Una vez se entra en el nuevo recinto del festival —en el que el logo del patrocinador se ve más que el del propio evento— uno descubre que el viaje al pasado parece haber sido a las fiestas de tu pueblo en el año 2000.

El recinto dedica gran parte de su espacio a formar un recorrido laberíntico donde los diferentes patrocinadores ponen sus puestos y donde el gran centro de atracción es una tómbola (patrocinada por una marca de cerveza) donde se sortean premios al bingo y donde suenan éxitos como El velero o canciones de Chimo Bayo mientras en el resto de escenarios cantan los cabezas de cartel. Esto provocaba un extraño fenómeno en el que entre canción y canción de The Offspring, uno de los primeros en salir al escenario a las 19:00 de la tarde y bajo un sol de justicia, se escuchara "¡El 4!" o éxitos como Nochentera. Según informa la organización, el recinto reunió a más de 65.000 personas.

Lo curioso es que el asunto funcionaba, y la gente se apiló para escuchar los temas que podrían escuchar en las verbenas de su pueblo en la discomovida en vez de ir a descubrir nuevos grupos o disfrutar con los ya conocidos. El resultado era un festival ciclotímico en el que a la altura de los cabezas de cartel se colocó la aparición sorpresa de las Azúcar Moreno cantando sus éxitos ante un público entregado que prefirió verla a ellas en lugar de a The 1975.

Para ver a la banda británica son obligatorias las gafas de sol. El atardecer se hace esperar detrás del grupo, que arranca su tierno recital con Looking for somebody (to Love). El líder de la banda, Matthew Healy, reconoce que sabe muy poco español, pero se esfuerza en interactuar con sus fans igualmente, ayudado por las pantallas que reproducen lo que sucede sobre las tablas en blanco y negro. Los solos de saxofón se convierten en los mejores roba planos de un show en el que el cantante pide "ayuda" para entonar las canciones más melancólicas. Hay más de un corazón encogido entre los asistentes, abrazos limitados por el calor y cervezas en mano moviéndose al ritmo de Happiness, About You, Somebody Else y I Always Wanna Die (sometimes).

Si el propio concepto ya suponía un regreso al pasado, con su tómbola y sus puestos, el cartel del primer día de festival reafirmaba la sensación. Parecía que se había elegido a los grupos cogiendo la lista de una banda sonora de una película de adolescentes de finales de los 90 o mediados de los años 2000. The Offspring, Robbie Williams, Franz Ferdinand… Faltaban Blink 182 y Green Day para crear la típica setlist de una entrega de American Pie.

Pocos contaban con que el carisma de Robbie Williams sería capaz de acabar con la sensación de feria y convertir el Mad Cool en un macroconcierto de estadio de una estrella mundial. Robbie Williams salió vestido de dorado y se metió al público en el bolsillo desde el minuto uno. “This is Robbie Fucking Williams and this is my ass” (Soy el puto Robbie Williams y este es mi culo), dijo para presentarse y señaló su trasero. Parece una tontería, pero no lo es, porque su culo fue uno de los protagonistas del show y ha sido uno de sus activos en su carrera. Desde Take That hasta el vídeo de Rock DJ, uno de los más importantes de la música de las últimas décadas, llegando a la portada de su último álbum, XXV, donde vuelve a mostrarlo con orgullo a sus 49 años.

“El puto Robbie Williams” dijo tacos, mencionó toda la droga que se metió, todo el sexo que tuvo, y todas las fiestas a las que fue. Se metió con Take That, les hizo una peineta y solo cantó The Flood como tributo a la banda y un poquito del Back For Good a capela. Se rió de ellos. Williams salió como un terremoto al escenario y se lo comió de un bocado. Uno no podía dejar de mirarle, con su traje dorado y decir cualquier provocación que se le ocurriese, incorporando la conversación con los fans de primera fila a su monólogo, como a Gerard, a quien incluso preguntó el nombre de sus hijos. Era un agujero negro, hipnótico y al que no puedes dejar de mirar. Es como el amigo canallita que sabes que te la va a liar pero que es tan divertido que le perdonas todo. Tuvo hasta dardo para Leonardo DiCaprio en los últimos compases del show cuando le cantó She's The One a una fan de 26 años y se alegró de que no tuviera 23, porque él no es como el actor. 

La sensación de viaje al pasado la debía tener hasta él, porque su concierto fue eso mismo. Nos llevó a sus comienzos, nos contó su paso por la música, sus subidas y sus caídas, mientras la pantalla mostraba fotos de un Robbie Williams joven en sus diferentes etapas, mientras hacía referencias a los 90 y a sus más de 30 años en la industria. Williams no ha perdido ni un ápice de su atractivo, a pesar de que acabara reventado cada canción, algo que hasta él se tomó con humor diciendo a la gente que estaba “jodido” y que era por un “covid persistente”. Su setlist fue un repaso a los éxitos rompepistas del pop de los últimos 30 años. Let Me Entertain You, Tripping, Candy, Kids, y cómo no, Rock DJ, Feel y Angels, pusieron a las casi 70.000 personas del recinto a gozar. 

El éxtasis de Williams hizo que por un momento uno se olvidara de que el nuevo recinto no está bien conseguido, que cuenta con poca luz en las zonas de paso, que crea un laberinto entre escenario y escenario, con zonas de paso poco intuitivas y que con su decisión de colocar los únicos baños en el centro —muchos y limpios, eso sí— crea un embudo al término de cada concierto que hace que uno se encuentre a jóvenes orinando en las verjas de la zona habilitada para ello en vez de entrar dentro, donde hay decenas de ellos libres.

Y mientras Robbie entretenía a la mayoría de los asistentes en el escenario principal, en la carpa Ouigo, un grupo reducido pero intenso de resistencia indie agradecía un conciertazo de Maxïmo Park donde los vasos volaban con restos de hielos —luego eran rápidamente reapresados porque, claro, a euro y medio el vaso— y algún sombrero sudado en homenaje a Paul Smith, que vestía una camiseta con la palabra paz en inglés. Y se les agradeció también su presencia con varios pogos felices que celebraban las canciones que no pierden energía de este gran exponente del revival post-punk de los dos miles. Los británicos no tienen disco nuevo desde 2021 y este año apenas tocan en festivales pero Maxïmo Park se sube a algún que otro escenario para recordar a los que vienen detrás que ellos siguen estando allí.

La autoconsciencia y el buen rollo de Williams sepultó al resto, comenzando por The Offspring, cuyo cantante soportó los 30 grados de Madrid a las 19:00 con una manga larga negra que daba agobio solo verla. Sus cuatro temazos encadenados como colofón final, con Pretty Fly (For A White Guy) y The Kids Aren't Alright principalmente, fueron suficiente para que la gente comenzara a despertarse, aunque a esa hora todavía lo hiciera buscando las sombras como quien busca un tesoro. También a Franz Ferdinand, una constante festivalera desde que se convirtieran en la banda de moda gracias a Take Me Out en 2004 y que desde entonces no ha ofrecido mucho más. La gente se amontonó para verles a la 1 de la mañana demostrando que lo que realmente quieren es ir a escuchar los temas que conocen para hacer un stories de Instagram, y que el escenario Region of Madrid es tan hostil e incómodo que parece diseñado por la mismísima Díaz Ayuso. Unos containers acotan el espacio por su flanco izquierdo para para la transmisión del sonido, en un espacio que se demostró demasiado pequeño para Franz Ferdinand dando una sensación de agobio que llegaba hasta a los baños.

A la vez que Franz Ferdinand pero en uno de los dos escenarios principales, Lil Nas X demostraba que sabe cómo montar un buen show. Él, sus bailarines y sus animalitos. Este estadounidense de 24 años, estrella tiktokera del hip-hop queer, despliega un espectáculo coreografiado hasta el último minuto, donde todo transcurre de manera suave, brillante y sexy. “¿Queréis ver mi serpiente?”, dijo antes de que apareciera el primero de sus animales gigantes de marioneta. Y ahí aprovechó para cantar su hit de 2021 MONTERO (Call Me By Your Name), que hace doble referencia a la película protagonizada por Timothée Chalamet y Armie Hammer, y a su propio nombre real; una maravilla sexual que inflamó el Mad Cool. Y para interpretar Old Town Road (cuyo video rodó con Billy Ray Cyrus, el padre de Miley), Lil apareció montado en un caballo peludo gigantesco. Y de golpe una enigmática ave zancuda atraviesa lentamente el escenario. Cada canción era una sorpresa a mayores con referencias al jardín del Edén y un estado de voluptuosidad ausente de pecado. Una extravaganza fluida. Incluido un breve intermedio en el que el cantante aprovechó para cambiarse y sus impresionantes bailarines fueron alternando protagonismo al frente del escenario para rendir tributo a otras canciones, como el S&M de Rihanna.

Había algo actoral en el concierto de Machine Gun Kelly. Una sensación de que todo lo que hacía el tejano y su banda sucedía de esa manera porque había cámaras delante. Quizás es una falsa percepción del espectador con todos los actores barras cantante que se suben a un escenario. Los actores llevan a todos sus personajes dentro y parece que a Machine Gun Kelly se le ha quedado algo del Tommy Lee, batería de Mötley Crue, que interpretó para la adaptación de Netflix de la autobiografía del grupo. Un Tommy Lee buen chico, con una carrera tanto de rapero blanco como de punkpopero a lo Blink-182; de hecho, Travis Baker ha producido sus dos últimos discos, definiendo su sonido actual en esta línea, que es lo que pudo verse ayer en el festival. Y uno de esos golpes de efecto teatrales se vio cuando Kells abandonó el escenario para, a través del pasillo central de seguridad que corta la zona del público en perpendicular, se subió a la terraza del Front of House para cantar desde allí. Otro es cuando toma los violines del Bitter Sweet Symphony de The Verve para mezclarlos con su I Think I’m Ok. O cuando él y la eléctrica guitarrista metalera Sophie Lloyd —también muy autoconsciente de las cámaras— se suben a la pirámide que montan en el escenario para escenificar una especie de forzado tributo al punteo heavy metal.

La cancelación de Rina Sawayama en el último minuto pilló a los asistentes con el pie cambiado. El esperado concierto de la cantante británico-japonesa, de lo más refrescante del cartel del jueves, se anuló poco antes de empezar debido a "problemas de producción", según explicó Sawayama en sus redes sociales y la organización en las pantallas, sin mayor detalle. La artista incidió en que estaba "devastada" y que su equipo había intentado "de todo" pero que se "escapaba" a su "control".

No se vio la misma sensación de marabunta de los escenarios principales con la actuación Sigur Rós en el mediano Region of Madrid, donde el grupo islandés ofreció un concierto minimalista, sensorial e íntimo lleno de buen gusto. Una experiencia casi física gracias a unos visuales elegantes, un sonido atronador y una personalidad que les hacía diferenciarse del museo del indie festivalero que había planeado Mad Cool para sus primer día.

Lo de Lizzo es un espectáculo. La rapera conquistó con su vozarrón, energía y el despliegue de bailarines y bailarinas que le acompañaron en su propuesta. "Cuando era chica, todo lo que quería era verme en los medios, alguien gorda como yo, negra como yo, hermosa como yo. Si pudiera ir al pasado y decirle algo a la Lizzo pequeña sería: 'Verás a esa persona. Pero perra, tendrás que ser tú esa persona'", afirmó hace ya más de un año. Desde luego, lo consiguió, y ahí sigue convirtiendo sus conciertos en odas al amor propio, con un escenario gobernado por cuerpos no normativos.

"El amor es lo que necesita el mundo para ser un lugar mejor", es el mensaje que lanzó al abrir su actuación con hits como Juice, 2 be loved (Am I ready), Soulmate y Boys. También se lanzó a versionar I'm Every Woman de Whitney Houston y, tras reconocer lo mucho que le gusta Coldplay, cantó su Yellow; incluyendo una parte interpretada por ella misma con su característica flauta travesera. Las cámaras enfocaron en ese momento a una fan con una pancarta en la que le pedía a la artista que le firmara su flauta. Lizzo aceptó, pidió que se la subieran y le regaló su autógrafo. La traca final llegó con mucho baile, la bandera LGTBI para flanquear el tema Everybody is gay; y cerrar con sus éxitos Good as Hell y About Damn Time.