El estado de Nueva York ya tiene más casos de coronavirus que cualquier país del mundo y, para muchos neoyorquinos, la imagen de esta epidemia no será la de los hospitales saturados o las avenidas vacías. El recuerdo que tendrán de estos días será el de dos enormes zanjas de 60 metros de largo, recién excavadas.

Se trata de una grabación desde el aire en la que se ve a unas personas con monos blancos apilando ataúdes en tres alturas y tapándolos con tierra. La pequeñez de esos puntitos blancos en el barro negro del hoyo da una idea precisa del tamaño de la fosa común.

 

Esas zanjas se localizan en Hart Island, una isla deshabitada situada frente al Bronx, más o menos donde el East River se convierte en la bahía de Long Island. Las han abierto junto a dos edificios de ladrillo rojo perfectamente visibles desde la ciudad, aunque es poco probable que los vecinos de la cercana City Island se escandalicen. Todo el mundo sabe que si te mueres en Nueva York y no tienes quien se haga cargo de tus restos, o si tu familia no puede pagar un entierro, lo más probable es que acabes en Hart Island. En los últimos 150 años, más de un millón de neoyorquinos pobres o desafortunados han encontrado allí su lugar de descanso. El coronavirus solo ha aumentado el ritmo.

El Ayuntamiento ordenó en abril cavar nuevas fosas en Hart Island en previsión de un aumento de la mortalidad por el coronavirus. No se equivocó: el mes pasado se duplicó en Nueva York la cifra normal de muertes. Las funerarias están desbordadas y los hospitales están usando camiones frigoríficos para guardar los cadáveres. El procedimiento habitual es que, cuando nadie reclama un cuerpo, al cabo de 30 días pase a ser propiedad de la ciudad. En primer lugar es trasladado a una escuela de Medicina para ser utilizado en la enseñanza. Posteriormente, acaba en la isla. Sin embargo, el coronavirus ha obligado a acortar esos plazos y ahora mismo, si nadie lo reclama, un muerto puede acabar enterrado en Hart Island después de solo dos semanas. 

La isla de la muerte

La isla de Hart está deshabitada y pertenece al Departamento de Prisiones de la ciudad de Nueva York. La única manera de llegar es a través de un ferry del departamento, que a su vez controla las visitas. En condiciones normales son los presos de la cercana isla-cárcel de Rikers los que trabajan allí como enterradores, una vez por semana, cobrando 45 céntimos de euros por hora, 25 veces menos que el salario mínimo en la ciudad.

Se ha publicado que, ante la crisis del coronavirus, muchos reclusos se habían negado a trabajar como enterradores por lo que se les ofreció material de protección y un aumento del 500%. La alcaldía dice que a ningún preso se le permite ir a Hart Island desde la semana pasada y reconoce que ha habido que contratar personal específico para enterrar gente todos los días, en vez de semanalmente, como ocurría hasta el momento.

Las tumbas de Hart Island no tienen nombres, aunque desde los años 80 se guarda un registro de los enterramientos que permite a algunas familias recuperar a sus seres queridos. El Ayuntamiento asegura que se seguirá el mismo procedimiento ante la epidemia de coronavirus. Hasta hace cinco años nadie podía visitar la isla, pero una demanda obligó al Gobierno local a organizarlas para que al menos los familiares de los enterrados pudieran acercarse al lugar. Desde que ese extendió el brote, han sido suspendidas sin fecha de regreso.

Desde que Nueva York la compró en 1868, Hart Island ha servido siempre como cementerio de los pobres, pero también como prisión militar y civil, sanatorio, psiquiátrico y hasta base de misiles. Ahora añade un nuevo capítulo a su historia como la gran fosa común de los olvidados del coronavirus. No hay que olvidar que la epidemia está golpeando con más fuerza a los más pobres de la ciudad, precisamente los que siempre han tenido más papeletas de acabar en la isla.