Así que, Alberto, mejor regresa a cualquier momento de aquel invierno de 1991, a una tarde del entresemana, cualquiera al azar, una de tantas en las que te ibas antes de hora del ensayo de una banda de ‘shoegaze’ en la que te habías metido para insistir una y otra vez sobre las mismas cinco notas de bajo, testarudo como un perro que amenaza a su propia imagen en un espejo. El esquema era siempre igual, recogías tu instrumento en su funda, salías del local de ensayo sin despedirte, dejabas atrás la iglesia de Vega, descendías por la carretera de la Carbonera pedaleando y sin prestar atención a la lluvia. Y luego dabas clase por cuatro horas seguidas en el piso donde vivías con tu padre y tu madre. Tu vida tomaba forma poco a poco, tenías tu libretita con los recibos que repartías cada mes entre las familias de esa docena de pequeños y pequeñas que entraban todas las tardes en tu casa, perfumando el salón con un olor a transpiración concentrada bajo los anoraks abrochados hasta el gañote. Tenías también aquella nueva banda en la que durarías apenas un par de meses más, estudiabas tu último año de Magisterio y por las mañanas cumplías con el trimestre de prácticas en un colegio a veinte minutos en bicicleta de tu casa. Esa era, más o menos, tu vida en aquel invierno de 1991, una inercia rabiosa que parecía ir apaciguándose, un correr del tiempo que hasta entonces había sonado con el estruendo y la cólera de una turbina sobreexigida, aunque por fortuna y de modo inesperado las clases de refuerzo y las prácticas de las mañanas parecían haber empezado a aflojarte esa mala hostia que, decían, habías heredado de tu abuela. 

De aquella época seguro no has olvidado algunas mañanas en las que llegabas al colegio con las orejas desolladas por el frío y con la comezón de los sabañones naciéndote en los dedos de las manos y los pies. Habías probado a ponerte doble de guantes y calcetines cada mañana, habías intentado también por un tiempo desplazarte tomando el Doce, pero viajar hacinado en un autobús lleno de gente no era precisamente tu ideal, sobre todo porque la calefacción del vehículo, desbocada siempre a aquellas horas que entonces te parecían tempranas, te levantaba un dolor de cabeza que podía mantenerte noqueado por una hora o más. Fue por eso que decidiste volver a la bicicleta y aguantarte el escozor, y los días fueron pasando, el frío remitió, y pronto la primavera empezó a anunciarse y luego las prácticas llegaron a su fin. 

La última vez que estuviste de visita en tu ciudad probaste a hacer nuevamente el recorrido de aquella línea, aún recordabas el orden de las paradas de memoria, pero el Doce ahora iba prácticamente vacío; misma ruta, misma hora, poco más de una docena de ancianos con mascarilla, algunos dormitaban con la cara pegada a la ventana, por ver si la luz del sol les hacía algún cariño.

¿Te acuerdas, Alberto, cuando el último día de tus prácticas un grupo de alumnos de sexto curso te regalaron una estilográfica? Todos dejaron su firma en el cuaderno donde escribías la memoria que habrías de entregar apenas diez días después a un tutor con más malas pulgas que dios. Algunos lloraron al despedirse y siguieron llorando cuando vieron aparecer nuevamente en el aula a la profesora titular que los acompañaría hasta junio. También tú dejaste caer algunas lágrimas cuando más tarde subiste la pendiente del puente de Carlos Marx, y pensaste que veinte años de vida eran ya mucho tiempo acumulado, el suficiente como para saber que no había vuelta atrás. Y pensaste también en los años que aún te quedaban por delante, y entonces te sentiste a la deriva en medio de un océano de recuerdos improbables y olvidos más certeros.

En aquel momento aún no habías entendido que algunos sentimientos son tan volátiles que resulta difícil extraer de ellos conclusiones o adjudicarles siquiera una causa, simplemente aparecen y te enferman. Era algo así lo que sucedía, por ejemplo, con el cielo de tu ciudad cuando se ponía de color gris ceniza y se extendía encima tuyo cubriendo todo como una frazada de paño barato. Y lo mismo con la congoja que habías empezado a detectar cuando las prácticas llegaron a su fin. A veces te preguntabas si aquello que te pesaba adentro tenía que ver con una vocación que se te había revelado, o si era sencillamente una sed hueca sin más. Pero de algún modo todo cuanto te estaba sucediendo sirvió para ponerte alerta y desvelar un repertorio de prioridades del que decidiste hacerte cargo. Y lo demás, todo cuanto no formaba parte de esas prioridades lo consignaste como sobrante de una parte de tu vida que iba camino de quedar atrás para siempre.

De igual manera que había sucedido antes con otras dos bandas no tardaste en abandonar también el grupo aquel de ‘shoegaze’ con el que ensayabas en una vieja cuadra de Roces. Un día subiste al local, recogiste el bajo, el amplificador, guardaste todo en la furgoneta de tu padre y dijiste adiós aprovechando que no había nadie. 

Luego, una noche de sábado, cuando la primavera empezaba a desplegarse aún mínima, como recién encendida, se te acercó en un callejón del barrio de marineros aquel muchacho con el que habías compartido viajes, vinos, ensayos... Era cantante y guitarrista y compositor de buena apariencia, además de un desarrapado de familia bien, el hijo de un rector o un juez o un constructor, ya ni recuerdas, se llamaba Darío y te reprochó que nuevamente hubieses dado una espantada de las tuyas. Aprovechó también para reclamarte la parte que te correspondía por el alquiler del local. 

Esa misma noche pensaste que era el momento perfecto para empezar a tomar decisiones. Como la de no volver a frecuentar aquel entorno de jóvenes bohemios ropavejeros que se remendaban botas y pantalones con cinta americana, por ejemplo. 

O la de abandonar el mal hábito de regresar a casa tantas madrugadas dando tumbos por la avenida y elevando la vista al cielo, buscando no sé qué señales en aquel betún indescifrable. ¿Te acuerdas? Llegabas siempre como mal podías a tu cuarto, te enjaretabas bajo las mantas con la ropa puesta y te ibas adormeciendo con un pie afuera de la cama, bien ancladito al suelo estabas. 

Una mañana, una de las últimas mañanas en que te levantaste con el bordón de la resaca atravesándote el estómago, llamaste por teléfono al hogar de los Robledo y Felgueroso. Te atendió la señora matriarca de aquella familia de patricios de Somió, te preguntó qué necesitabas y le comunicaste que no pensabas volver a atravesar la ciudad en el número Diez para darles clase a sus hijos, que eran dos mellizos herederos y lerdos. Perros fuera, pensaste para ti, que les arreglen la vida en Los Robles (1). Esa fue tu tercera decisión. 

Y entonces, cuando sentiste que habías quemado ya suficientes hectáreas de terreno como para alejarte al fin de algunas rémoras del pasado, miraste a tu alrededor y empezaste a comprender que aquel desconsuelo que se te agarraba adentro y recuperaba además tus antiguos enojos tenía que ver con la pérdida de un lugar, de un espacio donde por primera vez en mucho tiempo te habías sentido de verdad a cobijo, amparado por las cuatro paredes del aula con sus silencios de media mañana, por el garrapateo ratonero de los lápices sobre el papel, por las súbitas explosiones de júbilo que solían llegar siempre tras el recreo o por los últimos instantes en las clases de los viernes, con aquella luz que repentinamente transformaba el mundo ante la inminencia del fin de semana. 

Una sobremesa compartiste con tu madre todo aquello que te estaba sucediendo, le contaste que habías dejado atrás cuantos lastres habían sido necesarios para así enfocarte en terminar dignamente tus estudios y luego preparar las oposiciones, probaste a decirle que extrañabas al grupo de alumnos de las mañanas y entre unos sollozos muy poco oportunos que no fuiste capaz de reprimir confesaste que no querías ser otra cosa en la vida que maestro. No profesor, maestro. Ella te preguntó si estabas tonto, ponerte a llorar de ese modo sin motivo alguno, luego te abrazó, te consoló y bromeando dijo que, vocación o no, al menos volvías antes a casa por las noches, y que sobre todo ya no salías de la cama por las mañanas con la cara estragada y con la ropa oliendo a chiquero. 

¿Recuerdas las conversaciones que en aquellas últimas semanas de la carrera tenías con tu madre, la señora Brígida Couto Otero, con su voz atemperada como una flauta dulce? ¿Cuánto puedes haber extrañado aquellos momentos de tertulia entre hijo y madre? Ella sonreía dichosa, esperanzada, cuando a la hora del café tú le hablabas de Paulo Freire, de Pestalozzi, de Piaget, de la escuela en Yasnaia Poliana, y sentía en la boca del estómago un crujido al imaginar cómo la estirpe familiar de campesinado, trabajadores de la construcción, limpiadoras, asistentas y soldadores sufría de tu mano una interrupción de la que quién sabe si llegaría nunca a recuperarse. 

Las últimas jornadas de tus prácticas habían discurrido entre la inminencia del regreso a la vida mustia y sin estímulos de la universidad y el ritual que en el colegio arrastraban los exámenes del segundo trimestre del curso; paseabas sigiloso entre las mesas, con el aula en una calma absoluta, simulabas estar vigilante y en realidad te limitabas a observar con detenimiento a quienes pronto dejarían de ser tu alumnado, intentando adivinar lo que el futuro podría depararle a aquella gavilla encendida de preadolescentes. ¿Qué sería de Ramón, un crío gitano de trece años que a la mínima oportunidad se escapaba para jugar al tute con los viejos en un bar cerca de Cuatro Caminos? ¿Habría un destino generoso adjudicado para Rubén Villa, un chaval de catorce, menudo, exacto como una máquina en el cálculo mental, de memoria prodigiosa, que recurría de manera infalible a la palabra más certera, pero que atravesaba siempre las páginas de sus cuadernos con una caligrafía angulosa y colérica? 

A la mayoría de a quienes diste clase en aquellos meses no volviste a verlos nunca más, ni tampoco averiguaste qué había sido de sus vidas. Solo un día te cruzaste con Rubén Villa, precisamente, fue en 1994, habían pasado tres años de las prácticas y de que terminases Magisterio. Él parecía haberse dado prisa en transitar su adolescencia cuanto antes y sin ruido, tuviste la impresión de que su mirada y su sonrisa eran más cortantes que afectuosas, te había tomado ventaja en altura y en corpulencia, aunque esto tampoco era tan difícil. Te saludó con un apretón de manos firme y te contó que había echado la solicitud para ingresar en el Ejército. Luego te observó sin perder la sonrisa en ningún momento y te preguntó si te había defraudado con aquella decisión. “¿Qué esperaba, profe? –añadió– ¿que estudiase derecho en Oviedo?”. 

Finalmente comentó que te veía distinto, que algo había cambiado en tu manera de mirar, y pasó a preguntarte cómo marchaba tu vida, si te había ido bien con las oposiciones, si estabas dando clase en algún lugar... Y a todo respondiste con evasivas porque en aquel momento de tu vida, Alberto, tú tenías ya la sospecha de haber incurrido en un catálogo de deslealtades a ti mismo que estabas seguro establecerían el itinerario de tu existencia por bastantes años.

Qué trabajo difícil librarse de ese vértigo que provocan el resentimiento y la vergüenza cuando van de la mano. ¿Cuánto tiempo necesitaste para purgarte y evitar que esa zozobra te asaltase al mínimo contratiempo? ¿Años quizás? 

¿Recuerdas cuando en aquellos días tenías cada mes que perseguir a la señora matriarca de los Robledo y Felgueroso para reclamarle el pago por las clases de sus hijos? Ella acababa siempre apoquinando de mala gana, con el ceño fruncido por la indignación porque en aquella casa no se hablaba de dinero, y te pasaba una mano de billetes tan meticulosamente prensados unos sobre otros que era imposible al tacto saber si ahí adentro estaba oculta la cantidad correcta o no. 

Es complicado ponerse a ordenar los recuerdos de este modo, ¿verdad, Alberto? Sumerges el brazo bien adentro de una marea turbia y espesa, y por mucho que revuelvas y te encomiendes nunca se extrae el momento que hubieses deseado para obtener un perfil digno de tu vida. Reclamas para ti un instante de relevancia, que suene con fuerza, pero en cambio lo que obtienes es la discusión amarga que a los veintidós años tuviste con tu novia de entonces, en el portal del edificio donde vivía con su familia. O la imagen del antiguo compañero de escuela pasando la noche a la intemperie en un parque al lado de tu casa. O la de tu abuela poniendo al día la cartilla de ahorros en un cajero, mientras mira a los lados nerviosa por si alguien sospechoso se acerca a ella. 

Cuando terminaste el último curso tu madre enmarcó la orla de tu promoción y la colgó orgullosa en el salón de la casa, y desafiaba siempre a sus amigas o a las visitas a que tratasen de localizarte en aquel naufragio de cabezas recortadas sobre fondo blanco. Por varios meses toda tu vida pareció perfectamente cartografiada y en la dirección correcta: dabas clase por las tardes, preparabas el temario por las mañanas en una academia, a veces estudiabas en la biblioteca y luego caminabas por el paseo marítimo sin pensar en nada, simplemente pasear hasta que sentías cómo los oídos se te abrían por completo y tu cuerpo pasaba a ser una caja de resonancia.

Pero en cualquier caso, y a pesar de la mano firme con la que parecías haber tomado las riendas de tu porvenir, lo cierto es que nunca llegaste a presentarte a las oposiciones, Alberto. 

¿Qué nos importa hoy, a tantos años de distancia, tener detalles de aquel trabajo que un día como de la nada te ofrecieron? Importa solo que por una vez el azar se había puesto de tu lado, habías estado en el momento adecuado y en el lugar conveniente, lo de menos era que ese lugar fuese un cóctel, un cumpleaños, un cruzar teléfonos en un ‘after’. Alguien, tampoco importa su nombre, tras una conversación no tan breve en un lugar cualquiera te había emplazado a tomar un café otro día, y ese café resultó ser una entrevista de trabajo, con preguntas a las que respondiste sin mucha preocupación, porque no imaginabas que algo pudiese salir de aquello y porque, además, estabas enfocado en escaparte cuanto antes pedaleando en dirección a la academia donde estudiabas por las mañanas. Pocos días después volvieron a citarte en el mismo lugar, te pusieron delante un contrato. Y lo firmaste. Y ahí empezaste a dejar atrás ese gesto huidizo y a la defensiva que hacía tan característicos tus silencios.

No es que fuese un trabajo especialmente bien remunerado ni estable siquiera, pero te permitió adentrarte en una serie de círculos culturales que ‘a priori’ no parecían designados para alguien que venía de donde tú venías, situándote en un lugar codiciado por mucha gente de un entorno que hasta hace poco había sido el tuyo. Este puesto cambiaría tus hábitos en la vestimenta, tu forma de hablar, te llevaría a dejar atrás esa postura adolescente cada vez menos consecuente con tu edad, y te obligaría a viajar de un lugar a otro con una intensidad que al principio te había parecido fascinante, pero que con el paso del tiempo te iría trayendo complicaciones e irritando más y más. Alquilaste un apartamento, dejaste de ir a la academia sin avisar siquiera, dejaste también las clases particulares, pasabas de vez en cuando por los mismos bares a los que ibas cuando ensayabas con esta o aquella banda, probabas a detectar si algo había cambiado en el modo en que todos te miraban. 

Y a veces, especialmente en el transcurso de aquellos viajes que te veías obligado a hacer para asistir a algún congreso o mercado o feria o lo que fuese, te preguntabas si realmente habías tomado la decisión correcta. Entonces llamabas a tu madre desde el hotel o desde una cabina en la calle, le contabas cuatro detalles confusos sobre tu cometido en aquel lugar, le hablabas del aspecto que tenía aquella ciudad en la que en ese momento estabas, mentías sobre lo que comías y bebías, y ella sin margen de error localizaba ese estremecimiento que ni siquiera tú sabías desde dónde emitía su vibración primaria, te rescataba sin esfuerzo, y como si aún fueses un crío te consolaba diciendo que todo iba a estar bien, que aprovechases el momento porque tenías aún muchos años por delante para opositar si finalmente era eso lo que deseabas. 

Y aprendiste a callarte las cosas, a simular aprecio donde nada existía, los odios y rencillas fueron poco a poco ocultándose como vergüenzas y en su lugar quedó apenas un rastro de indiferencia muy leve, un gesto ambiguo que como una cuña se calzaba en las puertas convenientes y las dejaba medio abiertas, por si en algún momento necesitabas atravesarlas. Y con el paso de los años llegarías a mudarte de ciudad, de país y de continente, y allí casi perderías tu propio rastro y te animarías incluso a jugar por un tiempo a usar un nombre que no era el tuyo.

¿Te acuerdas de tu primer día en aquella capital tan lejos de tu casa, al otro lado del océano? Llegaste tras un vuelo de doce horas, y saliste del aeropuerto con el cuerpo destemplado, aún no era de día, pero el horizonte empezaba a tomar un contorno púrpura salpicado por el canto de los zorzales, de los últimos, los que en breve se irían tranquilizando, y del suelo todavía se desprendían algunos restos de sofoco de la noche anterior. Tenías frío y miedo y también el estómago revuelto porque en los próximos minutos, horas, días, cualquier cosa podría suceder con tu vida.

Tomaste un taxi en dirección al centro de la ciudad. Y el conductor, que parecía un oso malencarado aunque luego se iría ablandando, no dijo una palabra hasta que dejasteis atrás el primer peaje. Entonces te preguntó de dónde venías y a qué te dedicabas, cómo te ganabas la vida, y tú pensaste la respuesta por unos segundos mientras observabas cómo el amanecer le pegaba fuego al pasto que había a ambos lados de la autopista, y no sabiendo qué responder le dijiste al taxista que eras maestro, maestro de escuela.

Y como siguió preguntando le hablaste de tu ciudad, del colegio aquel al lado de las vías de un tren de cercanías, de la estilográfica que te habían regalado en tu último día, también de las clases que dabas en tu casa, de las meriendas que tu madre dejaba en el medio de la mesa mientras aquel grupo de pequeños y pequeñas se afanaban en terminar la tarea, le hablaste de las acuarelas que decoraban las paredes de aquel cuarto, de los tapetes de ganchillo, de las desbandadas al terminar las clases, de las carreras y gritos que resonaban en la escalera mientras tú recogías y abrías las ventanas para ventilar.

Luego sentiste que de tanto rescatar recuerdos para decirlos en voz alta te habías quedado exhausto, así que decidiste callar, y el taxi volvió al silencio. Entonces reparaste en que aquel viaje estaba durando mucho, más de lo que nunca hubieses podido tener en mente, ¿cuánto tiempo llevabas encajado en aquel asiento trasero? más de una hora ya, quizás días, una vida incluso. Una vida hablándole de tu vida a un extraño. Una vida, el tiempo adecuado y necesario, y ni un minuto menos para contarla tal y como se debería contar. 

Afuera el tráfico se encendía de furia y traía el calor de la mañana. 

Y tú, Alberto, apoyaste entonces tu cara en el cristal y te fuiste durmiendo con la vibración de la Panamericana haciéndote un redoble en la frente.