No responde a que la limpiadora del hotel que se pone de parto en el primer capítulo viva precarizada porque se ha esforzado poco, sino que muestra sin tapujos cómo su situación es una consecuencia más del sistema en el que vivimos. Un modelo de clases donde la opulenta vida de unos pocos es posible gracias a la explotación y la opresión de la clase que les sirve.

Sin embargo, lejos de tratarse de un nuevo género de denuncia social que emerge para derribar el capitalismo e iniciar una rebelión, este tipo de ficciones nacen, primero, para entretenernos y, en segundo lugar, con el objetivo de acumular grandes cifras de visionado al entrar de lleno en uno de los debates más presentes en la cultura de las redes sociales: el cuestionamiento de nuestros privilegios económicos, raciales o de género.

"Al espectador medio que no va de vacaciones a Hawai le gusta ver a la gente rica sufrir. Ver la infelicidad de estas familias ricas en un resort así es una especie de catarsis que te hace sentir mejor cuando ni siquiera tú has podido irte a la playa este verano", apunta María Castejón, historiadora y autora del libro Rebeldes y peligrosas de cine.

Si algo tienen en común ficciones como las mencionadas anteriormente es que emergen en un momento en el que hasta los agentes sociales y gubernamentales han reconocido que el sistema económico y productivo en el que estamos inmersos no es sostenible.

Mientras Parásitos presentaba las consecuencias de la desigualdad de clases a un mundo prepandemia que podía recibir este relato como una exageración de la precarización laboral, la gentrificación de las ciudades o incluso el cambio climático, The White Lotus dirige un mensaje similar a un público mucho más despierto y desengañado tras la crisis de la Covid-19. 

"Podríamos pensar que The White Lotus, en tanto que relectura del mito de los lotófagos, ha sido una buena manera de retratar aquella clase que durante la pandemia ha podido vivir en una isla de placer irresponsable, olvidando todos sus problemas y comportándose igual que si no hubiese virus. Pero no sé hasta qué punto sería una lectura legítima de la serie. Creo que lo interesante es justamente darse cuenta de que para la clase capitalista la existencia de la pandemia ha sido irrelevante salvo como oportunidad de negocio. ¿Cómo sería una temporada de Succession en la que se declarase una pandemia por Covid-19? Imagino que igual, con la salvedad de que Kendall Roy haría el ridículo invirtiendo en empresas farmacéuticas en vez de en aplicaciones tecnológicas. Es decir, por más que la pandemia haya visibilizado situaciones de miseria y exclusión radical, no ha destapado nada", reflexiona el filósofo y periodista Eudald Espluga.

Y aunque efectivamente ninguno de los títulos anteriores narra algo que no supiéramos previamente, logran hacernos sentir vergüenza e indignación con muchos de los axiomas planteados. Así, del mismo modo que la rabia se apoderó de los espectadores de Parásitos cuando en la escena del coche el rico se asquea por el olor del chófer, los seguidores de Succession sintieron algo similar cuando, en el primer capítulo, Roman Roy desplegó toda su crueldad frente al hijo pequeño de una pareja de trabajadores latinos, al ofrecerle un cheque de un millón de dólares si entretenía a su familia haciendo un home run.

Parte del éxito de estas ficciones recae en que a través de estos momentos incómodos se muestra la imagen menos idealizada de los ricos. Es como si, de repente, se quitasen la careta para mostrarse tal cual son en el ámbito privado: niños malcriados que montan una rabieta cuando se aburren o no consiguen lo que buscan. De nuevo, esta representación está vigente en gran parte de los hijos de Logan Roy en Succession y, en especial, en el personaje de Shane en The White Lotus. 

"Es impensable retratar la explotación y las consecuencias de la parasitación laboral que sufre el gerente del hotel en The White Lotus sin la obsesión que desarrolla Shane con él. De la misma forma que no identificaríamos igual la precariedad de Belinda, la mujer negra que trabaja en el spa, sin la dependencia que desarrolla respecto a la huésped rica que le propone financiar su propio negocio", explica María Castejón.

Dejando de lado esta representación que deja clara la arrogancia de las clases más altas respecto a quienes les sirven, a su vez, estos títulos funcionan como un sesgo de confirmación que nos ratifica esa idea de que este modelo socioeconómico solo funciona para unos pocos. Al igual que el relato aspiracional nos ayuda a dormirnos por las noches o sobrellevar un domingo de resaca, este tipo de sátiras apoyadas en las realidades más crudas, nos hacen sentir menos solos: "Cada vez nos decantamos más por los relatos menos aspiracionales porque es la única imaginación crítica que tenemos del sistema en el que vivimos. Es lo que Mark Fisher llamó 'realismo capitalista'. En un planeta al límite del colapso, con escasez de recursos y una desigualdad rampante, la representación de nuestra impotencia y nihilismo se convierte en una forma de realismo, que nos reafirma en nuestro malestar y nos impide imaginar alternativas", desarrolla Eudald Espluga.

En una sociedad donde la tecnología es el medio para casi todos los fines, carecer de conexión a internet te posiciona sin duda en un lugar de exclusión y vulnerabilidad socioeconómica. Sin embargo, esto no quiere decir que quienes tienen fibra óptica y un perfil compartido en Netflix sean la misma clase media de los años 80 o 90. Puedes tener un móvil con 4G y utilizarlo para gestionar los pedidos que repartes en bicicleta por la ciudad. 

Por esta razón muchos espectadores leyeron Parásitos en clave de hipérbole. Como si la imagen de los dos hermanos subidos sobre el retrete del baño tratando de captar la mejor señal wifi reflejase una distopía basada en otro presente y no la cara más amarga de la vida de muchas personas.

"Las formas de representar la clase han cambiado. Medio en broma, McKenzie Wark dice que la clase dominante ya no es lo que solía ser, porque sus signos y estilos ya no son burgueses: en vez de estar cortando cintas para inaugurar fábricas, ahora se entregan al mindfulness y hablan de conciencia cósmica. Ser emocionalmente inteligente y preocuparse por los grupos indígenas forma parte del nuevo ethos tardocapitalista", detalla Espluga.

Así mismo, el nuevo paradigma de clase también se presenta en clave de libertad y poder de decisión. Mientras los huéspedes de The White Lotus se permiten la licencia de acosar a los trabajadores del hotel porque consideran que su felicidad depende de que estos atiendan a todos sus caprichos, los trabajadores no pueden escapar de esta obligación. De hecho, el gerente del hotel se refugia en sus adicciones para poder sobrellevar una situación de la que siente que no puede huir. El desgaste psicoemocional va implícito en su buen hacer como trabajadores. Debido a que hay más gente presa de este sistema que otros, podríamos decir que hemos dejado de hablar simplemente de desigualdad social para comenzar a hablar de falta de libertad.

"Una de las trampas en las que cae de The White Lotus es que acaba igualando a casi todos los personajes bajo una especie de actitud cínica e hipócrita frente a las injusticias, y como espectadores nos quedamos con la sensación de que los individuos racializados de clase obrera que solo ponen cuatro tuits contra el colonialismo son exactamente lo mismo que los empresarios superricos que leen a Frantz Franon, pero siguen disfrutando de todos sus privilegios. Además, igual que pasa en Parásitos, sigue habiendo una asimetría terrible a la hora de representar la violencia, pues solo se muestra como violencia (y es disruptiva) aquella que es ejercida por los dominados (y presentada como una acción vacía de significado). Por ello, quizá deberíamos pensar en otras obras que abordan la cuestión de la clase (y de la violencia de clase) desde una perspectiva mucho menos maniquea, como es el caso del documental de Luis Carrasco El año del descubrimiento", completa Espluga.

Así, a pesar de que en los últimos dos años hayamos alternado el visionado de distopías como Years and Years o El colapso con un entretenimiento que da la vuelta a la idealización de los ricos, el relato aspiracional sigue presente para todo aquel que prefiera evadirse de la realidad y sumergirse en el irrealismo edulcorado de series como Valeria.

Las opciones de consumo audiovisual son tan amplias que a la hora de enfrentarnos a las plataformas digitales el espectro de alternativas abarca todos los relatos posibles. Es como si cada noche pudiésemos elegir el tipo de universo emocional en el que queremos sumergirnos y, ante esta tesitura, por muy concienciados que estemos, no todo el mundo quiere irse a la cama después de ver la última película de Ken Loach sobre la miserable vida de un repartidor que trabaja 16 horas diarias. Aunque este tipo de ficciones funcionan como un sesgo de confirmación que canaliza nuestra conciencia crítica, después de volver a casa de una larga jornada laboral, hay quien prefiere evadirse y ver Friends hasta dormirse acurrucado entre la nostalgia.

Quizás es precisamente por esta razón por la que el nuevo realismo capitalista está calando tan bien entre los espectadores. A medio camino entre la denuncia social, el entretenimiento y la catarsis, estas ficciones logran sacarnos de nuestra zona de confort lo suficiente como para compartir un par de memes críticos en redes sociales, pero no tanto como para quitarnos el sueño al imaginarnos un futuro inhabitable como el que describe El Colapso. Al igual que sucedió con Parásitos, preferimos mirar hacia otro lado y pensar que ya vendrán los problemas. Queremos realismo, pero la dosis justa. Aquella que nos conduce a reflexionar y debatir un rato después de cenar, pero que nos lleva a continuar con la misma vida al día siguiente. 

Al fin y al cabo, eso es el entretenimiento: un pequeño bálsamo que sirve para calmar una herida que a veces supura.