Qué significa la victoria del sector más duro del régimen en Irán

Irán es uno de los ejemplos más claros en los que no es necesario esperar a los resultados oficiales de las elecciones presidenciales para poder hacer un análisis de lo ocurrido y de lo que cabe esperar de inmediato. Esto es así porque aunque la jornada electoral, como la del pasado 18 de junio, se desarrolle de manera limpia, normalmente la verdadera elección ya se ha producido mucho antes y no depende del voto ciudadano.

En esencia, es el Consejo de Guardianes –un órgano compuesto por 12 personas (seis alfaquíes, expertos en jurisdicción islámica, nombrados por Ali Jamenei y otros seis juristas designados por el poder judicial)– el que determina quién puede participar en los comicios, cuidándose de asegurar que solo puedan hacerlo los que no cuestionen el régimen instaurado por Jomeini en 1979.

Por eso ya se sabía desde hace tiempo que Ibrahim Raisi, hasta hace poco jefe del poder judicial iraní y protegido de Jamenei, iba a ser el decimotercer presidente de la república. Lo único que quedaba por saber era el porcentaje de votos obtenido (62%) y, sobre todo, el de votos en blanco y nulos (14%, por primera vez superando al del segundo candidato) y el nivel de abstención (48,8%, el más alto de la historia).

No en vano, el citado Consejo ya había eliminado a 585 aspirantes a convertirse en candidatos, incluyendo a personajes populistas, como el expresidente Mahmud Ahmadineyad, o el expresidente del parlamento de tendencia reformista Ali Larijani. Si a eso se suma que de los siete que finalmente pasaron el filtro (todos hombres), tres se retiraron y tan solo quedaba Abdolnaser Hemmati, tecnócrata exgobernador del Banco Central, como único representante de los reformistas moderados, se entiende aún mejor que la espera provocara escasa tensión.

Con la victoria de Raisi, de 60 años, se cierra así el circulo dibujado por los sectores más duros del régimen –los principalistas– para que todas las palancas significativas del poder queden en sus manos, incluyendo el Parlamento, el poder judicial, las fuerzas armadas y el poderoso Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán (los Pasdarán), catalogados como organización terrorista por Estados Unidos.

Es, sin duda, una pésima noticia, sobre todo para los iraníes que aspiren a un mayor nivel de bienestar y más derechos, pero también para el desarrollo y la estabilidad de Oriente Medio.

Y no cabe olvidar que uno de los máximos responsables de que esto haya sucedido no es el votante iraní y ni siquiera el Consejo de Guardianes, sino Estados Unidos. Más concretamente: Donald Trump. Fue él el que arruinó cualquier opción para los reformistas y moderados, con el presidente Hasan Rohani al frente, al salirse en mayo de 2018 del acuerdo nuclear de junio de 2015. La firma de ese acuerdo fue el principal argumento que Rohani pudo emplear para recabar el apoyo de la población, confiando en que significaría un inmediato alivio de la estrategia de acoso y derribo que Washington practicaba hasta entonces y, por tanto, una notable mejora en las condiciones de vida para sus más de 80 millones de habitantes.

El incumplimiento del acuerdo por parte de Trump y la incapacidad de la Unión Europea para mantenerse ligada al mismo (solo China se ha mostrado dispuesta a desmarcarse de las nuevas sanciones impuestas por Trump) ha acabado por dar aún más opciones a los conservadores para arrastrar a buena parte de la población a su favor, dejando a Rohani y sus aliados como débiles e incapaces de traducir en hechos sus promesas de entonces. Como resultado de todo ello Irán está hoy más cerca de traspasar el umbral nuclear y se han reforzado las posiciones más tradicionalistas y retrógradas tanto en la agenda nacional como en la acción exterior.

A partir de aquí, Raisi, que también sueña con suceder a Jamenei como líder supremo de la revolución, procurará a buen seguro reforzar aún más los controles de la vida social y política en un intento por frenar el descontento ciudadano (derivado tanto de la crisis económica y la corrupción como del impacto de la COVID-19). Dado que solo cabe esperar que se mantenga el asedio y el castigo desde el exterior –con las subsiguientes penurias diarias para los ciudadanos–, el pronóstico más probable es más represión para frenar la creciente insatisfacción ciudadana y más dificultades para los reformistas.

En el campo exterior, Irán continuará su acercamiento a China, aunque solo sea porque otros seguirán cerrándole sus puertas. Igualmente, es previsible que siga inmiscuyéndose en los asuntos de sus vecinos, tanto para mantener sus opciones de lograr el liderazgo regional, como para disponer de bazas de retorsión ante quienes buscan su colapso, con Israel y Estados Unidos a la cabeza.

Por último, puede suponerse que será posible lograr algún resultado positivo en las conversaciones que se siguen desarrollando en Ginebra, dado que Jamenei ha dado sus bendiciones al intento por aliviar un castigo que también afecta a su figura y al régimen ante una población harta de promesas incumplidas.

Pero de ahí no cabe deducir que Raisi vaya a pilotar una apertura más amplia hacia Occidente, renunciando a su programa de misiles (independiente del programa nuclear y al que Irán tiene derecho como cualquier otro Estado del planeta) o a la injerencia en asuntos de sus vecinos. De hecho, el presidente electo ha afirmado este lunes en su primera rueda de prensa que no está dispuesto a negociar sobre el programa de misiles ni sobre su apoyo a grupos armados de la región. Y así hasta la próxima crisis.