De eso trata Arkitekten, la miniserie de la danesa Kerren Lumer-Klabbers, premiada como Mejor serie del último Festival de Berlín y que ha sido estrenada en España por Filmin.

Arkitekten o The Architect no es solo una serie sobre un Oslo de alquileres imposibles e hipotecas prohibitivas donde germina la especulación en forma de concursos públicos. Tampoco es solo una serie sobre la obligación de no obviar la precariedad, esta vez encarnada en Julie (Eili Harboe), una arquitecta que trabaja como becaria para un gran estudio de arquitectura, a la que le pagan un sueldo que no le da casi ni para costearse un techo. Y digo casi porque a Julie le acaban de subir el alquiler; su banco le ha denegado en repetidas ocasiones un préstamo hipotecario y el acceso a una vivienda digna se le antoja inabordable.

Con todo, The Architect tampoco va de la solución a la que ella, como mucha otra gente que vive en la intranquilidad y la zozobra haciendo equilibrios para sortear la pobreza, se ve abocada: la de vivir —previo pago a usurero— bajo tierra, en un parking, al abrigo de dos cortinas y cercada por unas rayas de pintura blanca. Es, sobre todo, una serie que nos presenta un futuro que ya está aquí y nos enfrenta a uno de los principales problemas de la arquitectura, aquel con el que ha lidiado permanentemente, pero que en el paisaje de la escena contemporánea ha alcanzado otra escala: la culpa.

En la arquitectura contemporánea, la culpa surge porque es sabido que vivimos en un sistema que genera asimetrías, fomenta la desigualdad y supone una amenaza existencial para nuestra propia supervivencia. A la vez que se tiene una conciencia de que la arquitectura es una herramienta fundamental de ese engranaje —en la medida en que al darle valor al suelo pone en marcha un aumento de plusvalías—, se conoce que es una de las principales razones de la amenaza climática (es irrebatible que la industria de la construcción tiene efectos múltiples y masivos en cuanto a la contaminación del planeta). Para sobrellevar esa culpa, la arquitectura la desplaza hacía acciones que aparentemente vienen a resolver problemas pero que, en el mejor de los casos, dejan las cosas tal y como están y, en el peor, incluso los agravan, pues nos hacen creer que los problemas se resolvían tan solo con creatividad y diseño, lo que impide enfrentarlos en su complejidad real desde las políticas públicas.

The Architect habla de todo ello a través de los nuevos paradigmas de la vivienda social: los ejemplos de cómo hacer mucho con muy poco. A priori suena bien si no fuese por las múltiples demostraciones de maniqueísmo y su predisposición a ofrecer respuestas parciales que, si bien permiten hacernos creer que la arquitectura es consciente de los problemas del mundo, solo logran acrecentar la brecha que existe entre el mundo de la arquitectura y la arquitectura del mundo.

En la serie, ante la posibilidad de progresar económicamente y escapar de su plaza de garaje, la protagonista se enrola en un concurso público en el que se plantea la construcción de 1.000 viviendas de nueva planta en el centro de Oslo: una barbaridad por la que el ganador obtendrá una bonificación de 800.000 coronas. Ante tal disyuntiva, Julie abrazará esa picaresca que especula sobre las posibilidades de lo existente: aquella capaz de convertir las peores tribulaciones en un contexto de negocio y oportunidad. Es decir, de prosperidad para unos pocos. Su idea no será otra que dotar al aparcamiento en el que vive de unas condiciones de salubridad mínimas para acomodar en él contenedores (bunkers), ya que carecen de ventanas (porque el vidrio está carísimo). Otro ejercicio low-tech a los que ya, mal que nos pese, estamos tan acostumbrados. Proyectos que, si les da por atender a la actualidad de las revistas de arquitectura, se siguen celebrando como una imagen de proeza arquitectónica pero, lejos de aliviar la culpa y sentir que se hace algo, no constituyen más que una estrategia económicamente factible.

The Architect nos retrata entonces al arquitecto contemporáneo como un homeópata ahogado en su propia precariedad; alguien que, a sabiendas y para poder escapar de ella, propone un remedio que no cura ninguna enfermedad y que, al no hacerlo, termina agravándola. Alguien que colabora en la expansión y validación cultural de la idea de que la carencia de recursos no es un problema. Alguien que transforma su conciencia social en instinto de supervivencia, en la ansiedad por el aquí y el ahora, anulando la voluntad política y colaborando para que todo siga igual, sin alternaciones. En otras palabras, alguien que, ante la imposibilidad de resolver el problema social real —muy complejo como para ser enfrentado solo desde la arquitectura—, establece un peaje que conduce a una resolución insatisfactoria de los problemas transformando la pobreza en una estética deseable.

A Julie, "the architect", la culpa la consume; y no es otra culpa que esa culpa agria que se mezcla con la rabia; una rabia —y una culpa— que surge cuando uno se doblega, servicial, ante los requerimientos del capital; cuando uno se despoja de la idea de que todos somos parte de lo mismo; cuando te olvidas de los tuyos; de dónde vienes y porqué querías ir donde quisieras ir. En definitiva, la culpa que viene cuando relegamos nuestra humanidad y dejamos de ser solidarios.

Quizá Julie, cuando aún era alumna en la Escuela de Arquitectura, hubo un momento en que le pareció que la historia sería otra: otra lejos de la culpa, de la ansiedad, de la precariedad. Por eso, la serie comparece como augurio de un futuro no demasiado lejano, porque aunque la esperanza sobreviva de formas sibilinas, si el futuro no es un espejismo de ilusión es amenaza y así lo percibimos.