Centenares de cineastas rodaban películas que aludían a la contienda, fuesen cintas bélicas, intrigas o comedias románticas, al calor de los acontecimientos. Y solían incrustar en sus ficciones algunas filmaciones de hechos reales.

En el Hollywood en guerra, dispuesto incluso a acercarse a la Unión Soviética para combatir a Hitler, las películas se montaban remontaban a toda velocidad para dificultar que hubiesen perdido vigencia en el momento del estreno. No hay que extrañarse de que la denominada Operación Antropoide, que supuso el asesinato del líder nazi Reinhard Heydrich, tuviese su propia película apenas unos meses después de que el magnicidio tuviese lugar.

El responsable del filme consiguiente, Los verdugos también mueren, fue un antiguo maestro del cine mudo: Fritz Lang. El firmante de obras maestras con lecturas filonazis como Metrópolis  o Los nibelungos se había exiliado tras el malestar que El testamento del doctor Mabuse había generado en las autoridades hitlerianas. Una década después, Lang se había incorporado decididamente a la creación de propaganda antifascista. El hombre atrapado, El ministerio del miedo y la posterior Clandestino y caballero ejemplifican su dedicación, alternada con relevantes contibuciones al noir contemporáneo como Perversidad.

Un thriller agonístico

Los verdugos también mueren, ahora recuperada gracias a una edición videográfica restaurada en alta definición y presentada en soporte Blu-ray, fue quizá la aportación langiana más ambiciosa a ese ciclo de concienciación política sobre el peligro fascista. Para su concepción, Lang contó nada menos que con el dramaturgo Bertolt Brecht y uno de sus colaborador musicales, Hanns Eisler. Brecht fue acreditado únicamente por la historia original, mientras que John Wexley acabó firmando en solitario el guion.

El filme podía asociarse a una especie de gira internacional de solidaridad que Hollywood ensayó mediante diversas narraciones ambientadas en países invadidos por el Reich. Obras como Rebelión o Pasaje a Marsella también suponían una advertencia sobre la apisonadora represiva nacional-socialista. En Los verdugos también mueren no participaban Errol Flynn ni Humphrey Bogart. Y quizá la ausencia de una gran estrella facilitó un cierto tratamiento coral de la historia.

Lang y compañía no narraron los preparativos ni la ejecución de un atentado que tiene lugar fuera de campo, sino que se centraron en las difíciles horas y días posteriores. Trataron de las pesquisas de invasores y colaboracionistas, de la persecución implacable a los resistentes y a aquellos que les han apoyado aunque fuese solo con un gesto. Para ello, los responsables de la película emplearon un metraje superior al habitual (la película ronda las dos horas y cuarto de duración) que permite tratar con una cierta complejidad las ramificaciones dramáticas del magnicidio: los fusilamientos masivos, las torturas...

Lang otorgó un inusual protagonismo a una joven que ha facilitado la huida del miembro de la resistencia que ha cometido el atentado. Cuando ella ve peligrar la vida de su familia y de otros testigos, siente unas dudas que los mismos invasores contribuyen a aclarar: las represalias son tan terribles que la delación puede acabar con la vida del delator y de toda su familia.

Como tantos filmes del Hollywood en guerra, Los verdugos también mueren incita al sacrificio en aras de la libertad, pero representa con especial atención las dificultades que comporta realizar esta defensa en un contexto totalitario. Hasta el obligado final feliz, el relato roza lo agonístico. Y está mucho más cerca del thriller o del noir, salpicado de gestos expresionistas en algunas escenas, que del cine bélico: como en El hombre atrapado o El ministerio del miedo, los espías y los resistentes (vocacionales o accidentales) abundan más que los soldados uniformados.

Pequeñas y grandes mentiras consoladoras

A pesar de sus concesiones a la lógica propagandística, Los verdugos también mueren incorpora detalles inusuales. Si el III Reich era una máquina de genocidio y de devaluación o negación del valor de las vidas, Lang incorpora un cierto dramatismo, una cierta piedad, incluso en la muerte de un par de subordinados e informantes de la Alemania nazi. El ejercicio de la violencia no es épico o enardecedor, sino que lo es el compromiso personal y colectivo contra el fascismo.

El retrato de Heydrich, en cambio, sí que cae en la brocha gorda. En una pieza audiovisual incluida en la nueva edición videográfica publicada por A Contracorriente, el historiador Robert Gerwath explica que el histrión vociferante del filme fue, en realidad, un impasiblemente formal gestor de muertes. No era el único aspecto en que la ficción se separaba de la verdad histórica: después de haber desplegado un adiestramiento en el sacrificio que advertencia sobre el coste de defender la libertad (y sobre el riesgo tremendo de permitir la pérdida de esta), Lang y su equipo optaron por terminar el relato con mentiras consoladoras.

Sí, se inoculaba amargura en el desenlace: de la misma manera que en El hombre atrapado, la muerte de un personaje provocaba que la fanfarria musical final deviniese agridulce. Aún así, el relato de los hechos no dejaba de ser exageradamente optimista. En la película, la resistencia no solo consigue proteger al ejecutor del magnicidio, sino que confunde temporalmente a los invasores. Para protegerse de la humillación de haber sido engañados, los nazis de ficción convertían una falsedad en su verdad oficial.

Lang y compañía, por su parte, también mintieron para rehuir el derrotismo. En el espejo deformado y deformante de la pantalla fílmica, se produce un número limitado de fusilamientos de inocentes y la mayoría de los responsables del magnicidio consiguen escapar del cerco nazi. En realidad, los dos ejecutores del asesinato fueron apresados y ejecutados junto a unas 5.000 personas más. El reciente largometraje Operación Anthropoid se inspiraría en todos estos hechos de manera más fidedigna pero menos sugerente.

Menos de cinco años después del estreno de Los verdugos también mueren, Brecht declararía ante el Comité de Actividades Antiamericanas y volvería a Europa al día siguiente de hacerlo. El guionista John Wexley, que había escrito Confesiones de un espía nazi (una obra prematuramente antifascista, bajo el punto de vista del macarthismo), también formaría parte de las listas negras de Hollywood. La revancha contra Roosevelt y sus veleidades izquierdistas puso en el punto de mira a los artistas que alertaron contra el enemigo nazi con mayor sinceridad y desde un compromiso político explícito que, a menudo, pasó por la militancia comunista.