Azerbaiyán va definitivamente a por Armenia

Las cartas están ya nuevamente boca arriba. Bakú se siente lo suficientemente fuerte como para rematar la tarea que considera pendiente desde hace mucho: recuperar el control sobre la totalidad de Nagorno Karabaj, zona de mayoría armenia incrustada en Azerbaiyán.

Entiende que, a la sombra de la guerra en Ucrania, dispone de un amplio margen de maniobrar para asestar el último golpe a una Armenia que no cuenta con medios propios para resistir la embestida ni con un respaldo efectivo de Rusia, a pesar de que Moscú figura como garante de su seguridad en el marco de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva –de la que decidió retirar a su representante el mes pasado–.

El presidente azerí, Ilham Aliyev, sabe que cuenta con una manifiesta superioridad tanto demográfica como militar –triplicando las capacidades armenias–, y con que Turquía sigue dispuesta a apoyarlo en su aventura belicista, como ya hizo en la última guerra de 2020, cuando Bakú logró una ganancia neta de terreno de la autoproclamada República de Artsaj –creada en 2017, cambiando su anterior denominación de República de Nagorno Karabaj, que ni siquiera Ereván reconoce como Estado–, lo que le permitió recuperar cuatro de los siete distritos perdidos en 1994.

La victoria azerí supuso igualmente que el distrito de Kalbajar quedaba bajo su control a partir del 15 de noviembre de 2020, así como el de Agdam (a partir del día 20) y el de Lachin (a partir del 1 de diciembre). En resumen, Azerbaiyán volvió a recuperar prácticamente la totalidad de los 8.000 kilómetros cuadrados que había perdido en el anterior choque, dejando Nagorno Karabaj reducido a los 4.000 kilómetros cuadrados originales.

Desde aquel momento, Bakú ha ido dando los pasos necesarios para doblegar la resistencia de su vecino y para alinear a poderosos actores externos a su favor o, al menos, para garantizar su pasividad.

Así, se ha permitido establecer un duro bloqueo del enclave armenio durante los últimos nueve meses, cerrando el corredor de Lachin con la clara intención de crear una situación insostenible que terminara de convencer a la población armenia local de que su única opción era abandonar definitivamente sus hogares, sin que nadie lograra hacerle cambiar de opinión; y hasta se ha permitido el detalle de levantarlo justo el pasado 12 de septiembre en un gesto de aparente buena voluntad, antes de iniciar la ofensiva que ahora ha desencadenado. Para ello el Ministerio de Defensa azerí ha empleado la excusa del terrorismo, aunque en sus palabras quedaba de manifiesto que su objetivo es destruir todas las capacidades militares de una república que no reconoce.

Estamos ante un nuevo capítulo de un conflicto que ya contabiliza tres episodios de violencia abierta desde 1918-20, cuando ambos territorios fueron sometidos por Moscú e integrados en la Unión Soviética, pasando por la guerra de 1988-1994 –en la que Armenia logró imponerse territorialmente–, para llegar a la de 2020. Todo ello sin que en ningún caso –sea a través de los intentos de mediación inaugurados ya en 1994 por el Grupo de Minsk (EEUU, Francia y Rusia), en el marco de la OSCE, o de la aprobación de los Principios de Madrid, en 2007– se haya logrado la resolución pacífica del problema.

A la impresión generalizada de que nadie va a detener ya a Azerbaiyán hasta que logre imponer su dictado por la fuerza se une la debilidad que transmite el propio primer ministro armenio. Nikol Pashinián llegó al poder en 2018 encabezando una propuesta prooccidental que no solo implicaba el alejamiento de Moscú, sino también la renuncia más o menos expresa a Nagorno Karabaj.

El drama al que se enfrenta ahora es que, aun mostrándose dispuesto a ceder a las pretensiones azeríes, se encuentra con una férrea oposición de sus propios mandos militares y, más aún, puede tener el íntimo convencimiento de que Bakú no se contentará únicamente con hacerse con la totalidad de Nagorno Karabaj, sino que su apetito territorial le puede llevar de inmediato a eliminar a la propia Armenia.

En tan solo 24 horas, Bakú ya ha logrado la rendición completa de las fuerzas de Nagorno Karabaj, tal como se ha escenificado este miércoles con el acuerdo de cese de hostilidades anunciado por las autoridades karabajíes, lo que incluye el compromiso de que las fuerzas armenias que aún pudieran encontrarse en ese territorio tienen que abandonarlo sin demora.

La lectura inmediata de lo ocurrido parece muy clara. Armenia no tiene medios propios para soportar la presión azerí y Rusia –que mantiene un contingente de unos 2.000 efectivos en Artsaj como garante del acuerdo de 2020– ha demostrado que no está dispuesta a movilizar más medios para atender al desafío que plantea Azerbaiyán, cuando el que tiene en Ucrania le obliga a concentrar esfuerzos. En todo caso, también queda claro que Rusia ha fracasado como garante de seguridad con una política de equilibrio de poder entre Bakú y Ereván que no ha logrado evitar que Ereván se salga de su órbita (acercándose a Washington) y que Bakú frene su apetito territorial, con el nítido respaldo de Turquía.

Por su parte, Armenia teme, con razón, que a pesar de su amenaza de intervención si los azeríes modifican las fronteras actuales por la fuerza, Irán no va a pasar a los hechos aumentando su apoyo, aunque solo sea porque necesita concentrar sus limitadas capacidades en atender el desafío interno que tiene el régimen frente a una contestación ciudadana cada vez más abierta y al diario afán israelí por cortarle las alas en la región (con Siria y Líbano en primer lugar).

Pashinián debe percibir también que Estados Unidos no está dispuesto a implicarse directamente en un conflicto de esta naturaleza, incluso ahora que tiene a unos 85 soldados propios participando, por primera vez, en maniobras militares con el Ejército armenio. Por último, también puede suponer que la Unión Europea, que en julio del pasado año firmó un acuerdo con Bakú para duplicar el volumen de las importaciones de gas para el año 2027, no va a poner en peligro sus relaciones con Azerbaiyán por un territorio que cada vez parece más a mano para Aliyev.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)