Y fue un hito. Montó y financió el muy costoso espectáculo que había visto en Londres. De gran calidad y fiel al original, se mantuvo cuatro meses en cartel. Con gran afluencia de público aunque no sin problemas. Porque un Jesucristo social y moderno - siquiera porque cantaba- , con dudas, llevado a los escenarios, fue demasiado para esa parte de nuestra sociedad que siempre intenta arrastrarnos hacia atrás.

Camilo Sesto era, además, un hombre hermoso cuyo error fue resistirse al hecho de envejecer y perder la tersura de la piel, embutiéndose agujas de un pasado inaprensible. Sus comienzos fueron duros, de trabajador todoterreno que se hace huecos en las orquestas que -en los años 60´- recorrían los pueblos para cantar en las fiestas. Canciones melódicas, de bailar agarrados, que se dejaban oír mejor que cuando ensordecen a decibelios y machacan a la vecindad con reguetones. Y luego en los grupos hasta alcanzar el estrellato de solista.  Pleno.

Un éxito atronador. Lleno de números 1 en las listas, cuando ya se empezaron a contar en ordinales, de discos de oro, conciertos, giras, premios.  Y un sitio en muchos corazones porque al final casi todos terminamos conociendo la experiencia de los amores que dejan el alma herida.

Por los sueños perdidos, por la inocencia, las costumbres, las voces quebradas, las realidades vividas, las ilusiones renacidas, el amor imperecedero al punto de volver a cantarlo una y otra vez como si fuera un hallazgo único. Algo muere y algo se queda, siempre se queda. Gracias, Camilo.