¿Es posible mirar la muerte con serenidad? ¿Cómo asumir la propia y la de nuestros próximos? ¿Es lícito acabar con nuestra vida?

En ‘El Morir de los sabios’ (Tecnos), el catedrático de Filosofía Moral de la Universidad de Salamanca Enrique Bonete Perales da respuesta a estas cuestiones y formula otras a partir de las reflexiones de 24 autores clásicos. Se atribuye a Platón haber sido el primero que argumenta que filosofar es aprender a morir. Igual se le podría replicar que también es aprender a vivir. O que en realidad ambas cosas son lo mismo. 

Lo primero, como señala el catedrático, sería diferenciar la muerte propia de la que es en segunda persona, la de los allegados con los que nos une un vínculo personal, e incluso estaría la que es en tercera persona, la de aquellos con los que puede que ni hubiese una relación (sí, estas son las del tipo ‘tengo que pasar por el tanatorio a saludar’). La distinción en tres categorías puede parecer obvia pero no lo es porque la manera de hacerle frente es lógicamente diversa. Que la vida sea a menudo complicada no hace más fácil la comprensión de la muerte. Ahora y siempre. Si no, recuerden el relato del leñador que se atribuye a Esopo, uno de los fabulistas de la Antigua Grecia. Un hombre viejo va caminando por el monte como puede cargado de leña. Agotado y hastiado de tantas penas llama a la muerte. Esta acude rápido y cuando se le aparece y la tiene enfrente, el anciano cambia de opinión y solo le pide que le ayude a llevar la leña.

Qué hacer con el miedo 

Baruch Spinoza (1632-1677) sentenció que un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Cómo si fuese tan fácil, ¿no? Bonete Perales nos recuerda en su ensayo que el filósofo holandés, que murió cuando tenía 45 años, lo que pretendía era evitar que el pensamiento en torno a ese momento genere angustia y parálisis vital. Si se antepone la razón al temor es más fácil centrarse en la vida (que es más real). Además, pensar en el “no ser” es inútil. En resumen, si no le tenemos miedo será más sencillo disfrutar de los placeres de la vida. 

No es muy distinto de lo que Descartes (1596-1650) le escribió a Chanut, un embajador amigo suyo. En una carta le hacía la siguiente confesión: “En lugar de encontrar los medios de conservar la vida, he hallado otro, mucho más fácil y seguro, que consiste en no temer a la muerte”. Además de sabio era también optimista puesto que defendía que siempre hay más cosas buenas que malas en esta vida. Cuando le llegó la hora, tras una neumonía, lo demostró al susurrarle a su ayudante un lacónico “es el golpe definitivo y debo partir”. 

Probablemente haberla visto de cerca ayuda a entenderla un poco más. “Cuando eres pequeña, nadie te dice que vas a morir. Tienes que averiguarlo por ti misma”, reflexiona Maggie O’Farrell en ‘Sigo aquí’ (Libros del Asteroide y publicada en catalán por L’Altra). La escritora irlandesa describe en esta autobiografía sus “diecisiete roces con la muerte”, en distintos momentos y lugares, y cómo la fragilidad, el estar encerrada “en un cofre de dolor” o sufrir lo que define como una soledad extraña pese a estar rodeada, enseña a ser más fuerte (ya saben, lo que no te mata…). Tal vez no se puede aprender a morir pero sí a vivir.

O’Farrell expone la visión del paciente, la que tenemos la mayoría. ¿Y cuando el que tiene la muerte tan cerca, ese memento mori, es un médico? En ‘Al final, asuntos de vida o muerte’ (Salamandra), publicado este enero, el neurocirujano Henry Marsh se aproxima a la respuesta. Primero nos ayuda a entender a los que no pasaremos de ser pacientes la manera en que los médicos deben poner límites a la compasión sin dejar de actuar con humanidad. Ahora bien, también advierte de que un pecado mayor que el distanciamiento es la autocomplacencia. Es decir, si se conforman, dejan de intentar mejorar. Y si ellos no mejoran, nosotros tampoco.

Este cirujano inglés, enfermo de cáncer, resume en dos preguntas cómo a todos nos puede tocar un diagnóstico potencialmente terminal. “Lo único que no hice fue preguntarme: ’Por qué yo’. Como médico sabía que la respuesta era muy sencilla: ‘¿Por qué no?’”. Sin renunciar al humor recuerda que las únicas cosas seguras de la vida son la muerte y los impuestos (aunque sobre lo segundo podríamos abrir otro debate). 

La responsabilidad del superviviente 

La muerte en segunda persona es probablemente la manera más abrupta de enfrentarse a ella. Las bibliotecas están llenas de obras dedicadas al duelo, novelas, ensayos y best sellers para aprender a superarlo. Les ahorro las fases y las respectivas terapias. Pero si hay una autora que en dos libros ha descrito como pocos ese dolor es Joan Didion en ‘El año del pensamiento mágico’ (muy recomendable la versión ilustrada por Paula Bonet) y ‘Noches azules’ (Penguin).

La periodista estadounidense, fallecida en 2021, relata cómo la vida puede cambiarte en un instante y lo difícil que es aprender a seguir. En el primer libro explica el duelo por su marido. En el segundo, por su única hija, que murió dos años después. Con una frase, solo una, “y de repente…ya no existía”, resume el momento desgarrador en que la vida de alguien ya no volverá a ser la misma cuando un ser cercano pierde la suya. Dejar de mantener el contacto físico, no escucharle y aún así saber que hay que continuar.

Años antes, otra de las escritoras más referenciadas, Simone de Beauvoir (1908-1986), había dedicado una de sus obras ‘La ceremonia del adiós’ (Edhasa) a relatar los últimos años de vida de su compañero, Jean-Paul Sartre. Aunque en el libro explica que el filósofo francés había preguntado qué le iba a ocurrir y adónde conducía esa situación, Beauvoir interpela al lector para que reflexione sobre si considera que ella debería haber preparado mejor a su compañero (pese a que él se mostraba resignado con el final).  

“¿No debería haber prevenido a Sartre de la inminencia de su muerte? Cuando estaba en el hospital, debilitado, sin fuerzas, solo pensé en disimular la gravedad de su estado. ¿Y antes? Él siempre me había dicho que en caso de cáncer o de otra enfermedad incurable querría saberlo. Pero su estado era ambiguo. Estaba en peligro pero ¿resistiría aún diez años, tal como él deseaba, o se acabaría todo en uno o dos años? Todos lo ignorábamos. No tenía disposiciones que tomar, no habría podido cuidarse mejor. Y amaba la vida. Ya había sufrido bastante al asumir su ceguera, sus dolencias. Si hubiera conocido con más precisión la amenaza que pendía sobre él, habría ensombrecido inútilmente sus últimos años. De todas maneras, yo navegaba como él entre el temor y la esperanza. Mi silencio no nos separó”. A ellos, como al resto, les separó la muerte.

De quién es la vida

¿Se puede morir a tiempo? La pregunta igual les suena porque es una de las reflexiones que Nietzsche (1844-1900) incluye en su ‘Así habló Zaratustra’ (Planeta). “Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña esta doctrina: «¡Muere a tiempo!». Libre para la muerte y libre en la muerte, proclamó el pensador alemán. Los estudiosos de este filósofo no se ponen de acuerdo en si con esta referencia estaba defendiendo o no la opción del suicidio. 

De todas las preguntas incómodas que plantea la muerte probablemente la de cuándo es preferible morir a vivir sea la más compleja. Montaigne (1533-1592) es quien mejor ha sabido contestarla: “Es hora de morir cuando vivir reporta mayor mal que bien y es ir contra las propias leyes de la naturaleza el conservar la vida para tormento e insatisfacción nuestras, como dicen estas antiguas reglas: O una vida tranquila, o una muerte feliz. Es bueno morir cuando la vida es molesta. Vale más no vivir que vivir desgraciado” (Ensayos). Su tesis lleva a una justificación del suicidio y de la eutanasia puesto que considera que tanto el dolor insoportable como una muerte peor deben tener una salida alternativa y hay que respetarla.   

La palabra eutanasia procede del griego y significa muerte dulce. Daría para un artículo entero aunque si libramos la cuestión de los apriorismos de algunas religiones no debería ser tan controvertido. Salvador Paniker (1927-2017) en un artículo publicado en 2008 se formulaba la pregunta y daba la respuesta que aclara el por qué la Iglesia católica -al menos la oficial- se opone tan ferozmente a la eutanasia. La conclusión, analizaba el filósofo barcelonés, es bastante clara: “Porque si se generaliza la práctica de la eutanasia voluntaria, si se desdramatiza el acto de morir, la Iglesia pierde poder. La Iglesia siempre ha fomentado una teología del terror a la muerte, reservándose para ella el control de las postrimerías. En consecuencia, la Iglesia tolera mal la secularización desdramatizada del morir que supone la eutanasia”.

Los profesionales médicos subrayan que el debate, sobre la despenalización de la eutanasia y del suicidio asistido, no es una discusión médica –o no exclusivamente médica–, sino social, ética y de creencias personales. Pero evidentemente su opinión debe tenerse  en cuenta por parte del legislador. Primero porque son los profesionales quienes asisten a los pacientes y saben de su sufrimiento. Y segundo porque requieren de la seguridad jurídica que los ampare a la hora de actuar. Pese a todos los bulos que se han extendido hay que recordar que en España, donde la eutanasia está regulada como un derecho por ley desde el 2021, nadie puede pedirla en nombre de un paciente.  

Para acabar pueden escoger ustedes el final que prefieran para este artículo (¡qué menos si han llegado hasta aquí!). Kant se despidió con un “ya está bien”. Fue lo último que musitó antes de morir, según explicó su cuidador personal. Si lo prefieren también está el “muchas gracias” de Heidegger a su esposa. Sin voz, abrió los ojos para mirarla y decírselo. Falleció unos segundos después. Esto es todo.

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