El Partido y la gente ya se han cansado de eso. Esto es una epidemia. Hay que cambiar de estrategia. No somos inocentes: somos culpables. Culpables irredentos. Queremos pagar, queremos castigo. Hemos comprendido que lo merecemos. Solo así algunos comenzaremos a parecer inocentes.

Por la ventana entraba uno de esos rayos de luz que cortan la habitación como un cuchillo dividiéndola en otras dos, una real y otra delirante. Yo juraría que estaba sentado en la real.

–A ver si lo entiendo –intervine–. Quieres que el Cajero haga acto de contrición ante las cámaras y que sea convincente. Y que yo me encargue de la misión de que él lo entienda y lo haga. ¿Es eso más o menos?

–Correcto –dijo con una mueca satisfecha e iniciando ya la media vuelta hacia la puerta.

–Perdona que te robe un momento –dije–. Solo dos cosas. Una: el Cajero es un bicho muy malo y por lo que yo sé bastante moñas. ¿Qué te hace pensar que va a sufrir una transformación semejante? Y eso me lleva a la segunda cuestión: ¿hay alguna razón para que hayas pensado que soy la persona adecuada? ¿No sería mejor un entrenador de actores o, ya puestos, y si queremos eficacia de verdad, pegarle un tiro y meterle en el bolsillo una nota de suicidio?

–Lo conseguirás, no lo dudes.

–Supongo que el resto de candidatos en que habías pensado se han negado. ¿Por qué crees que puedo conseguirlo?

–Porque eres creíble. El Cajero se rendirá a tus encantos.

–Llevo en la Comisión de Actos Conmemorativos veinte años. No me conoce ni el Tato. No soy ni creíble ni increíble, simplemente no existo.

–De eso se trata. Eres creíble, porque nadie ha tenido que creer en ti antes. 

–Ya veo.

–Además no me cabe duda de que quieres continuar hasta la jubilación en esta comisión...

–... creciendo en credibilidad.

–Eres bueno leyendo el pensamiento –y se marchó como si estuviera llegando tarde a desayunar.

A la hora de comer me fui dando un paseo hasta La Regata, donde había quedado con Passepartout y con Versículo, buena gente, de mi nivel y proyección. Por el camino, no paré de darle vueltas al encargo. En realidad, no había parado en toda la mañana. Era de una rareza extraordinaria, tanto por el contenido lógico como por la posibilidad práctica. Querían que un tipo que había hecho de su capa un sayo con la Concejalía de Vivienda del famoso y podrido pueblo de la sierra Norte –y de quien podía decirse que no había dejado delito sin cometer– abriera su corazón y confesara sinceramente conmovido sus desfalcos, prevaricaciones, cohechos y fraudes. Luego, estaba el tema de que el Partido saldría de todo esto con un baño de inocencia.

Entre centolla y centolla –por cierto, hay que probar el Saint-Émilion blanco cuvée de 2020, con un toque de barrica y levísima aguja– se lo conté a los camaradas, que se quedaron atónitos, aunque no por eso soltaron las tenacillas ni se les cayó el babero.

Passepartout, un experto en obedecer órdenes, incluso en descifrarlas, pues estaba al cargo de la Fundación que presidía con orgullo y prestigio el Uno, ser contradictorio e impulsivo, aparte de proactivo, opinó que siguiera la corriente a la idea y que si era posible la enriqueciese con algo de mi cosecha, para que se apreciara mi interés.

–Las órdenes sin sentido son las que engrasan la maquinaria de las organizaciones. Planes demasiado concretos, objetivos plausibles, movimientos coherentes acaban por dañar el dinamismo del conjunto. El rigor es ajeno a la vida. El único rigor que existe es el mortis –remató, chupando desesperadamente una pata de crustáceo.

Versículo, que desde su atalaya en la subdirección de la revista del Partido decía haber asistido a guerras solapadas y venganzas intertextuales a través de los panegíricos que publicaba mensualmente, me advirtió con seriedad:

–Alguien quiere algo. Alguien de muy arriba quiere algo. Lo que pasa es que no sabemos qué. Es lo malo. ¿Lo sabremos algún día? ‘Chi lo sa’. Permanece alerta y estudia los pequeños gestos. Todo tiene un significado. Claro que tampoco sabemos cuál es. Algún día, quién sabe... Vigila, Cardhú. Nada justifica el que estemos distraídos. No, el hombre de Partido es un hombre alerta.

–¡Y la mujer! –protestó sobresaltado Passepartout, al que los deslices políticamente incorrectos le habían dado más de un disgusto.

–¡Y la mujer, coño, claro! –asintió Versículo con el entusiasmo que se desprende de querer tapar a toda costa una metedura de pata.

Llegué a casa a las siete de la tarde, con la sensación de haberme pasado con el Saint-Émilion –al final, cayeron tres botellas– y con la tropa de chupitos de hierbas que llegaron a continuación.

Milagro: mi mujer estaba allí. Hacía tres o cuatro días que no la veía. Quizá fueran menos. O más. Es cirujana plástica y la llaman mucho para congresos y para operar en otros sitios, incluso en el extranjero. Ella formó parte del equipo que trató las nalgas de la Kardashian, que marcó un antes y un después en la ciencia quirúrgica y en nuestra percepción del culo.

También se habían dejado caer por allí mis dos hijos veinteañeros, que andaban enzarzados en una discusión sobre el futuro de las inversiones en criptomoneda. Uno estudia Empresariales y el otro Económicas, y están haciendo su máster en ESADE. Esas discusiones son frecuentes y a menudo da la impresión de que se van a matar, pues parece que se están jugando un prestigio profesional que todavía no tienen. Creo que ahora, en vez de conocimientos y especialidades teóricas, en los másteres les enseñan a devorarse como cangrejos en una nasa.

Mientras ellos discutían –y en esas discusiones es mejor no entrar ni mostrar preferencias–, mi mujer y yo nos servimos dos copas de vino blanco y salimos a la terraza, desde la que se puede contemplar, a menos de cincuenta metros, el estadio Santiago Bernabéu, templo.

Una brisa primaveral, yo diría que con olor a jacinto, nos abanicaba dulcemente. No estaba yo muy seguro de seguir dándole al blanco, pero el cuerpo me estaba pidiendo resucitar o morir. Por lo demás, tenía ganas de hablar con ella, aunque últimamente nuestras conversaciones no fluían con naturalidad. A mis preguntas sobre su vida ella respondía con tópicos y bagatelas, y nunca había contrapartida. Mi vida en la política no parecía interesarle mucho. Al principio, cuando aún tenía opciones de pillar el ascensor, era distinto. Pero los años se habían encargado de ir bajando el telón sobre la función. Y sobre el telón, el polvo.

Me seguía gustando, la melena rubia aún no había encanecido, su mentón vikingo se había suavizado y la frialdad de los ojos grises había cambiado con la edad a un rictus de compasión cansada, como si todo le importara mucho y nada al mismo tiempo.

Decidí, pues, hablar en primer lugar de mí y del asunto que me torturaba y que, por aburrida que estuviera, despertaría al menos una puntita de su curiosidad. Aparte, era una mujer práctica, buena consejera en estrategias que afectaban a la familia y una buena cirujana de papadas y de dilemas.

Le conté todo lo que sabía y también las opiniones de mis dos colegas. Noté que cuantas más veces contaba la historia, más irreal se volvía. Así que solo había dos respuestas a eso: o todo era mucho más simple de lo que yo sospechaba o todo era todavía más retorcido de lo que yo imaginaría nunca.

Mi mujer se tomó tanto tiempo en contestar que temí que no hubiera querido escucharme o que se le hubiera ido el santo al cielo con sus propios asuntos. Últimamente, cualquiera de esas posibilidades me cruzaba a menudo por la mente. 

Pero finalmente lo que dijo pareció meditado. Y prudente.

–No te has preguntado por lo que quieres tú.

–¿Por lo que quiero yo? No sabía que tuviera que querer nada.

–Si alguien viene a la consulta para intentar arreglarse la nariz, yo tengo que saber qué nariz quiere. 

–Te sigo con dificultad. Con agradecimiento, pero con dificultad.

Resopló y se sirvió otra copa. Luego, me miró fijamente, como si buscase en mi cara algo que antes no estaba allí. La trasparencia verde de un marciano, por ejemplo.

–Lo que quiero decir es que tienes que saber lo que quieres hacer tú con ese encargo, dentro de lo posible. Por ejemplo, hacer el paripé y acabar pronto, pasando de la misión, que no parece muy sensata, por cierto. O sacar información de algún tipo, con la que después puedas negociar algo. O entregarte en cuerpo y alma a conseguir la confesión sincera que te piden, hasta que se agoten las fuerzas. Las dos primeras opciones significan mentir y la tercera ofrecerte en holocausto. Y probablemente todas las que se nos pudieran ocurrir se dividan en dos: o mentira o inmolación. ¿No es así la política de estos tiempos?

Me quedé pensando un rato, a pesar de que sus ojos me seguían con hambre de fiera.

–Creo que lo que quiero es que me dejen en paz –dije, al fin.

–No hay dinero en este mundo para pagar ese lujo. Y en un partido, ni aunque tuvieras ese dinero. Se supone que la gente os metéis ahí para estar con alguien, haceros un poco de daño y volver a casa a contarle a alguien que estáis salvando el país. Sois sadomasoquistas que subliman el dolor con la fantasía del bien común. Deberías preguntarte a quién puedes hacer daño con este asunto del Cajero. O quién te lo puede hacer a ti. Me temo que todo va de eso.

Cenamos los cuatro. La chica filipina era nueva. De hecho, no nos duraban más de dos meses. Mi mujer me dijo el nombre y acto seguido lo olvidé.

Observé a los criptofinancieros, que habían bajado el tono de la discusión y comenzado una nueva que, al parecer, solo les interesaba en tanto propiciaba la desavenencia. Tomamos un borsch frío y, luego, lubina del mercado de Chamartín. A mitad de la lubina, sentí como si girase en redondo en una especie de tiovivo y la filipina, mi mujer y mis hijos estuvieran hablando en un idioma extraño, tagalo, quizá. ¿Un ataque de ansiedad? 

Traté de controlarme con el ejercicio respiratorio que me habían enseñado en aquel cursillo de chi kung en Aravaca, que organizó por una apuesta el Club de Fumadores. Lo conseguí a medias. Ahora, mi mujer y mis hijos hablaban en un idioma comprensible, pero sus caras me parecían extrañas y conocidas a la vez, pero ajenas a mi vida.

Me levanté de la mesa y estuve vomitando un rato. Era evidente que la comida y el vino blanco habían hecho su emético trabajo.

Me acosté con un vago y sorprendente sentimiento de culpabilidad. Lo achaqué a los excesos en la ingesta. La culpa es siempre un exceso de algo. Por la mañana, seguro que ya se me habría pasado. La venganza del malvado Saint-Émilion.

A la mañana siguiente no hubo atisbo de resaca, pero los malos sentimientos no me habían abandonado. Había un pecado que se cocía en algún sitio de mi interior, pero no terminaba de identificarlo. Si es que era un pecado y no un golondrino en el alma.

Cuando llegué a la oficina, el Tres se apareció.

–¿Lo tienes todo preparado? –dijo, asomando por la puerta entreabierta.

–¿Qué es todo?

–Te he pillado un reservado en el Doble Hélice, ‘nouvelle cuisine’, hidrógeno a granel y tal. Algo fino y vanguardista, que vea que estamos cambiando de etapa. Sin compañía. Le he dicho que hablarías en nombre de todos y que eras una persona intachable y justa. Que le entenderías mejor que nadie. Lo que queremos es un trato ventajoso para todos. Él será el primero en beneficiarse.

–¿Me lo estás diciendo a mí o es lo que le dijiste a él?

–Qué más da. No me falles –y me apuntó con una especie de dedo jesuítico admonitorio.

Así que allí estaba, en el Doble Hélice, a las dos en punto. Mi compañero de mesa, una especie de tortuga ninja con perilla de chivo, cuarenta y pocos, apareció media hora más tarde y ni siquiera se le pasó por la cabeza disculparse.

–La verdad es que no tengo apetito. ¿Por qué te han mandado a ti? No te conozco y tampoco eres un fontanero. A ti te encargan las conmemoraciones y esas cosas, ¿no? Dime de qué vamos a hablar tú y yo.

Todo esto lo dijo en nuestro idioma, pero yo tuve la impresión de que tenía que traducirlo. ¿Es que la realidad había decidido romper conmigo y se escurría como podía?

Ya que había preguntado y que por allí aún no había asomado el ‘maître’, le solté de un tirón:

–El Partido quiere que confieses sinceramente, que hagas un acto público de contrición y que a la gente se le salten las lágrimas de compasión pura. Forma parte de la nueva estrategia del Partido. A partir de ahora, somos culpables. Las declaraciones de inocencia y las justificaciones son cosa del pasado.

Primero, se quedó mirándome muy serio. Tan serio como si estuviera conteniendo los esfínteres de una embestida intestinal. Un segundo más tarde, estalló en una carcajada escandalosa que tuvo la virtud de que el ‘maître’ se dignara hacer acto de presencia.

–Pide lo que quieras –anunció el Cajero, que contenía la risa a duras penas.

–Sopa de trufas negras y pularda en salsa de camarón. Una botella de Vega. Para los dos –dije sin mirar al hombre del restaurante.

Cuando se marchó, la tortuga movió los labios:

–¿Qué es esto? ¿Una versión 2.0 del chivo expiatorio? Ya he dicho que no voy a abrir la caja de los truenos y que los mandos y colegas pueden estar tranquilos. No se puede pedir más y no lo haréis. Cargaré con lo que toque y punto. Ahora bien, a los Alpes hay que dejarlos en paz.

–¿Los Alpes? –pregunté, desconcertado.

El Cajero lanzó un largo suspiro, echó un vistazo al reservado –cuatro paredes de roble con una marina y una lámpara Biedermeier en el techo– y se volvió hacia mí:

–¿Pero qué es lo que me han mandado, un lechón? ¿No tienes ni idea, verdad? A ver, ¿por qué crees tú que se dedica el personal a la política?

No contesté. No lo sabía. No lo sabía siquiera en mi caso.

–No, no es por el dinero. Esa es una explicación para la chusma pobre, que haría lo mismo que tú, solo que no puede.

–¿Entonces?

–Nada tiene sentido, porque ni siquiera tenemos poder. Y cuanto más arriba, menos poder. Los que han llegado aquí porque querían poder se desilusionan pronto. Es ese ejército de zombis que circula por los pasillos de la sede o de los ayuntamientos, obedeciendo órdenes o yendo a comprar sellos. O de putas, si se tercia. Fuera del Partido no tienen nada, ni familia, aunque la tengan, ni amigos, aunque se vayan a cenar de parejitas los viernes. Y dentro, tampoco. Nada de nada.

Nos sirvieron la sopa. Estaba exquisita. Como el vino. Hacía rato que no entendía al Cajero. Hablaba un extraño idioma hecho de las mismas palabras que el nuestro. La sopa y el vino me estaban sentando de maravilla, pero mi mente estaba cada vez más desorientada.

–Y entonces ves lo que hace todo el mundo: meterse lo que puede en el bolsillo. No quieren robar. Mejor dicho, quieren robar. Pero no se trata del dinero. Se trata del sentido. Roban sentido.

–¿Y dónde está el sentido? –pregunté como si hablara con mi filósofo alemán favorito, mientras se perdía poco a poco la noción del lugar y del momento.

–En que lo hacen todos. Es la última línea de defensa de la cordura humana. Cuando por ti mismo no alcanzas, cuando ves que tus fuerzas o tu talento son limitados, entonces haces lo que hacen los demás. Y ahí, la mente descansa. Todos roban y tú robas. Estás bien, todo parece tener un objetivo, las cosas se hacen por algo, tienen una razón para existir.

–Eres muy profundo –dije, sin comprender o sin querer comprender demasiado, al fin y al cabo me estaba hablando en alemán.

Trajeron la pularda en su salsa de camarón. Increíble. Era como dejarse arrastrar a un abismo de los sentidos. Hay abismos en los que podemos permitirnos caer. Hay abismos que tapan otros abismos. Los hay de muchas clases, pero esa pularda...

–¿Y tú por qué entraste en política? –preguntó ahora, cuando parecía haber recuperado el apetito y masticaba a dos carrillos.

–Estaba en una asociación de vecinos que protestaba contra una instalación de alta tensión eléctrica en la zona antigua. Conseguimos pararlo. Por entonces era médico de familia, aunque sin vocación. Me llamaron para meterme en una agrupación los mismos contra los que había protestado. Bueno, acepté. Ahora estoy aquí. Menuda pularda, ¿eh? ¿Y la salsa, no dices nada?

Dejó los cubiertos sobre el plato y el cuerpo de tortuga pareció liberarse del caparazón. Juntó las manos y dijo:

–Ya sé por qué estás aquí. No te han mandado para que confiese yo, sino para que confieses tú. Yo era tú y tú eras yo. Tú eres el verdaderamente culpable.

–¿Culpable? Ah...

–Culpable de no haber hecho nada con lo que ya sabías. Yo he robado, yo he buscado el sentido. Pero tú no has hecho nada.

–No tenía nada que hacer –dije, sintiendo que abría la puerta a una pesadilla en la que nada era lo que parecía.

–Un médico sin vocación, pero que al menos tenía una manera de hacer el bien o de hacer algo por los demás y que acaba en la Comisión de Actos Conmemorativos de un partido corrupto. ¿Y qué hay entremedias? ¿Una mujer que ya no te ama, unos hijos que van a lo suyo, unos amigos tan fracasados como tú? No, tú eres el que tiene que confesar. Y yo era el que tenía que convencerte de ello.

Al cabo de un rato tenía el cuchillo de la pularda ensangrentado en las manos, el Cajero intentaba taparse un boquete a la altura del cuello. Más tarde el reservado se llenó de gente. Pero no tenía miedo, ni ansiedad. Solo quería confesar. Todo estaba bien.