Al dar unos pasos nos hemos metido, sin buscarlo, en un escenario de su primera novela, La mala costumbre (Seix Barral, 2023). El libro ha tenido un éxito abrumador. Ya antes de que se publicara, creó revuelo en la Feria de Fráncfort. elDiario.es publicó un adelanto. Y ahora hasta Almodóvar le pide a Feijóo que lo lea para entender “cuánto sufrimiento hay al nacer en un cuerpo equivocado”.

Nos paramos en la esquina de la calle Desengaño, junto a los antiguos cines Luna, que todavía estaban abiertos cuando hacía allí su jornada laboral Eugenia, la Moraíta, uno de los personajes del libro. Eugenia hacía “pajas tristonas a los viejos” y así se sacaba “el dinerito de la cena y un poco más”.

Los personajes de la noche están basados en personas que Alana S. Portero conoció cuando empezó a salir por Chueca, alrededor del año 1992. Ella tenía 15 años. Mientras camina y habla, mira hacia el fondo de las calles, y su mirada traspasa el tiempo: “Yo sabía que había por aquí mariconeo y salí a buscarlo. Estaba muy asustada pero era muy valiente. Yo conocí esa Chueca que a la gente le daba miedo, la Chueca de los yonkis, de las putas, de que te roban. Pero bueno, yo venía de San Blas. Se decía lo mismo de mi barrio. Había violencia pero a mí no me parecía especialmente sórdida”. Ella asistió a la gentrificación que convirtió la zona en el gran barrio LGTB de Europa, algo que en principio parecía positivo, recalca mientras avanzamos por la calle Barco, “pero se hizo a costa de personas que vivían en el barrio y no se contó con ellas”, expulsando a las mujeres que ejercían la prostitución y dando la espalda a chicos gays drogadictos. “Antes de la cultura gay de Chueca había una subcultura gay en Chueca, subterránea, por eso se eligió Chueca para lo que vino después porque eso ya existía”, dice. También afirma que a esas personas desplazadas nunca se les ha “pedido perdón” o se les ha “reconocido”. Su libro comienza esa especie de reparación pendiente.

“Se perdieron muchas vidas y aportaciones increíbles. Todas esas travestis y todas esas señoras trans que trabajaban por aquí eran unas sabias, eran unas tías que hubieran podido aportar a ese movimiento, a esa historia LGTBI. Tenían una capacidad para acoger gente, para comprender historias y un sentido de la justicia”, describe. Alana, y también la protagonista de su libro, fue una de ellas. Se sintió querida, acogida, entendida y arropada por mujeres mayores que ella, que la ayudaron a convertirse en quien ella ya era: “Hubiera sido superprovechoso tenerlas cerca, pero se quedaron en la calle, se murieron de sida o se olvidaron en la pobreza”. Gracias a La mala costumbre hay una memoria parcial que queda ahí recogida, eterna.

Llegamos a la plaza de San Ildefonso, un espacio en el que confluyen varias calles. Siempre fue oscuro. Las terrazas cambiaron en los últimos años su carácter. Giramos por Corredera y desbordamos su acera estrecha para bajar de nuevo hacia Gran Vía. “La idea de la novela surgió hace unos cinco años. Iba a ser sobre la infancia. Yo estaba esperando a hacerme mayor para atreverme a escribir una novela”, cuenta. Alana había escrito teatro, poesía y muchos artículos pero no sentía que tuviera la “capacidad literaria” para el largo aliento. Y también porque necesitaba “calma mental” para hacerlo. Ella no es nada de escribir en “arreones emocionales”. Necesita espacio, tiempo, reposo.

“Había muchas historias fraguadas en mi cabeza y mucha memoria… reparativa, si quieres. Vivencias. Si estos personajes, como las putas de la calle Desengaño, no hubieran asomado la patita, habría sido una novela de interior”, cuenta. Alana sonríe de lado: “Me habría dejado llevar por la inercia de escribir otra novela LGTB con su poquito de trama, con su.oscuridad... pero en realidad ni es lo que quería ni me parece que aporta absolutamente nada”. Llamar a su libro “novela LGTB” no sería del todo justo. Es un escrito de carne vibrante con la piel levantada. Es una historia sobre el amor, el cariño y el cuidado. “Tiene la estructura de novela de crecimiento”, cuenta la autora subiendo de nuevo, esta vez por Valverde. Hemos pasado por delante de la sala Ya’sta. Estamos recorriendo la Malasaña baja como si fuéramos el cuerpo de una serpiente, arriba y abajo. Nos acordamos de que el exalcalde Alberto Ruiz Gallardón tuvo un plan urbanístico para gentrificar la zona de la calle Ballesta, pero fracasó en cierta medida, al menos en el sentido de que el resultado no estuvo a la altura de las ambiciones.

Volvemos al libro: “Las novelas de crecimiento casi siempre están protagonizadas por el mismo tipo de personaje, ¿no? Yo he construido otro que no se parece tanto a los que estamos acostumbrados a leer. Todo se ha puesto al servicio de contar cómo llegamos a querernos unos a otros, cómo llegamos a querernos a nosotras mismas, cómo se quiere a la gente que no sabe querer o que no le han enseñado a querer de una manera concreta, y cómo ampliar el concepto de familia”. Alana se para. Y añade: “Es una novela sobre estrechar lazos y perderlos. También sobre cómo somos un poco torpes a veces para estrechar lazos por mucho que queramos”.

A la protagonista del libro le gusta mucho volver andando a casa. A Alana también le gusta caminar. Es una constante en su vida y por eso esta entrevista no la hacemos sentadas: “Caminar es eterno. Para mí hay dos o tres trayectos diferentes. Está el trayecto físico, pero es que mi cabeza se pone en marcha de una manera poderosísima. Voy cambiando el decorado según camino. De repente, veo una persona asomada a un balcón y me quedo fija y casi puedo oír lo que piensa porque me lo invento. O muchas veces camino como si estuviese en un túnel. Mi cabeza se mueve muy deprisa y aparezco en sitios donde no tenía pensado ir o mucho más lejos de lo que pensaba ir. Yo recomiendo salir a caminar sin pensar muy bien dónde vas, sin fijar una velocidad concreta y sin escuchar música, aunque yo a veces me la pongo. Pero también desaparece la música cuando estoy caminando, se convierte en un zumbido más”.

“Al caminar se abren, se abren grietas en el camino”... Nuestros pies han decidido llevarnos hacia Chueca, así que vamos cogiendo bocacalles para llegar a la calle Hortaleza. Nos preguntan cómo llegar a la plaza del Dos de Mayo. Tras las indicaciones, Alana continúa la frase donde la dejó: “Son grietas en la ciudad por las que te cuelas”. Coincidimos en que esa especie de caminar observando es también una dramaturgia para una sola espectadora. “Así lo veo todo yo, un bello teatro en todas partes”, confiesa. Alana escucha y todo se cuela en su escritura. Sus diálogos son poderosas líneas de color. La protagonista habla con Eugenia, quien recorre “sus estaciones de penitencia nocturnas, de la plaza de la Luna a Ballesta o Desengaño, un ratito a Valverde, que le proporcionaba clientes jóvenes y ansiosos, y una última ronda en Hortaleza con Reina, donde desembocaban los que no habían encontrado turno en Montera”. Le dice Eugenia a un proxeneta: “¿Me he metido en tu zona? ¿Has pagado tú el bocadillo? No, ¿verdad? Pues vete a tomar por culo, que te rajo de coño a boca, comemierda”. Pero luego Eugenia se encuentra con la protagonista, cansada y a punto de irse a casa, en la calle Valverde: “Pa estar cansada tienes cara de acabar de enterrar a tu madre, marica. Anda, acompáñame a mi portal, que tengo el coño en los pies y los pies en el coño. Es aquí cerca, en Pelayo, al lado del Vulture”.

Nos adentramos en Chueca y enfilamos Pelayo. Si caminamos hacia el norte, acabamos en un portal que Alana me va enseñar. Es el portal de Eugenia la Moraíta. Es bonito. La puerta de madera verde descascarillada está ornamentada por una reja modernista. Alana vivió en ese portal y aquí fue muy feliz. Nos quedamos mirando la puerta. Está cerrada, parece impenetrable, pero para la escritora está abierta, no puede cerrarse porque rebosan las historias.