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Habrá tregua, pero no será la que plantea ahora Israel ni la que imagina Hamás

Un grupo de ciudadanos palestinos de Gaza pide alimentos, el pasado 25 de abril.

Habrá tregua, sin duda. Así lo hemos aprendido con los años, sabiendo que, al igual que cabe analizar el largo conflicto palestino-israelí siguiendo el rastro de la violencia, a través de las seis guerras ya registradas, las dos Intifadas palestinas y las repetidas operaciones de castigo realizadas por las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI), también cabe hacerlo siguiendo la secuencia de las innumerables treguas, con sus correspondientes incumplimientos mutuos, acumuladas hasta hoy. Al margen de lo que apunta su incendiario discurso, hoy el gobierno liderado por Benjamin Netanyahu sabe que no logrará eliminar totalmente a Hamás por mucha que sea la superioridad de las FDI sobre el terreno.

Igualmente, las huestes de Ismail Haniya y Yahia Sinwar son sobradamente conscientes de la enorme distancia que hay entre perturbar la seguridad de Israel con los limitados medios a su alcance y derrotarlo militarmente, por mucho que sepan aprovechar las ventajas que en una guerra asimétrica benefician puntualmente al actor no estatal (al que le basta con no ser aniquilado para animarse a cantar victoria ante sus fieles).

Esa recíproca convicción determina que la situación actual desembocará, más pronto que tarde, en una nueva tregua; sin que eso signifique, de ningún modo, el final del conflicto, algo que ni cabe en la mente de la ideología extremista que define al actual gabinete israelí, ni en la mentalidad de resistencia permanente (muqawama) que define a Hamás. De hecho, volviendo al significado concreto de las palabras, conviene entender que una hudna (tregua) no es más que un cese temporal de las hostilidades, sobreentendiendo que puede ser vulnerada en cualquier momento y que está muy lejos de una atwah —que cabría entender como un armisticio de mayor duración y compromiso—, y aún más de la sulha, un acuerdo de paz.

A esos problemas conceptuales se une la enorme distancia que se percibe entre las condiciones que Tel Aviv plantea para, al menos, detener su actual operación de castigo en Gaza y lo que reiteradamente demanda Hamás. La última propuesta israelí, del pasado 27 de abril, contempla una detención de las hostilidades durante seis semanas, la posibilidad de que los gazatíes que fueron desplazados por las FDI puedan retornar a las localidades del norte de la Franja y su disposición para llevar a cabo un intercambio de prisioneros. Eso es lo que la delegación egipcia —en un gesto que indica la pérdida de protagonismo de Qatar como intermediario— señala con un forzado optimismo que, en todo caso, deja sin definir ni los términos de este posible intercambio (¿cuántos palestinos encarcelados en Israel serán liberados por cada uno de los estimados 133 israelíes en manos de Hamás, de los que la mayoría estarían muertos?), ni toma en consideración que la oferta parece buscar en el fondo la negativa de Hamás como excusa para verse “obligados” a lanzar definitivamente la ofensiva contra Rafah.

Pero tampoco las condiciones que establece Hamás en su reciente propuesta del pasado día 13 resultan más asumibles para Netanyahu y los suyos. Existe margen de maniobra para ajustar la duración de un posible alto el fuego (aunque llegar a los cinco años, como propone Hamás, parece improbable), para determinar cuánta y en qué condiciones va a entrar la ayuda humanitaria, para fijar las modalidades del retorno de los desplazados por la FDI a las zonas del norte de la Franja, e incluso para acordar el baremo para el intercambio de prisioneros. Pero, en las condiciones actuales, no es realista imaginar que Israel va a llevar a cabo una retirada total de las FDI en Gaza (no cabe olvidar en ningún caso que Israel sigue siendo la potencia ocupante), y mucho menos va a reconocer la existencia de Palestina como Estado en el territorio previo a la ocupación israelí de 1967. Esto último —rechazado frontalmente tanto por Netanyahu como por colegas de gabinete tan radicales como Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich— supondría, de hecho, que Tel Aviv ceda territorios que ha ido anexionando desde entonces, precisamente cuando el gabinete más ideológicamente extremista de la historia de Israel cree estar a tan solo un paso para confirmar el dominio total de la Palestina histórica.

La impotencia de la ONU y el doble rasero

Más allá de los sueños y los trampantojos con los que unos y otros tratan de alimentar a sus fieles y confundir a los contrarios, la testaruda realidad sobre el terreno muestra un panorama desolador. Hace tiempo que ha quedado tan clara la impotencia de la ONU para ejercer sus tareas de diplomacia preventiva y la existencia de una doble de medida para enjuiciar los comportamientos de unos y otros en el escenario internacional, como el desprecio absoluto a las normas más básicas de la guerra, a las obligaciones que corresponden a toda potencia ocupante, al derecho internacional y a las reglas éticas y morales más elementales. Del mismo modo, sigue estando claro que Netanyahu y los suyos cuentan con un margen de maniobra que no se le consiente a ningún otro actor estatal, lo que le permite desarrollar sus planes sin disimulo, mientras debatimos si se trata de un genocidio, una limpieza étnica o tan solo un correctivo.

Y así, enfrascados entre las idas y vueltas de los mediadores y el intercambio de propuestas más o menos serias, las FDI continúan adelante con una masacre que solo se detendrá cuando los gobernantes israelíes lo decidan. El resto —tanto los muertos acumulados, como el deterioro de la imagen internacional de Israel, o el descrédito de quienes consienten e incluso animan a los violentos— son apenas daños colaterales ahogados por la convicción de que a la próxima tregua le seguirá un nuevo episodio violento que todavía no tiene nombre.

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