora, de 59 años, vivía en otro piso del mismo edificio. “Mi tío ha venido a reconocer el cuerpo”, dice el chaval, con los ojos enrojecidos.