Aquello era un dogma de fe. Si nos inflaron a bandas salvadoras del pop frente a las hordas salvajes del grunge es porque nos dejamos hacer de buena gana. Y es que, a poco que alguien quisiera explorar más allá de Amistades Peligrosas o Laura Pausini, era fácil sintonizar con la parroquia del britpop, ese movimiento musical heterogéneo nacido en el próspero y colorista Reino Unido de la era post Thatcher.

Eran años de eclosión cultural, auspiciada por el despegue económico y el alto el fuego en Irlanda del Norte, con una estimulante escena en la que confluían escritores, cineastas y artistas como Nick Hornby, Danny Boyle o Julian Opie. Efervescencia que la prensa pronto bautizaría como "Cool Britannia", un remozado del himno patriótico Rule Britannia del siglo XVIII que, de tan popular, el mismísimo David Bowie dejaría anotado en Life On Mars —Hunky Dory, (1971)— para criticar, entre otras cosas, la cultura de masas y el consumismo feroz. Y un poco de todo esto hubo en el arranque del britpop. De orgullo patrio a lo "y-si-somos-los-mejores-bueno-y-qué", de generar expectación, de crear contenidos con jugosas polémicas para el gran público y de poner en marcha la máquina de hacer dinero. Sobre todo esto último, para qué engañarse.

“Quién no arriesga, no gana", debió pensar la cúpula de la desaparecida revista musical Melody Maker al plantar a Suede —con solo un sencillo publicado, The Drowners— en su portada de abril de 1992 y endiñarles tremendo titular, siempre expertos y dispuestos los de las islas para estos menesteres: "La nueva mejor banda en Reino Unido". Ni más ni menos. Aquello era una apuesta firme para reavivar la escena guitarrera, yerma tras la disolución de The Smiths, la parálisis judicial de The Stone Roses y la deriva del sonido Manchester hacia la cultura rave. Kurt Cobain, sus Nirvana y el grunge se estaban haciendo con todo desde el otro lado del Atlántico y eso no beneficiaba a la industria ni, por extensión, a los medios de comunicación locales cuyos ingresos publicitarios se veían mermados.

La consigna era clara: recuperar el espíritu del swinging London y propiciar otra invasión británica como la de los sesenta, aquella que, encabezada por The Beatles, The Rolling Stones o The Kinks, hizo más por la expansión cultural del Reino Unido que siglos de repulsivo imperialismo. Con estas premisas, tirando de aquí y allí, insertando la union jack por todas partes, promocionando nuevas y prometedoras bandas (Blur, Suede, Oasis, Elastica, Echobelly, Shed Seven...) y rescatando otras (Pulp, Lush) se preparó ese gran asalto que, finalmente, no fue capaz de emular en éxito al primero. Ni por asomo. Un murmullo con ecos de Oasis y The Verve fue lo más que llegó al país de las hamburguesas. En Europa, en cambio, golpeó con la suficiente fuerza como para provocar un maremoto de jóvenes indies, calzados con sus gazelle, que siempre podían echar mano de la muletilla "¿Oasis o Blur?" para romper el hielo en los preliminares del cortejo festivalero.

¿Fue divertido? Sin duda. ¿Quedaron álbumes candidatos a engrosar la lista de los grandes entre los grandes? Alguno, como Definitely Maybe (1994) o (What’s the Story) Morning Glory? (1995) de Oasis, Dog Man Star (1994) de Suede, Parklife (1994) de Blur, Different Class (1995) de Pulp... pero ninguno tan trascendental como para disputar plaza entre los 50 primeros. Ni en los cien, seamos serios. Según la revista especializada Rolling Stone, de entre los 500 mejores álbumes de la historia, Blur merece el puesto 438, Pulp el 162 y Oasis el 157. ¿Fue entonces el britpop tan glorioso como para seguir hablando de él 30 años después? A tenor de los ríos de tinta y fotogramas al respecto —entre estos la recién estrenada docuserie de la BBC Britpop: The Music That Changed Britain—, se podría decir que sí. O también podríamos echarle la culpa a los achaques de la nostalgia y a la interminable crisis de la mediana edad —¿es a los 40, a los 50 o dura más allá?— para entender tal recuperación mediática. Que esto también es cíclico, y ahora tocan los noventa.

Pero lo de retomar la cantinela del britpop no es puro revisionismo estéril. No es capricho de indies machuchos, no. La actualidad manda y toca analizar los sonados regresos de sus adalides. Asunto peliagudo. Mary Shelley ya ilustró el terror de la resurrección en Frankenstein (1818) y poco dista del que siente cualquier fan ante la vuelta de sus ídolos de entre las sombras. De echarse a temblar si anuncian nuevo disco y rezar para que sea mínimamente digno. De experimentar un cúmulo de sentimientos encontrados, colisionando mente y corazón, desde un cauto “dejadlo estar” a un emotivo “venga, por los viejos tiempos”.

Pues bien, hace solo unos días que Blur arrancaba en España su primera gira desde 2015. Y esta viene acompañada del estreno de The Ballad of Darren, su noveno álbum de estudio, del que ya hemos saboreado algún adelanto. No como Pulp que, a pesar del esperadísimo regreso a los escenarios una década después, lo hacen sin material nuevo. Y Suede, reformados en 2010 tras un hiato de siete años, y que ahí siguen, incombustibles, editando álbumes tan meritorios como Autofiction (2022). ¿Y qué hay de Oasis? ¿Cumplirá Liam Gallagher su promesa de enterrar el hacha de guerra y reunir a la banda tras ganar el Machester City la final de la Champions League? ¿Y qué opina Noel, su hermano, de todo esto?. De cumplir, ya tendríamos en activo a los big four.

Regresos que invitan, también, a preguntarse “¿qué fue de?”. ¿Qué fue de, por ejemplo, esas chicas que, siguiendo la estela de las riot grrrl americanas, se pusieron al frente de ilusionantes proyectos como Elastica, Echobelly, Sleeper o Dubstar? ¿O qué fue de todas esas bandas apostadas en segunda línea, como Supergrass, The Boo Radleys, Ocean Colour Scene, Ash o Gene? Pues de todo hay. Algunas emularon el modelo The Rolling Stones —a otra escala, claro— y quedaron convertidas en bandas tributo de sí mismas, con lanzamientos superfluos y giras centradas en sus grandes éxitos. Otras se disolvieron y de sus cenizas surgieron nuevas formaciones (Blur dio paso a Gorillaz, Richard Ashcroft finiquitó The Verve y empezó carrera en solitario...). Las hay que mantienen cierta dignidad, como Ocean Colour Scene. Y hay quienes directamente desaparecieron de la escena musical o se posicionaron al otro lado de los focos (Justine Frischmann de Elastica es pintora y vive en California; Louise Wener de Sleeper es novelista y Martin Rossiter de Gene es profesor de música y compone para series de televisión).

¿Y qué fue de esas nuevas y prometedoras masculinidades tan bien representadas en Brett Anderson (Suede) con su estética andrógina o Jarvis Cocker (Pulp) con sus guiños al feminismo? Pues no tanta evolución como cabría esperar. Destellos puntuales. Siempre en proceso, siempre esperando la revolución queer y feminista definitiva, a ver si alcanza en los siguientes 30 años. Porque el cuño britpop, del que todos sus protagonistas renegaron tarde o temprano, no tenía nexo común —ni en estas cuestiones ni en las musicales— más que el del oportunismo. Y si el líder de Suede opinaba, durante la presentación del segundo tomo de su biografía, que aquello fue “una caricatura misógina, nacionalista y desagradable orquestada por machirulos”, Liam Gallagher contestaba que el britpop fue cosa de “nenazas y afeminados”.

En cualquier caso, tirando o no la dichosa etiqueta a la basura de la terminología inventada por la prensa, es incuestionable que sigue habiendo público para estas bandas como lo podía haber para el Dúo Dinámico en los noventa. Más incluso. Porque mientras la nostalgia campe a sus anchas se invertirá en su engorde, obviando las señales de que tanto el britpop como sus predecesores ya pasaron de moda. Acceder a las primeras filas de tus festivales favoritos sin derramar ni una gota de cerveza es, por ejemplo, síntoma inequívoco de su anacronía. No todo es drama. La madurez también tiene sus ventajas.