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Steve Albini, el músico que cargó contra la industria musical y contra sí mismo
Steve Albini siempre fue así: un hombre de palabras francas y gestos implacables. Y esta vez venía a decir, con su crudeza habitual, que él también había sido un cretino al no calibrar el daño que podía causar su actitud.

A lo largo de más de cuarenta años, Albini se ganó un merecido prestigio como músico, ingeniero de estudio y opinador del mundillo independiente. Tan célebres fueron sus discos al frente de los tríos Big Black, Rapeman y Shellac, como sus sesiones de grabación en los estudios Electrical Audio o sus opiniones sobre los discos que escuchaba, los grupos que grababa o el funcionamiento de la industria musical. Su fama como hiriente crítico en fanzines le generó tantos admiradores como enemigos; incluso, la prohibición de entrar en alguna sala de conciertos de su ciudad, Chicago. Albini no se andaba con sutilezas. El primer disco de éxito que salió de su estudio fue Surfer Rosa, de Pixies. Sin embargo, al poco de editarse, dijo sobre el grupo: “Nunca he visto cuatro vacas más deseosas de que las pasearan tirando de correas atadas a su nariz”. Así las gastaba.

La música de sus grupos buscaba siempre ser desafiante, abrasiva, incómoda, áspera, obstinada, abrupta, inclemente, irónica, obscena, hiriente, cruda. Era el sonido de un jabalí ensangrentado buscando el choque frontal. Y su actitud verbal a menudo iba encaminada en la misma dirección. El punto de encuentro de su música y sus opiniones eran las letras y temáticas de sus canciones. También ahí perseguía generar desconcierto y crispación en el oyente. Y a raíz de algunas como Jordan-Minessotta, Racer-X, Seth y Pray I Don’t Kill You Faggot empezó a grangearse acusaciones de racista, misántropo y homófobo.

El retardado más molón

El extraordinario libro de retratos sobre bandas de la escena alternativa estadounidense de los años 80 Nuestra banda podría ser tu vida, compuesto por el periodista Michael Azerrad, describe al joven Albini como un chaval canijo de escasa popularidad entre compañeros de clase y menos éxito entre las chicas que se refugió en el punk-rock. Leía con avidez un fanzine llamado The Coolest Retard (El retardado más molón). Albini era un freak de manual cuya agresividad verbal se convirtió en su manera de encontrar su espacio en el mundo. O, como escribe Azerrad, “la manifestación del instinto de supervivencia de quien ha sido objeto de burlas toda su vida”. El libro relata una escena difícil de creer por su extrema crueldad: tras un accidente en moto, Steve recibió varias llamadas anónimas en el hospital celebrando el dolor que estaba sufriendo esos días.

Sea como fuere, la música de su primer grupo importante, Big Black, tendría que sonar igual de cruel y dolorosa. Durante décadas, Steve Albini llevó al extremo esa hostilidad sónica y verbal que quedaría perfectamente sintetizada en una frase que aparece impresa en el disco en vivo de 1987 Pigpile: “Trata a todo el mundo con el respeto que merece (y no más)”. Pocas veces un añadido entre paréntesis ha resultado tan clarificador y amenazante. Pero así era él: quienes consideren que Federico Jiménez Losantos, más allá de su aportación periodística, es un genio en el arte del insulto, debería repasar sus escritos fanzineros.

Sin embargo, Albini siempre defendió que lo importante en la vida nunca son las palabras, sino los hechos. Y ahí su contundencia fue aún más radical. Su grupo Big Black jamás tuvo mánager, abogado o representante de cualquier tipo. Se organizaban las giras ellos mismos y negociaban los acuerdos discográficos sin necesidad de firmar contratos. Aquella actitud autosuficiente y recelosa de la industria musical que practicaba desde los años 80 le permitiría convertirse en un adalid de la independencia hasta el último día. Solo hay que entrar en Spotify y buscar los discos de Big Black, Rapeman o Shellac. No hay ni uno.

Un refugio ante la industria

Conforme Albini se fue introduciendo en el negocio musical, sus exabruptos dejaron de dirigirse principalmente a otros músicos para apuntar a la industria musical. Y fue cuando supo focalizar su odio insaciable, que empezó a ganarse la reputación como obstinado protector de la independencia artística. En su estudio de grabación no entraban mánagers ni consejeros: solo músicos. No aceptaba órdenes de discográficas. Solo atendía peticiones de bandas. Nunca firmó en calidad de productor. Él solo colocaba micrófonos y pulsaba botones: era ingeniero de sonido. “Trabajar con grupos no implica compartir ninguna responsabilidad por sus patéticos gustos y sus errores”, soltaba con su estilo habitual.

Por contra, nunca quiso cobrar porcentaje de beneficios por los discos que grabó. Y grabó hasta a Nirvana, lo cual pudo convertirlo en millonario. No solo no se enriqueció a su costa, sino que cuando la discográfica alteró las mezclas de dos singles cargó públicamente contra Geffen; ya no, contra el trío. Todo eso decía mucho de su ética. Sabía que la industria musical era un mar de tiburones y convirtió su estudio en un refugio impermeable a las presiones del negocio, un lugar donde los músicos pudiesen grabar la mejor versión de lo que tenían en mente. No era poco, en un mundo donde empezaba a estilarse la figura del productor iluminado que a cambio de sus ideas exigía por contrato parte del botín.

La única vez que lo entrevisté fue en 1998. Sería vía email en una época en que ese método no era tan habitual. Mi última pregunta fue: “¿Cómo sé que eres tú quien contesta?”. Su respuesta: “¿Cómo sé que eres tú quien pregunta?”. La franqueza, por hiriente que fuera, siempre fue su arma preferida. La primera vez que actuó con Shellac en el Primavera Sound del Parc del Fórum dijo que aquello apestaba. Se refería al desagradable olor que desprendía la depuradora de agua que hay bajo el recinto. Con el tiempo, su presencia sería innegociable en el festival. Repitió cada año. Era abstemio, pero el póquer era su gran afición más allá de la música. Decía porque en ese contexto podía hacer lo que jamás hacía en la vida real: mentir. Mentir es imprescindible para ganar partidas y se empleó a fondo. Ganó mucho dinero. Seguramente, más que vendiendo discos.

Mucho tiempo para reflexionar

Llegó la pandemia y el estudio de grabación de Albini quedó desierto. El hombre que llegó a recibir tres peticiones diarias para grabar a grupos estaba cruzado de brazos y, como tantísimos otros humanos, aprovechó el tiempo para pensar y tuitear. El 13 de octubre de 2021 lanzó un hilo con frases como: “Yo y algunos de mis colegas calculamos mal. Creímos que las grandes batallas por la igualdad y la inclusividad se habían ganado, que la sociedad lo expresaría así y que, por lo tanto, no estábamos hiriendo a nadie con nuestro antagonismo, impacto, sarcasmo o ironía”. Estaba entonando un mea culpa por canciones que había publicado décadas atrás. De aquella confesión nacería el encuentro con el periodista Jeremy Gordon para The Guardian. Sobre canciones como Pray I Don’t Kill You Faggot (“Reza por que no te mate, maricón”) declararía: “Me avergüenza y no espero ninguna compasión por parte de nadie sobre aquello”.

El propio Santiago Durango, guitarrista de Big Black, llegó a describir al grupo como “una panda de petardos reprimidos”. Albini jugaba a buscar los límites de lo que hoy llamaríamos políticamente correcto y, por mucho que lo hiciese desde la ironía y el sarcasmo, el resultado era que Big Black se convirtió en un imán de tipos retorcidos con problemas de comprensión lectura y sonora. Dedicar en 1985 la canción Il Duce al dictador Benito Mussolini no parece hoy una idea brillante. Entonces consideraba la extrema derecha “una broma de perdedores”, pero ahora reconocía no haber sido consciente de que, incluso cuando la extrema derecha ganase terreno, él no sufriría las consecuencias.

Steve Albini actuando con Shellac en el año 2008 en barcelona, en el festival Primavera Sound Steve Albini actuando con Shellac en el año 2008 en barcelona, en el festival Primavera Sound

No es fácil envejecer en el mundo de la música. Y menos, en calidad de icono de la autenticidad. El acantilado del cuñadismo reaccionario siempre está ahí, al acecho. Precisamente por eso, la última gran aportación de Steve Albini haya sido tan valiosa. “Lo que no quiero decir es que la cultura ha cambiado y eso disculpa mi actitud de antaño. [El cambio cultural] Aporta contexto sobre porqué me equivocaba entonces, pero me equivocaba”, asumía Albini con recobrada sinceridad. Su última gran lección fue: si te consideras tan ingenioso y valiente como para ofender en público a quien te apetezca, aprovecha ese superávit de ingenio y valentía para asumir tus errores y reconocerlos en público.

El mejor consejo

La mejor pista para saber si estás equivocado en algo es fijarte en quién te da la razón. O, en palabras de Albini: “Si en una discusión descubres que la persona más tonta está de tu parte, significa que estás en el bando equivocado”. Esta frase se convirtió en el titular de The Guardian. A la postre, en el mejor epitafio de este icono del indie-rock: un músico desafiante, un trabajador entregado (su nombre aparece en más de 1.400 discos), un consejero tosco, un tipo leal y, cómo no, un ejemplo. Para muchos de sus admiradores, Albini dio el verano pasado la lección más valiosa de su muy valiosa trayectoria musical y humana.

Leído hoy, el final de aquel artículo desprendía un extraño aire de despedida. Albini acababa de cumplir 60 años y explicaba que justo a esa edad su padre empezó a quedarse sordo. Por lo tanto, sospechaba que si él corría la misma suerte, pocos discos más podría grabar en su estudio. Tampoco daría muchos conciertos más, cabía suponer. Frente a ese horizonte, el periodista no resistió el impulso de preguntarle cómo querría ser recordado si se retirase en ese mismo instante. “No me importa una mierda”, respondió Albini. Era de esperar.

Y nueve meses después, infarto y al hoyo.

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