Byne fue el responsable del envío al exilio y sin posibilidad de retorno de las estancias más importantes de los monasterios de Sacramenia (Segovia) y Óvila (Guadalajara), por citar solo los ejemplos más populares.

Así que la sociedad de la época no conoció al verdadero Byne —arquitecto y excelente dibujante, pero también depredador artístico— como tampoco logró desenmascarar a tiempo las intenciones reales de otro personaje, un aristócrata español con quien mantenía tratos: José María de Palacio y Abárzuza (1866-1940), tercer conde de las Almenas y promotor de un extravagante edificio situado en lo alto de Torrelodones (Madrid): el palacete del Canto del Pico. Un inmueble que acabaría legando a su muerte a su admirado general Franco, en agradecimiento por “reconquistar España”, tal y como refiere el historiador José Luis Hernando, y que hoy se encuentra semiabandonado.

Tiempo atrás, en 1927, el conde había tenido tiempo de poner a la venta su colección de arte en Estados Unidos. Entre los cientos de piezas que se subastaban, figuraba una pequeña escultura en alabastro del apóstol Santiago, realizada en el siglo XV por Gil de Siloe, dentro del conjunto del extraordinario sepulcro real de Juan II e Isabel de Portugal, en la cartuja de Miraflores (Burgos). Ahora, casi un siglo después, la comunidad de monjes reclama formalmente la obra al museo Metropolitan de Nueva York —donde se expone en la actualidad—, bajo el poderoso argumento de que fue robada por De Palacio y Abárzuza. Con estos ingredientes, no debe extrañar que quien firmaba el catálogo de subasta fuera Mildred Stapley junto a su marido, sí, Arthur Byne.

Aunque las verdaderas intenciones del conde de las Almenas tardarían cerca de dos décadas en ser reveladas, la figura de José María de Palacio y Abárzuza ya estaba en boca de los vecinos de Burgos a principios del siglo XX, debido a sus constantes visitas a la ciudad y a una feroz polémica. En el artículo Restauración monumental y opinión pública, el historiador Eduardo Carrero detalla la enorme polvareda levantada entre el conde y el prestigioso arquitecto Vicente Lampérez, al hilo de las reformas que estaba llevando a cabo en la célebre catedral de Burgos, con la demolición del antiguo palacio episcopal entre las intervenciones más controvertidas. En la prensa del momento, como recoge Carrero, aun declarándose amigo personal, el conde “no dudó en utilizar toda una suerte de adjetivos despectivos hacia Lampérez y su obra”. Entre ellos, el de estar cometiendo una “horrible profanación” en, quizá, el templo gótico más bello del país.

Lampérez acabaría entrando al trapo, lo que convirtió los medios de comunicación en una especie de ring donde no paraban de lanzarse golpes, a cuál más bajo. Y eso que el arquitecto había asegurado no tener en cuenta las opiniones de un señor “que afirma (no razona) que le revienta el Greco y que Sorolla y Zuloaga son dos pintores menos que mediocres”, cita oportunamente Eduardo Carrero. Para el historiador, la crítica del conde de las Almenas “a la par que destructiva, nunca se asentó sobre principios estéticos sólidos”. Pese a todo, el aristócrata remató la controversia con la publicación de un libro cuyo título lo decía todo: Demostración gráfica de los errores artísticos de D. Vicente Lampérez en Burgos. Un trabajo en el que el conde se erige en garante del patrimonio, asegura que el arquitecto nunca debe “inventar” y, cuando hubiese que añadir algún elemento nuevo a un edificio, ha de “limitarse a copiar o reproducir lo que en el monumento mismo existiese aplicable al caso”.

Pero, ¿qué hacía el conde de las Almenas en Burgos en 1915 mientras tanto? ¿Le movía únicamente su interés por frenar la supuesta “profanación” de la catedral? En el estudio Las aventuradas labores de restauración del conde de las Almenas en la cartuja de Miraflores (revista Goya), la historiadora María José Martínez Ruiz desenmascara la estrategia que De Palacio y Abárzuza estaba llevando a cabo en el edificio que custodia los sepulcros de Juan II e Isabel de Portugal, cuya hija, Isabel la Católica, había ordenado construir en la cartuja junto al de su hermano, el infante Alfonso, fallecido prematuramente a los 14 años. Según apunta la profesora de la Universidad de Valladolid, la Comisión Provincial de Monumentos de Burgos comenzó a escuchar preocupantes rumores, referidos a que “se estaban realizando ciertas obras de restauración sin asesoría técnica ni garantía alguna” en el conjunto funerario de Gil de Siloe. Aprovechando la ocasión, “habían salido del templo, e incluso de Burgos, ciertas piezas: algunas estatuas y un motivo de hierro repujado del llamador de la puerta exterior que había sido sustituido por otro”, recoge Martínez Ruiz.

Cabe preguntarse cómo llegó el conde a campar a sus anchas por la cartuja, más allá de sus discutibles donaciones. La profesora María José Martínez ofrece la clave: las “buenas relaciones” que mantenía con el estamento eclesiástico, con ejemplos esclarecedores. Se refiere la historiadora a gestos como el apoyo expreso al obispo de Zamora, en medio de la polémica venta de unas arquetas árabes de la catedral zamorana al prestigioso anticuario Juan Lafora. Aunque ni siquiera este tipo de maniobras eran inocentes. “Su gesto era comprensible, pues a su buena relación con las autoridades diocesanas se unía otro matiz interesante: el conde era habitual en las tertulias que se desarrollaban en el establecimiento de antigüedades de Juan Lafora, con quien mantenía, además, una estrecha amistad”, precisa Martínez Ruiz.

Tras la desaparición de esas piezas, enmascarada por las “desinteresadas obras” llevadas a cabo en la cartuja a cuenta del bolsillo del conde, se estaba produciendo un robo en toda regla, esclarecido dos décadas después. El académico Eloy García de Quevedo relató, punto por punto, su detectivesca reconstrucción de los hechos en las páginas del Boletín de la Comisión de Monumentos de Burgos de 1934. Y esto fue lo que ocurrió: los alarmantes rumores llevaron a la Comisión a enviar a la cartuja una delegación, encabezada por el alcalde, Manuel de la Cuesta, para verter luz sobre lo que estaba sucediendo.

Cuando el mismo regidor cuestionó al responsable de la comunidad religiosa por lo que sucedía, la verdad —o una parte importante— comenzó a fluir. Aparentemente preocupado por el deterioro de algunos elementos del edificio gótico, el conde de las Almenas financió y ejecutó ciertas intervenciones. Su desinteresada participación le permitió tomarse la libertad de cambiar piezas de lugar en la iglesia —jugando al despiste— y sacar así del recinto algunas de ellas, bajo el pretexto de restaurarlas. La inquietante estrategia del conde llevó a la Comisión a promover la protección de la cartuja, la única herramienta que dejaría a Abárzuza fuera de juego.

Lo que no imaginaban los miembros de la Comisión es que la oposición del arzobispo de Burgos a la declaración de monumento nacional —bajo amenaza de la salida de los monjes cartujos— sembró dudas en el ministerio de Instrucción Pública, que acabó por desestimar la solicitud. Aquello, más que un no definitivo, solo demoró un trámite que acabaría aprobándose unos años más tarde. Entre otras cosas, gracias a la colaboración de un viejo enemigo del conde de las Almenas: sí, el arquitecto Vicente Lampérez.

La Comisión frenó al conde, pero no lograría recuperar las piezas que se había llevado, especialmente, la figura del apóstol Santiago. Nada se supo hasta 1933, cuando tuvo lugar la oportuna visita a la cartuja de un joven profesor americano, Harold Wethey, quien confió al prior que había localizado la talla de alabastro en el catálogo de una subasta… en Estados Unidos. Wethey se refería a la venta de los objetos de la colección del conde de las Almenas en Nueva York, en 1927, cuyo catálogo firmaban Arthur Byne y su mujer Mildred Stapley. El papel del profesor norteamericano sería determinante, pues tiempo después no solo envió los detalles del citado documento al prior de los cartujos —como este le había solicitado—, sino que también le informó de que una adinerada señora de Nueva York la había adquirido para su colección particular.

La intervención de Wethey acabó por desenmascarar el modus operandi de José María de Palacio y Abárzuza: ofrecer donaciones, ganarse la confianza de los responsables de edificios de interés y sustraer, así, aquello que le interesaba para venderlo más adelante. Harold Wethey se comprometió tanto con el asunto, que llegó a localizar a la nueva propietaria. Al contarle que el pequeño Santiago Apóstol pertenecía al sepulcro de los reyes españoles, la norteamericana se estremeció de tal manera que accedió a legarla en testamento a la cartuja de Miraflores. El grandilocuente detalle de la procedencia de la pieza de Siloe había permanecido a salvo del conocimiento de su nueva compradora, pues el conde, en una táctica más para sembrar confusión, atribuía su origen en el catálogo al retablo de la cartuja, y no al sepulcro de los reyes.

Pasaron los años, las décadas. Ni rastro del compromiso de la propietaria —cuyo nombre permanecería en el anonimato— de legar la figura. Hasta que fue incorporada por el Metropolitan de Nueva York en el año 1969, tras pasar por las manos de Reginald de Covan y André Tressley, según aparece en la ficha de la obra, expuesta en la actualidad en la sala Boppard de The Cloisters, la división de arte medieval del Metropolitan. Para paliar de alguna manera el vacío provocado por José María de Palacio, la cartuja incorporó en el año 2011 una réplica exacta financiada por la World Monuments Fund, institución que junto a la Fundación Iberdrola participó en un proyecto de la Junta de Castilla y León para restaurar el edificio burgalés y devolverle el esplendor perdido con el paso del tiempo. Y la inoportuna colaboración de personajes como José María de Palacio y Abárzuza, tercer conde de las Almenas: filántropo, persona preocupada por el patrimonio… y ladrón de arte.