La pandemia, escriben, nos ha recordado que gobiernos y economías son "máquinas construídas para explotar las vidas indignas de ser vividas y para proteger aquellas que, más que ser, tienen". Por el camino, cuestionan incisivamente algunos aspectos de los análisis realizados por autores como Slavoj Zizek o Byung-chul Han.

Vuestro ensayo se aleja de la filosofía más abstracta: habláis de la uberización de las vidas, de la desigualdad entre inviduos y entre territorios...

Francis García: Es que nuestro libro es de filosofía política, y está publicado en una colección de filosofía política...

Andityas Soares: Además, la filosofía no es para nosotros solo una disciplina universitaria o mera erudición, sino una forma de vida que nos enseña a ser críticos y autocríticos. Es algo fundamental para nuestra especie, capaz no solo de pensar, sino de pensarse a sí misma. El problema es que la filosofía se haya vuelto algo que no incomoda, una especie de hobby para diletantes, cuando sirve para algo muy importante: no dejarnos engañar por opiniones, creencias, pseudociencias, etcétera.

Vuestra disciplina se asocia al pensamiento de largo recorrido, al matiz que requiere tiempo. ¿De dónde nació este libro breve y escrito de manera urgente?

A. S.: De la incomodidad al observar que diversos filósofos no eran capaces de salir de sus propias teorías para pensar el mundo real y concreto. Muchos autores contemporáneos trataron la COVID-19 como un capítulo más de sus teorías generales sobre el mundo. Para nosotros, la pandemia es algo nuevo y merece una mirada no preconcebida, no condicionada por fidelidades ideológicas o teóricas. Es lo que hemos intentado hacer.

Podéis sentir alguna afinidad por autores como Slavoj Zizek, que han normalizado mediáticamente una filosofía que alude a las condiciones materiales de las vidas, pero creéis que cae en una especie de triunfalismo al ver una crisis posibilitadora de un cambio de ciclo político...

F. G.: Pensar como Zizek que un virus por sí solo puede cambiar el orden mundial nos parece más un sueño romántico adolescente que un modo serio de cuestionar la realidad. Creemos ese tipo de perspectiva ingenua es la que termina dando paso al conformismo. Y que supone retirar el foco de atención de aquello que realmente puede cambiar las cosas.

El cambio puede existir, pero también puede ser una simple radicalización de dinámicas previas. Sois conscientes de la dificultad de un cambio contrahegemónico y apostáis por intentar forzar "una diminuta puerta". ¿Qué pequeña puerta abre el virus?

F. G.: La misma que muchos deben haber visto entreabierta estos meses, al percatarse que en los últimos años no hacían más que sobrevivir para seguir en la rueda de hámster que otros pretenden que llamemos vivir. No tenemos tiempo para cuestionarnos el día a día, ni hablar con los amigos o la pareja, y estamos al servicio de los intereses y caprichos de otros. El confinamiento de tantos habitantes ha generado, y genera, nuevas líneas de fuga para empezar a vivir. A la vez, se nos intenta imponer que toda política debe estar orientada a combatir el virus y sus efectos, que debemos adoptar el virus como filosofía de vida. Y que debemos aceptar cotas todavía mayores de control al individuo.

En el libro, criticáis que el filósofo Byung-chul Han transmita una visión complaciente hacia unas tecnologías de supervisión y control de la conducta que no sabremos si vamos a poder dejar atrás cuando la crisis amaine...

A. S.: Han no presenta una filosofía rigurosa. Confiar en las tecnologías algorítmicas para resolver la pandemia es algo inadecuado, supone apostar por el mismo modelo que generó el problema. Falta potencia destructiva y libertaria en el texto de Han, porque solo justifica este mundo sin hacer ninguna propuesta.

Sobre estas visiones acríticas de la tecnología, apuntáis con tristeza que miles de personas con mayor experiencia mueren, "dando paso a una generacion completamente dócil ante la tecnocracia algoritmica". ¿Debemos debatir intergeneracionalmente para mitigar eso?

A. S.: Parece evidente que las personas más jóvenes, que han crecido bajo la hegemonía neoliberal, están especialmente influenciadas por las inercias de desmaterialización y de descorporización, por la exigencia de competitividad, de disponibilidad integral... Ahora hay jóvenes que defienden el retorno de las dictaduras, pero no saben qué significa eso: solo saben lo que les explican en redes sociales figuras siniestras como Steve Bannon. Las personas más mayores disponen de más contexto: vivieron el franquismo en España, la dictadura brasileña... El teletrabajo salvaje o la neoesclavitud del capitalismo de plataforma ejemplifican la pérdida de derechos conquistados gracias a la lucha de generaciones anteriores.

En este aspecto, también auguráis una brecha laboral añadida: que el empleo presencial que implica un contacto con el otro sea un castigo añadido a la precariedad económica.

F. G.: Con la salvedad de que pueda necesitarlo la población más vulnerable, el teletrabajo puede favorecer que aparezca una generación de sujetos paranoicos con miedo a vivir. Y es otra puerta abierta para un fascismo biotecnológico que aumenta el control sobre la población mientras precariza las relaciones humanas y los derechos laborales. También tememos el matrimonio de conveniencia entre la biotecnología y la psicofarmacología, que ofrecerá ayuda a quien trabaja desde casa. En Más allá de la biopolítica: biopotencia, bioarztquía, bioemergencia ya alertábamos de una razón farmacéutica orientada a que cada asalariado sea lo más rentable posible.

A. S.: El teletrabajo exacerba la tendencia a la desmaterialización y descorporización del capitalismo avanzado. Los cuerpos reales siempre resultan problemáticos, siempre son un riesgo, especialmente si están en las calles y claman por algo desconocido por nosotros: democracia pura y simple. De ahí la necesidad de aislarlos y ponerlos a trabajar sin límites horarios, sin diferenciar lo laboral de lo personal. Es algo que demuestra el carácter religioso del capitalismo, que ahora exige que le dediquemos toda nuestra existencia. Y la pandemia ha maximizado esa tendencia de forma intensa y muy rápida.

En algunos momentos puede parecer que le quitáis hierro al problema sanitario.

F. G.: No, no, claro que ahora tocaba confinarse, pero sin olvidar que especialistas como la bióloga Laurie Garrett llevan cerca de tres décadas advirtiéndonos de que nuestra forma de vida respecto al planeta propiciaría la existencia de este tipo de contagios.

A. S.: Nadie escuchó las advertencias de los científicos, del mismo modo que tampoco se atienden los problemas de la pobreza global y el cambio climático.

F.G.: Y esta inacción nos ha llevado a las imposiciones defendidas por expertos al servicio del poder de turno. Durante más de cinco meses, se nos haya dicho una cosa y la contraria: que no sucedía nada por viajar en un vagón de metro lleno y ahora que llevemos mascarillas por la calle. Fernando Simón dice que su uso no se declaró obligatorio porque no había suficientes suministros. Si la situación era tan peligrosa, ¿no deberían habernos confinado antes? En ningún caso estamos diciendo que haya que negar el virus, como habían hecho Boris Johnson o Jair Bolsonaro.

El presidente de Brasil decía que no pasaba nada, que sólo había que lavarse las manos...

F. G.: ¡Y pasaba por alto que los habitantes de las favelas no disponen ni de agua corriente! Es evidente que no hacer nada era una forma de hacer algo: necropolítica. Es decir, de hacer política generando muerte. Esto, en España, lo hemos visto con el llamado a no derivar a los ancianos de las residencias a los hospitales... Aquellos que levantaron el sistema de salud en nuestro país no solo lo han visto degenerar: han terminado muriendo, solos y asfixiados, cuando lo han necesitado. Mientras se aplaudía al personal sanitario, este se protegía con bolsas de basura o con fundas impermeables de colchones. No hay que olvidar las décadas de desmantelamiento de la sanidad pública, pero ya se sabe que nuestro sistema de gobiernos representativos liberales se centra en la defensa de la propiedad privada y de la competitividad.

A.S.: Y no podemos pasar por alto que Bolsonaro es un monstruo moral incapaz de ser presidente. Brasil es el segundo país del mundo afectado por la pandemia por su culpa. Debería estar en un tribunal internacional acusado por crímenes contra la humanidad.

En todo este tiempo, hemos visto mezquindad pero también solidaridad. ¿Lo vivido podría servir para poner en valor el tiempo y esfuerzo de los trabajadores malpagados de las tiendas de comestibles, de los servicios de limpieza, y no solo las supuestas generaciones de riqueza y valores añadidos?

F. G: Todo apunta en dirección contraria. No recuerdo un solo envite al capital que no haya terminado en una manera de hacerlo más resistente, más deshumanizado, más precarizador... Ahora dispondrá de más oferta de una mano de obra desesperada a causa de una crisis evitable si se hubiese hecho caso de las advertencias y si no se hubiese debilitado la sanidad pública.

Otros países apenas gozan de sistemas de salud, pero muchos autores han olvidado que hay mundo más allá de Europa, Norteamérica y algunas urbes asiáticas. ¿Vuestra biografía, uno como autor brasileño, otro como autor español que ha vivido en Brasil, facilita que intentéis superar esta inercia?

A. S.: Tratamos de pensar la pandemia desde lugares diferentes. En Brasil, por ejemplo, hay una lucha para conseguir el aislamiento social, dado que el gobierno quiere que las personas vuelvan a trabajar para salvar la economía aunque cueste  vidas. En España la realidad es otra. Por eso no aceptamos una filosofía que ofrezca un modelo general: los problemas deben pensarse de forma concreta. Conocemos mejor nuestros países, pero intentamos conectar con discusiones más amplias. Y tener en cuenta a las partes más pobres y explotadas del mundo.

Verse a uno mismo como vulnerable nos recuerda los límites de las capacidades del ser humano, pero la situación nos impulsa también a ver al otro como una fuente de enfermedad, a usar la mascarilla como barrera en una socialización que deviene peligrosa... ¿Tenemos que gestionar mucha violencia psicológica?

F. G.: Es tremendo, una nueva manera de comportarnos marcando distancia con el otro, considerándolo un apestado. Y vemos que ese comportamiento tiene resultados fisiológicos. No solo puedes ver gente que se aparta de ti: también puedes observar su ansiedad, dilatación de pupilas... Y no hay que olvidar que las políticas del miedo al otro son muy efectivas para cualquier forma de poder.

Os devuelvo una pregunta retórica que formuláis en el libro: ¿qué tipo de vida puede emerger de algo tan pavoroso como la pandemia que afrontamos?

F. G.: Desearía que una vida sin miedo a ser vivida. Pese a que no nos guste, la pandemia nos ha puesto ante la evidencia de que somos vidas singulares, cuerpos que quieren vivir y no pilas al servicio del capital y sus intereses. Pero ya vemos cómo se están explotando la necesidad, la precariedad y el miedo en favor de una nueva vuelta de tuerca capitalista.

Y, para acabar, ¿la filosofía puede hacer algo por quienes se enfrentan al duelo o afrontan un escenario de mayor precariedad vital?A. S.: Una de las tareas de la filosofía es enseñar a morir bien. Eso no significa que sea una doctrina negativa o pesimista, sino que nos ayuda a enfrentarnos a lo que somos: seres finitos con hambre de infinito. Quizá no puede hacernos superar ese miedo, pero sí convivir con él sin que nos destruya. Y sin que nos resignemos, porque hay otros mundos posibles y nada está decidido de una vez y para siempre.