La obra es fruto un trabajo de casi dos años. García, después de dirigir hasta el año 2018 el Teatro Nacional de Montpellier, al que bautizó con el nombre de Humain trop Humain, volvió a la aldea asturiana donde tiene su casa: “Sobre todo, volví para leer. Aquel proyecto fue maravilloso, teníamos un teatro precioso, pero también el trabajo era duro: ver teatro, hablar, proyectar… No tenía tiempo de leer, dejé de hacerlo, cuando eso es lo que yo hago, la materia con la que trabajo”, asegura García en conversación con elDiario.es. Un Rodrigo García que después de una pandemia y una reclusión voluntaria, lleva semanas trabajando en Madrid, la ciudad que lo vio nacer artísticamente, con la que peleó y a la que amó en sus primearas obras, esas que hoy se acercan al mito cuando alguien que pudo verlas las narra: Los tres cerditos (1993), El carnicero español (1997), Protegedme de lo que deseo (1998), Conocer gente, comer mierda (1999), Haberos quedado en casa capullos (1999), Aftersun (2001), Compré una pala en IKEA para cavar mi tumba (2003)… “Flipo con Madrid, está irreconocible, está lleno de turistas”, comenta García, a punto de cumplir los 60 años, pero que sigue con el ojo tenso, agarrado al presente, observándolo, jugueteando con él, descreído y siempre cáustico.

Volvía el autor de textos desternillantes por su capacidad de laceración inusitada, el director que llevó la potencia del universo de Bruce Nauman a los escenarios, el director capaz de crear una fuerza centrípeta que convulsionaba la platea y parecía que ese arte burgués y retrogrado en el que el teatro se convierte muchas veces pudiera ser, por fin, una posible herramienta para cambiar el mundo. Un teatro lleno de libertad, de poesía, de hermandad y al mismo tiempo despiadado, denunciador, heredero del verbo duro de Thomas Bernhard, ese que acusa sin remisión al Estado y sus aparatos represores —como el trabajo o las escuelas—, de acabar con el individuo. García se enfrentó y guerreó hasta la extenuación con el teatro tradicional que lo tachó de “publicista”, que lo quiso etiquetar de enfant terrible para empequeñecerlo, una profesión en la que incluso algunos de sus próceres, como un antiguo director del Centro Dramático Nacional dijo de él: “Qué pena que alguien no lo encadene a una mesa para que escriba”. Lo aceptaban como autor. No querían su teatro incómodo donde desaparecían los sacrosantos conceptos teatrales de personaje, conflicto y desarrollo y aparecía un espacio lleno de libertad para la performance, el arte, la danza, el cuerpo, el vídeo y la instalación.

Sin hacer un tratado sobre esta obra de casi dos horas, sí se pueden apuntar dos o tres aspectos importantes para comprender la dimensión del cambio y la apuesta de este hombre que a sus 60 años se enfrenta a mirar el mundo actual, juzgarlo sin piedad y situarse moral y políticamente ante él.

El primer apunte tiene que ver sobre el elenco. García ha decidido renunciar a su materia de trabajo, sus “actores de siempre”, explicó en rueda de prensa. “Siempre he estado incómodo con esta sociedad de las redes sociales y cómo han cambiado las relaciones, algo que acepto, pero en lo que no quiero participar. Eso sí, lo observo, me divierto, lo miro casi con ternura, casi con una mirada de viejo, de alguien que no tiene el menor interés por participar. Y para tratar esto quería llegar frágil al momento de la creación. Al ensayo hay que llegar frágil, de qué sirve llegar con certezas. Y para ello decidí trabajar con gente nueva, joven, también quería saber cómo pensaban”, siguió explicando este director que acabó, después de un extenso casting, trabajando con tres fuerzas brutas: Elisa Forcano, Selam Ortega y Carlos Pulpón. Tres actores que además están acompañados en escena por el músico Javier Pedreira, que convierte su guitarra en una tormenta de tormentos experimental y sónica fundamental en la obra.

Lo importante de este cambio es el gesto. Un gesto que ya realizó en 2001 en el extinto Festival de Sitges, en el que montó De vegades em sento tan cansat que faig aquestes coses, una obra que supuso la primera importante apertura de un García más madrileño y que acabó siendo vital para los siguientes años: ahí comenzó una relación con actores que luego serían vitales como Nico Baixas, Rubén Ametller y, por supuesto, Juan Navarro. El movimiento en esta ocasión es similar y parece que también le ha salido bien.

Segundo apunte. Cristo está en Tinder es un excremento devuelto, arrojado, a quien lo generó. Muchas de sus partes son de un ridículo y de una estupidez que rayan lo tolerable. En pantalla se proyectan imágenes de una fotonovela creada para el espectáculo con los mismos actores. Apuntar que muchos de los nombres de los personajes son de figuras de la televisión y el star system de la Argentina de hace 40 años (Moria Casán, Mimi Pons, Gianni Lunadei o Susu Pecoraro, por ejemplo). Entra la memoria, el niño que nació en una barriada de la provincia de Buenos Aires. Pero hasta ahí. Lo demás es estulticia, un espejo cóncavo de quienes somos, de lo que chupamos en redes y pantallas.

García realiza en este montaje un teatro idiota la mayor parte del tiempo. Devuelve al respetable lo que genera. En escena introduce un perro mecánico de última generación, que se mueve como uno de verdad, un elemento Blade Runner que nos mira y nos interroga. Así, Tino, que se llama el perro, mirará las fotonovelas como si estuviese mirando un episodio de National Geographic. Tino mirará a un público que, incauto, reirá con sus monerías cuasi animales sin sospechar que el observado es él. Pero lo que más sorprende de este teatro idiota de García es la ausencia de respiraderos.

En la obra de este creador siempre hubo contrastes, lo estúpido frente a la muerte, lo idiota frente a la posibilidad de amar, lo irrisorio del ser humano frente a su capacidad de trascendencia. El teatro de García era un teatro donde se reivindicaba con fuerza y esperanza que las cosas podían ser de otro modo. Se atacaba al público, pero también se le convocaba, se le invitaba. Su teatro era centrípeto y de ida y vuelta entre escena y grada. En este montaje tan solo en tres momentos se esbozan unas pequeñas ranuras, tratadas de manera austera.

La primera de ellas es una charla entre los actores de espaldas al público mientras en una gran pantalla vemos a esos mismos actores caer repetidamente, en una noche estrellada y preciosa, a una tumba excavada en la tierra. Esa charla frente a la muerte, esa hermandad en la consciencia de que la vida es algo preciado y que estamos malgastando, por capacidad poética y hermandad, es uno de esos momentos. Los otros ocurrirán en los dos únicos pequeños textos dichos en escena. Todos los demás serán dichos en playback. Carlos Pulpón, puesto de drogas hasta arriba, con la nariz taponada de algodones porque hasta hace unos minutos estaba sangrando los sesos por ella, dice: “Me he fortalecido para poder ir más lento, para hacer menos. Me he fortalecido para ser delicada. Etérea. Una pluma. Soy fuerte como una pluma”. Selam Ortega, casi al final de la obra, dirá: “No, no acabaré decrépita como los viejos. Le pondré fin antes”. Serán los tres únicos momentos donde la barrera entre la escena y el público se transitará. En todos los demás García mantendrá una distancia fría. Ante la pregunta de este periódico en rueda de prensa sobre esta distancia, García fue severo: “Todo es por desprecio, por desprecio a la sociedad, parto del desprecio, parto de decir no quiero veros, el público es casi como un invitado a ver una película, y sí, hago un teatro idiota, un teatro sobre lo que observo, no me creo nada”.

Esa es la nueva guerra de este creador. Su posición ante el mundo. El cambio medular. Y de ahí surgirá una escena donde por primera vez García se ha atrevido a coreografiar, aparecerá la danza. Una danza quieta e introspectiva. Uno uso del espacio instalativo y simbólico, unas escenas fantasmagóricas que serán transición entre estupidez y estupidez entre las que destaca un duelo de dos seres desnudos y con peluca, uno masculino y otro femenino, que se atacan y aman con hachas, violencia y simbolismo fuerte que remite a una de las instalaciones más potentes de este creador: Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta. Al igual que en toda la obra, en esta acción García no evita el discurso de género. Algo que quizá pueda herir o no gustar a ciertos espectadores, pero que también supone un bocanada de aire fresco en una sociedad donde lo políticamente correcto impera. Y destaca también un baile de fantasmas revestidos en visón de difícil semántica, pero que resume muy bien los nuevos caminos y tiempos del nuevo teatro de este creador.

En Cristo está en Tinder, García ha comenzado a pintar de nuevo, pero en otro lienzo, con otros pigmentos. Estarán todos los elementos reconocibles de su trabajo, los objetos, las acciones, el texto brillante y la crítica incorrecta, hasta una pequeña acción con comida marca de la casa (por cierto, una acción preciosa, donde una virgen humana, Elisa Forcano, se inmola y lacera sobre un suelo de patatas fritas). Pero no habrá comunión con el público.

Tercer y último apunte. Al final, imperará una imagen, Selam Ortega se montará embarrada hasta el tuétano en una moto de cross, mirará fijamente al frente, iluminada con toda la delicadeza por Carlos Marquerie. Esa es la imagen que García dice que motivó esta obra. Navegante y embarrado, sucio y decidido a seguir. En 1976, el gran músico Luis Alberto Spinetta, en plena dictadura argentina escribió la canción El anillo del capitán Beto que decía aquello de: “Ahí va el Capitán Beto por el espacio con su nave de fibra hecha en Haedo, ayer colectivero, hoy amo entre los amos del aire”. En ese remake glorioso del Space Oddity de David Bowie, Spinetta se preguntaba: “¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo? ¿Por qué habré venido hasta aquí si no puedo más de soledad? ¿Dónde habrá una ciudad en la que alguien silbe un tango?”. Beto/García, en este caso, parece que ya no espera encontrar, pero ha decidido seguir navegando. Es esa decisión ética y vital la que García expone frente al público.

La obra estará en Madrid hasta el 11 de junio, para dirigirse después al Temporada Alta de Girona, y después a París, Nancy y Praga… El teatro de Rodrigo García pide el peregrinaje, porque no es un teatro de ocio y entretenimiento, sino puro rito de confrontación. Para el público que nunca ha asistido a una de sus obras, quizá lo deteste pero es improbable que simplemente pase el rato.