Ese 14 de marzo de 2020 se mudaron con ella la incertidumbre y las dudas, pero también un inesperado “punto de refugio” que siempre había estado ahí: los libros.

Ya se había abrazado antes a esa misma tabla salvavidas. Fue cuando vio por primera vez llorar a su padre. También cuando abrió los ojos y vio que su vida no estaba yendo por donde ella quería que fuera. Los libros reaparecieron como una vía de escape, como una ventana para observar el mundo y tratar de entender algo más sobre nosotros mismos. El “hambre de historias” cuando parece que todo termina. “Puedo pasarme tres días sin hablar con mi madre, pero cuando estoy hecha una mierda y solo tengo ganas de llorar, es a ella a la primera que llamo. Y tengo la sensación de que nos pasó igual con la lectura: en el momento más crítico, volvimos todos a ella”.

De esa relación con los libros es desde donde escribe Desde el ojo del huracán (Ariel, 2022), un ensayo “íntimo” que pretende trazar una historia de las librerías e, inevitablemente, de la propia autora. Sanmartín se sincera aquí sobre lo que la llevó a convertirse en librera porque su vida “siempre va ligada” a la de las librerías.

Así, la memoria de la pequeña Marina se entremezcla con la Babilonia del año 3.500 a.C., con La epopeya del Gilgamesh, La Ilíada o la biblioteca del rey asirio Ashurbanipal. Mientras que las huellas de su desencanto con el periodismo o las de su primer trabajo en la sección de libros de bolsillo de una gran superficie de Callao se descubren entre el relato de la invención de la imprenta, de Miguel de Cervantes, del despertar de Amazon y los cambios que vino a imponernos la pandemia.

La verdad es que entre los sueños de Marina Sanmartín nunca estuvo el de ser librera. Acabó siéndolo por pura casualidad. Ella siempre había sabido que a lo que quería dedicarse era, en verdad, a escribir. Sus padres se dieron cuenta muy rápido de ello al ver la facilidad con la que rellenaba cuadernos. Como la redacción en la que su profesora de sociales era asesinada, esa que apenas recordaba haber escrito hasta que se reencontraron décadas después porque la tía abuela Ángela la había estado guardando. Fueron también, Rafael y Marina, sus padres, los que viendo el “ansia infantil” con la que devoraba los clásicos adaptados de Bruguera que le compraban en el kiosko (La isla del tesoro, Oliver Twist, Los tres mosqueteros) siguieron animándola a leer y a escribir. Libros y más libros, leídos muchos “sin comprender demasiado”.

“Uno de mis primeros recuerdos”, responde cuando le preguntan por su infancia, “es de un día de Reyes, de despertarme y encontrarme el comedor lleno de libros del Barco de Vapor”. Una treintena de ellos —la mitad de Barco de Vapor azul; el resto, del naranja— con los que al pasar la página acabaría produciéndose “el milagro”. “No solo fui una niña feliz, sino que fui estimulada. Mis padres, mi familia, pusieron a mi disposición todas las herramientas posibles”.

Dice que fue su carácter “un poco loco” lo que la llevó a estudiar periodismo. Fueron esos sus años de aprendizaje, de encuentros, de amores y de descubrimientos. Pero también fueron los años en los que empezaron a llegar las dudas. El 11 de septiembre de 2001, mientras trabajaba en la Agencia EFE y todo el mundo hablaba de los aviones que se habían estrellado contra las Torres Gemelas, ella descubrió que aquello no era lo suyo. Se dio cuenta de que el periodismo informativo le importaba “un rábano”. “Recuerdo que ese día iba hablando con mi madre por teléfono, llorando. Iba en un taxi a la embajada de Israel a ver si allí alguien quería hacer alguna declaración, pero en lo único en lo que podía pensar era en que no quería estar ahí. Solo quería volver a València con mi madre”.

“Creo”, explica cuando se le pregunta por ese día, “que hay momentos en la vida en los que nos damos cuenta de si estamos yendo por donde queremos ir o no. Y es difícil decirte ‘por aquí no es’ y ser capaz de tomar una decisión. Eso es algo que me agradezco mucho a mí misma porque no todo fue idílico”.

¿Y cómo llega Marina Sanmartín a ser librera? Por pura casualidad. Vio una oferta de unos grandes almacenes en un portal de empleo, mandó la solicitud, participó en una dinámica de grupo y acabó en la sección de libros de bolsillo. A los cuatro días de cruzar una de las puertas de la tienda, supo que había encontrado su sitio.

Tres años atrás, mientras el polvo se asentaba en sus mesas de novedades, Cervantes y compañía —librería, 185 metros cuadrados, persiana echada— sintió que empezaba a transformarse.

Fue una metamorfosis provocada por la convicción de que Cervantes no podía cerrar. Pese a la pandemia, pese al confinamiento, había que salvar la librería. “Nos plantemos qué teníamos que hacer ahora para sobrevivir porque si algo teníamos claro en el equipo es que no podíamos dejarla caer”, recuerda Sanmartín.

“¿Quién llamó primero?”, escribe en Desde el ojo del huracán. “¿Fue Esteban para ofrecerse a montar una plataforma online que permitiera a los lectores ayudar a su librería favorita comprando vales de lectura canjeables con el regreso de la normalidad? ¿O fue Luis, que editó un vídeo para recordar a los amantes de los libros que la pandemia terminaría algún día y, entonces, las librerías los estarían esperando? ¿Qué espíritu insospechado nos puso a todos de acuerdo para rebelarnos contra las circunstancias y surfearlas sin caer?”.

Instagram, Facebook, YouTube, Zoom y la venta online fueron los aliados inesperados. Las redes sociales florecieron como un canal más para hablar sobre literatura. Y, de la noche a la mañana, los libreros asumieron que ellos también podían (y debían) ser creadores de contenido. “Hasta ese momento”, explica Sanmartín a elDiario.es, “las librerías solo habían tenido sus redes para dar testimonio de algo que había pasado, pero nunca se habían utilizado para retransmitirlo o crear algo original”. Las librerías independientes aprendieron que con un buen servicio de mensajería y una página web decente podían acabar con la falsa creencia de que la venta online era un terreno reservado a los peces más grandes.

Tres años después, recordando cómo todo un barrio, toda una comunidad de lectores, hizo lo imposible en los peores momentos para evitar que las librerías cerrasen, Marina Sanmartín sonríe. Y cuando se le pregunta por qué acabó siendo librera escribe: “Tal vez sea librera porque soy incapaz de conformarme con una sola vida”.