Corría la primavera de 2017 en Madrid y remangándose la camisa, dejando al descubierto sus brazos totalmente coloreados de tinta, Cal casi reía: "Lo que más miedo me daba de que Dáesh pudiera secuestrarme en Siria es que me rasparían la piel hasta borrarme los tatuajes porque están prohibidos en su interpretación radical de la fe". Tenía entonces 28 años y regresaba de pasar más de uno junto a las Unidades de Protección Popular kurdas, conocidas como YPG, la primera línea de defensa contra el ISIS en Siria e Irak.