En Peregrinos de la belleza, de María Belmonte, editado por Acantilado, la autora nos devuelve el latido salado que nos forma como cultura y explica de forma impecable la magia de la pertenencia. Accedemos al tiempo homérico, al de las diosas, los héroes, las reinas trágicas, los pastores poetas y las coronas de flores sobre pieles tostadas a través de viajeros del pasado que, desde el norte de Europa, movidos por el amor, la cultura, el sexo o la tuberculosis, fueron seducidos por el toque de la lira o el del aulos, lo apolíneo y lo dionisíaco compartiendo pasaje en barcos y trenes con destino al sur mítico.

El relato más conmovedor de todos ellos, el primero, el que marca el tono fabuloso y nostálgico del libro son Grecia e Italia vistas a través de Winckelmann, padre del neoclasicismo y de los románticos, cuya vida en Roma y muerte en Trieste es casi la respuesta a una plegaria infantil mugrienta desde su Stendal natal, una pronunciada de rodillas en los bancos medio podridos de una parroquia protestante con el moho negro como única orfebrería. En lugar del dios cristiano, eran Apolo, Dionisos y Tánatos quienes estaban escuchando y dictan un poco al oído de María Belmonte.

Visitamos Taormina, Capri, Corfú, Florencia, Roma, Palermo, Catania, Creta, Corinto junto al propio Winckelmann, Wilheim Von Gloeden, Alex Munthe, Lawrence Durrell, D.H. Lawrence, Norman Lewis y Patrick Leigh Fermor. Cada uno de ellos en busca de un Mediterráneo que nunca existió, uno hecho a la medida de sus deseos, anhelos, fantasías poéticas, vicios coloniales y necesidades carnales, acaso sea ese el único Mediterráneo que existe en nuestro interior, el que nos evoca una Arcadia de ninfas, frutales y diosecillos menores con los que retozar en un atardecer eterno. El de cada una de las almas que sienten una llamada literaria e histórica y tratan de acomodar sin contemplaciones, a veces con crueldad, la realidad al sueño.

La mirada de María Belmonte es hermosa, docta y justa con todos ellos, nos dibuja los contornos de personas enamoradas de una leyenda con las que empatizamos de inmediato quienes hemos imaginado alguna vez cómo sonarían las pulseras de las diosas micénicas al agitarse. No se oculta en el texto el componente extractivo inevitable a tales persecuciones del mito, la sombra de esa observación folclorizante y tribal de la tierra y sus habitantes planea todo el tiempo en las palabras de los protagonistas, cuyo apasionamiento por “las sencillas gentes” es usado para asentarse entre ellas como auténticos príncipes y salvadores venidos del frío. A menudo ese sur que cura los pulmones y sana las heridas del frío protestante con la voluptuosidad del arte clásico y el sol de los olivos, es también el refugio de una sexualidad perseguida. Nada inspira mayor piedad y entendimiento que la necesidad de la carne y la pulsión del amor, Afrodita, Pan y Dionisos actúan como una suerte de anfitriones que acogen en sus suelos sagrados de uvas y laureles a amantes que se jugaban la vida en sus países. El pacto silencioso que protegía a las disidencias sexuales en Italia se explica con precisión en el texto, especialmente el que tiene a Von Gloeden como protagonista, y se contextualiza para que entendamos a la perfección el poder liberador de ese mediterráneo de ensueño y ditirambos. A juicio de lectores y lectoras queda el aspecto moral de estas peregrinaciones que a veces usaban la pobreza de “las sencillas gentes” para satisfacerse.

Aun con el componente colonial, la belleza vence en estos relatos y es inevitable rendirse al céfiro que parece animar la pluma de Belmonte.

La lectura de Peregrinos de la belleza despierta la necesidad de aferrarse a esa identidad maravillosa de Circes y Antinoos, conmueve con descripciones bellísimas del paisaje y su memoria, ofrece un caudal de conocimiento vastísimo y sobre todo divierte con el fantástico anecdotario de los viajeros. Es una pena que ese mar nuestro, ese mar de mares, ahora sea un cementerio consentido por los mismos que, cien o doscientos años antes, lo amaron hasta la muerte.