Nos habitan océanos llenos de vida, de vidas. Los miles de millones de células que conforman nuestros tejidos –la piel, el corazón, el cerebro– tienen, cada una, sus propias biografías y sus propios afanes: su propia voluntad. Ellas, como nosotros, nacen, crecen, se reproducen y mueren. 

Existen seres vivos formados por una sola célula. Los humanos somos seres vivos formados por otros seres vivos: como una oceánica muñeca rusa condenada a enfermar y morir. De la alopecia al bruxismo pasando por la ciática y las dioptrías, todo un alfabeto de dolencias nos recuerda a diario que arrastramos un cuerpo con voluntades diversas. No decidimos sudar, no decidimos eyacular, no decidimos menstruar. A los 13 años nadie nos preguntó si queríamos que nos asomase el bozo; pero asomó.

Esto lo tenía muy claro Arthur Schopenhauer (1788-1860). Obviando su profunda misoginia –es uno de tantos filósofos machistas que jalonan la historia–, Schopenhauer concluyó que la única realidad de la que no podemos dudar es la voluntad. Por debajo de las apariencias discurre la voluntad. Y no, no es exactamente la voluntad de alguien (de un dios o de usted). Es más bien un empeño animal, ciego e inconsciente. Para este filósofo alemán es precisamente el cuerpo “que nos es dado” la mejor "manifestación" de esa voluntad.

"De aquí –dice Schopenhauer en su obra El mundo como voluntad y representación en la traducción de Eduardo Ovejero y Maury, para la editorial Porrúa– la perfecta adecuación del cuerpo del hombre y del animal a la voluntad de éstos, semejante a ellos, pero superior también a ellos, que son como un instrumento o útil para la voluntad del artífice".

Nuestra mente tiene un plan que nuestro cuerpo no comparte. Durante unos años parece que el cuerpo nos sigue el juego y hace lo que esperamos de él; pero basta enfermar, envejecer (u odiar el bozo) para saber que no es así. El primer síntoma de madurez es la consciencia de que, en la vida que nos queda, necesitaremos negociar constantemente con nuestro cuerpo. No dejaremos de buscar una reconciliación con él, una reconciliación que solo será alcanzada por quienes accedan a los estadios más avanzados de la sabiduría.

La reivindicación de la voluntad y de su expresión física en el ser humano –el cuerpo– como clave de bóveda del conocimiento fue algo revolucionario. Con Schopenhauer, y luego con Nietzsche, ganó carta de naturaleza el vitalismo, una corriente que había germinado en el romanticismo alemán y que luego heredaron a su manera, ya en el siglo XX, Ortega y Gasset y María Zambrano.

Salvo honrosas excepciones –la mayoría en la Grecia clásica– a nuestra civilización tradicionalmente el cuerpo le ha estorbado. Es un incómodo recordatorio de nuestra animalidad y de nuestra fragilidad. Platón llegó a definirlo como “tumba del alma”. Esta desazón ante nuestro cuerpo –a nuestra parte animal, por decirlo mal y pronto– se observa en un dualismo permanente: 

Celestial / Terrenal

Espiritual / Natural

Ideal / Material

Universal / Particular

Racional / Irracional

En resumen: el alma es la virtud y el cuerpo, el pecado. No ducharse fue, durante siglos, un signo de santidad: era un desprecio del cuerpo frente a esos hedonistas empeñados en asearse [no se pierdan el ensayito titulado En olor de santidad, de Juan Antonio Jiménez Sánchez, aquí en PDF] La mayoría de las religiones organizadas cuentan entre sus filas –y a menudo en sus cúpulas– con fanáticos del desprecio al cuerpo; singularmente del cuerpo femenino. 

El cuerpo masculino, sin embargo, era considerado como la copula mundi, es decir, la unión de dos mundos, el divino y el humano. Mediando entre ambas esferas se sitúa el ser humano (varón, en la tradición patriarcal). Eso y no otra cosa es Jesucristo, un Dios hecho carne (de varón) que nace de la única mujer sin mancha (inmaculada).

Un ejemplo de esta función del cuerpo masculino como bisagra entre dos mundos se halla en la danza religiosa de los derviches turcos: consiste en bailar girando y extendiendo los brazos con una mano alzada hacia el cielo y otra volcada hacia el suelo.

La versión aconfensional de la misma idea sería la del llamado Hombre de Vitruvio, uno de cuyos ejemplos más famosos fue diseñado por Leonardo Da Vinci. En ese diagrama el cuerpo humano sirve de medida para las proporciones de la geometría: de nuevo la unión de dos mundos, lo material con lo ideal.

En abril se publicó en la revista Nature una revisión del llamado homúnculo de Penfield. Ese neurocirujano estadounidense logró identificar qué regiones del cerebro se conectan con nuestras extremidades. La idea del homúnculo (hombrecillo) ha ido variando, pero durante amplios periodos de la historia había quien creía que dentro de cada cuerpo humano habitaba un hombrecillo que lo dirigía.

En junio se conoció una operación quirúrgica que abre un buen melón (y disculpen el símil). Durante seis horas una mujer con una malformación cerebral fue intervenida en un hospital de Barcelona. La mujer, traductora e intérprete, se gana la vida gracias a su amplio conocimiento de las lenguas. Los cirujanos la operaron estando ella consciente en todo momento y, para no afectar a sus capacidades lingüísticas, colocaron sobre su cerebro banderitas con los idiomas y habilidades albergadas en cada región. Es abrumador pensar que en esos tejidos físicos están contenidas estructuras abstractas y conceptuales: vocabulario, reglas gramaticales y normas fonéticas. Frente a los defensores del dualismo, este sería un claro ejemplo de fusión entre lo ideal y lo material. Una auténtica copula mundi (en el cuerpo de una mujer, por cierto).

Lejos de la asepsia de las ideas, nuestro cuerpo mancha, duele y se marchita contra nuestra voluntad. Cuando leemos la palabra voluntad es muy difícil no preguntarse enseguida “¿la voluntad de quién?” Nos aterra la idea de estar sometidos a una voluntad que, en realidad, no es de nadie y que, aun así, sufrimos como caprichosa, ciega e inconsciente. "Cada acto concreto tiene su fin, pero la voluntad en general no tiene ninguno", dice Schopenhauer.

Los seres vivos, por puro instinto, tendemos a querer seguir viviendo. Los seres inertes tienden a querer permanecer en el estado en el que se encuentran. Cuando tropezamos con una piedra –algunos, dos y tres veces–, la piedra opone lo que parece cierta forma de voluntad a nuestro pie. Todavía hay quien lo llama voluntad de Dios. Nosotros preferimos llamarlo ‘ley de la naturaleza’. 

Existe una ley de la gravedad que impone su voluntad: esa piedra se queda donde está, independientemente de dónde queramos dirigir nuestros pasos. Las leyes naturales que describe la ciencia se pueden ver, de alguna manera, como voluntades encapsuladas: nacer, crecer, enfermar y morir; pero también, orbitar, evaporarse, fusionarse o licuarse. Incluso la incertidumbre cuántica puede interpretarse como una intencionada falta de voluntad.

A pesar de los siglos transcurridos, el cuerpo nos sigue estorbando. Su torpeza, sus pelos, sus olores... Quizá el recelo hacia lo físico sea hoy más estético que ético, pero perdura. La tecnología rema a favor de la frialdad sin cuerpo. Lo conté hace unos años en otro lugar cuando puse en duda el futuro del calor humano: la tecnología hoy nos posibilita salvar situaciones que antes requerían contacto entre personas. Está sucediendo en todas las relaciones humanas, ya sean laborales, sociales, afectivas o sexuales. Para alivio de muchos, el catálogo de las interacciones humanas posibles sin olor ni sudor ni pelo ha crecido exponencialmente en los últimos 30 años.

En esta línea, las filosofías transhumanas o posthumanas abogan por mejorar el cuerpo superando sus limitaciones. Confían en que la tecnología nos permitirá depender cada vez menos de los condicionamientos físicos. En una versión límite, sueñan con poder transferir cada conciencia individual, con sus recuerdos y conocimientos, a un contenedor externo. Ficciones distópicas como Carbono alterado o Futurama ya barruntaban esa idea.

Hace más de una década el magnate ruso Dmitry Itskov lanzó la llamada Iniciativa 2045 en la que aventuraba el progresivo abandono del cuerpo físico. En un estadio final de la evolución humana, tras pasar por varios soportes, la mente individual sería transferida de un estado biológico a uno energético. Liberarse de la platónica tumba del alma significaría, también, liberarse de todas las tumbas, porque esa mente individual sería técnicamente inmortal (con el mantenimiento adecuado, claro).

El cuerpo, como un fondo marino, es un delicado ecosistema; un arrecife de coral abocado a la extinción. Contra la sentencia firme que pesa sobre todos nosotros en este patíbulo que llamamos vida, solo podemos aferrarnos a una voluntad que no siempre es propia. Otros deciden: dioses y máquinas prometen un mundo sin cuerpos.

Un mundo sin muerte.

–––––––––

También queremos que pienses en esto 

elDiario.es se financia con las cuotas de 60.000 socios y socias que nos apoyan. Gracias a ellos, podemos escribir artículos como este y que todos los lectores –también quienes no pueden pagar– accedan a nuestra información. Pero te pedimos que pienses por un momento en nuestra situación. A diferencia de otros medios, nosotros no cerramos nuestro periodismo. Y eso hace que nos cueste mucho más que a otros medios convencer a los lectores de la necesidad de pagar. 

Si te informas por elDiario.es y crees que nuestro periodismo es importante, y que merece la pena que exista y llegue al mayor número posible de personas, apóyanos. Porque nuestro trabajo es necesario, y porque elDiario.es lo necesita. Hazte socio, hazte socia, de elDiario.es.