La palabra ‘blasfemia’, de origen griego, significaba injuria contra alguien. La connotación religiosa, en realidad, estaba tipificada en la asebeia, que era el cargo criminal por “profanación y burla de objetos divinos” o “irreverencia hacia los dioses del Estado”. Por este cargo fueron condenados Sócrates, a muerte, y Aristóteles, al exilio.
La asebeia griega se traduce al latín como ‘impiedad’, entendida como falta de fe religiosa. Pero, en pos de la paz social, los romanos eran tolerantes con las religiones de los pueblos conquistados. Su solución ante el problema de aquella nueva secta apocalíptica que venía liándola parda, el cristianismo, fue dejar el asunto en manos de las autoridades y la justicia hebreas: Jesús fue condenado por blasfemia, penada con la muerte por el código Levítico.
Más tarde, Santo Tomás de Aquino, siguiendo la doctrina de San Agustín, afirmará que “aunque todo delito es pecado, no todo pecado es delito”.
Y será ya con el absolutismo cuando Estado y religión se abracen más pasionalmente: la expansión de los reinos devenidos en imperios requería la unidad política basada en la ortodoxia religiosa.
Apareció Lutero con su cisma, y la blasfemia volvió a estar de moda como forma de acabar con los que amenazaban la unidad doctrinal y el poder de Roma, castigada entonces con atravesamiento de lengua con barra de hierro, cárcel y muerte, entre otras linduras.
Tuvieron que plantearse el siguiente dilema: si la blasfemia ofendía a Dios, ¿podía el Todopoderoso ser sujeto pasivo protegido por los tribunales terrenales? Sonaba a pecado de soberbia. Por no hablar de que era muy improbable que la víctima se presentara a poner la denuncia.
Determinaron que la “blasfemia herética”, aquella que cuestiona la doctrina de la Iglesia, era un delito de religión y debía ser juzgada por los tribunales eclesiásticos, y la “blasfemia simple”, la injuria o el escarnio de Dios y sus cositas, era un delito contra la religión y debía ser juzgada por los tribunales seculares. Aquí ya no era a Dios al que se ofendía sino los sentimientos de sus fieles. Así, la reacción que produce en los demás pasó a ser parte integrante de la blasfemia como delito de desorden público.
Pero llegó el siglo XVIII y las ideas de la Ilustración dieron un giro al asunto. O, como dirían en el país de Borges: se armó el quilombo.
En la Revolución francesa, y poco antes en la americana, se acabó con la relación entre Iglesia y Estado y se cortó el cordón umbilical que unía el delito con el pecado, se planteó una ciencia del Derecho penal de carácter empírico y la blasfemia dejó de ser delito en Francia en 1791. Aunque poco después la moralidad católica será restaurada, que se lo pregunten si no a Baudelaire o Flaubert.
Estas ideas, origen del liberalismo, causaron una furibunda reacción en las élites españolas: Castilla era, desde tiempos de Isabel I, el reino elegido por Dios para expandir su palabra en un mundo con gran oferta en infieles.
En España, este divorcio entre pecado y delito tiene su propia historia de idas y venidas y dejó su huella en las diferentes constituciones y códigos penales aparecidos a partir del siglo XIX, desde que las Cortes de Cádiz promulgaron la Constitución de 1812, la cual, en cuanto a división entre Iglesia y Estado y al contrario de lo que se podría esperar, no fue, ni mucho menos, un viva la Pepa.
A pesar de su carácter revolucionario, la necesidad de unidad frente a la invasión francesa los llevó a ser muy moderados en el tema religioso, y esto quedó reflejado constitucionalmente: “La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera”. En su Código Penal de 1822, se categoriza la blasfemia dentro de los “delitos contra la religión del Estado”, con penas de entre quince y cuatro meses de prisión. Una nadería comparado con el apachurramiento de lengua de tiempos anteriores.
Pero regresó el Borbón, se gritó “Vivan las cadenas” y la cosa se torció.
Empezaba así un tira y afloja entre dos ideas contrapuestas de España, la confesional y la liberal, con la blasfemia como centro gravitatorio e Iglesia y Estado como esas parejas que no se pueden ni ver pero que no terminan nunca de perderse de vista.
Tras el apoyo incondicional de la Iglesia al absolutismo de Fernando VII empezaron las tensiones entre conservadores y liberales. En la Constitución de 1837 se mantiene la católica como religión oficial, pero no se llega a aprobar el Código Penal correlativo.
Los moderados deciden reorganizar la sociedad: la Constitución de 1845 tiene una clara vocación confesional y en el Código Penal de 1848 la blasfemia deja de ser delito grave y el escarnio a seres imaginarios pasa a ser solo una falta. La reforma de 1850 no aporta ninguna diferencia, pero tras la inestabilidad de los gobiernos de la década de los sesenta, destronada y exiliada Isabel II, comienza la primera República y vuelven las ideas de la ilustración. Su Constitución de 1869 permite por primera vez el ejercicio de la libertad de culto y su Código Penal de 1870 ni siquiera tipifica la blasfemia como falta, algo que, para algunos, no tendrá perdón de Dios.
La reacción no se hizo esperar: en 1874 el general Pavía disuelve las Cortes y el general Martínez Campos da un golpe de Estado y proclama a Alfonso XII nuevo rey. Empezaba la Restauración católica borbónica. En la Constitución de 1876 la única y verdadera volvió a ser la religión oficial del Estado. Pero seguía vigente el Código Penal de 1870, que pasaba olímpicamente de la blasfemia, lo que resultaba discordante con la nueva Carta Magna.
Los carlistas y los nuevos movimientos obreros no paraban de dar por saco. Para que no les fastidiaran el invento, liberales moderados y conservadores se alternaban en el poder con la regente María Cristina en el trono. Pero no les dio tiempo ni consenso para ponerse con el alicatado del Código Penal: un anarquista italiano se cepilló a Cánovas del Castillo y por culpa de los gringos perdimos Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Las élites conservadoras estaban que echaban espuma por la boca. Le tocaba el turno a Alfonso XIII y la blasfemia seguía sin ser castigada.
Recién en 1928 se apañará esta contradicción entre el Estado confesional de la Constitución del 76 y el Código Penal del 70, que seguía vigente: en el nuevo Código Penal de la dictadura de Primo de Rivera se recuperarán los tipos de blasfemia, profanación y escarnio como falta, ampliándolo a aquello que pudiera ofender a los demás cultos.
Tras la dimisión del dictador y la caída de Alfonso XIII llega la Segunda República, y con su Constitución de 1931 se separan una vez más Iglesia y Estado. Aunque no sin resistencia: casi la mitad de la Cámara no participó en la decisión. En su Código Penal de 1932 sigue el respeto a los sentimientos religiosos como bien jurídico protegido. Tal vez la tensión con los sectores conservadores derivara en esta concesión.
La reacción se vino arriba con el levantamiento militar del 36. Tras la Guerra Civil y el triunfo del bando nacional, Franco querrá revivir la idea mítica del imperio español, para lo que contará con el sector más cavernario de la Iglesia católica como pieza fundamental en su plan de adoctrinamiento social. El nacionalcatolicismo extenderá sus tentáculos por todos los ámbitos, empezando por la educación. Iglesia y Estado volverán a su antiguo romance, y el Código Penal de 1944 rescatará el delito de blasfemia, castigando el escarnio, el ultraje y las expresiones injuriosas contra el panteón celestial.
En 1967, tras las presiones del bloque occidental y en modesta concesión al liberalismo, se promulga una Ley Orgánica del Estado donde el régimen reconoce el derecho a la libertad religiosa, pero el Código Penal de 1973 mantiene el delito de blasfemia y amplía el amparo a los sentimientos religiosos a las demás supersticiones reconocidas.
Muerto Paco y con Juan Carlos como rey y dique de contención de la conspiración bolchevique-judeomasónica, empezará la Transición. No será fácil teniendo al nacionalcatolicismo tutelando el camino. En la Constitución del 1978 se vuelve al modelo de un Estado aconfesional que reconoce y garantiza la libertad religiosa y en 1983 se reforma el Código Penal para ajustarlo al nuevo marco constitucional democrático. Se elimina la protección especial a la religión católica y en la Ley Orgánica de 1988 la blasfemia deja de ser delito, aunque se mantiene como falta para suprimirse finalmente en 1989. Pero permanecerá la protección a la sensibilidad de los fieles, que se colará en el Código Penal de 1995, vigente actualmente, donde ya no queda ni rastro de la palabra blasfemia pero sigue latiendo en el artículo 525 con lo que, desde tiempos remotos, es parte de su definición: el escarnio a los sentimientos religiosos.
El artículo 525 dice:
1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican.
Gran parte de las religiones se basan en que su fe es la verdadera, siendo las otras falsas o meras desviaciones de la verdad divina revelada en exclusividad, lo que convierte a dogmas y postulados de unas en herejías y blasfemias para las otras. Penalizar la ofensa a los sentimientos religiosos en el marco de la libertad de culto equivale a que todas las religiones puedan querellarse contra las demás por considerar sus divergencias como ofensas. Si quisieran, los musulmanes españoles podrían querellarse contra Salman Rushdie y aquellos que lo han publicado por lo ofensivo de sus Versos satánicos. E incluso contra todos los medios que publicamos las caricaturas de Mahoma en solidaridad con Charlie Hebdo cuando el atentado en París. Estarían en su derecho.
Por otro lado, el artículo 525, como concesión al laicismo, dice:
2. En las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna.
Y aquí, en mi opinión, se llega a una contradicción entre ambos puntos del artículo, porque el laicismo y el ateísmo se basan en el empirismo aplicado a los sistemas de creencias disponibles en el campo público de las ideas. Su sistema de creencias –por igualarlo a lo religioso– se basa en la crítica a las religiones, por lo que su expresión puede implicar una ofensa a los sentimientos de aquellos que sí creen en ellas. Si desde el laicismo se utilizara el punto 2 del artículo podría darse la proliferación de querellas contra el cristianismo por sostener públicamente que los que no creen en Dios son “necios, empobrecidos de entendimientos y corrompidos” (Salmos 14:1, Romanos 1:20-32, Efesios 4:18, entre otros), un clara ofensa a los sentimientos laicos.
Se rompería así la convivencia pacífica y democrática de la pluralidad de ideas, por ser las convicciones de unos ofensas para los otros, y viceversa.
Por no hablar de lo difícil que resulta comprobar la veracidad de la ofensa y medir el daño en los sentimientos.
No hay discusión sobre lo subjetivo de algo como la ofensa, y no hay perito capaz de comprobar si una herida en los sentimientos coincide con las características de aquello que se dice que la ha causado, trasladando la prueba empírica que relaciona causa y efecto a la valoración personal del juez.
La catedrática de Derecho Civil María Paz García Rubio, en su estudio monográfico Arte, religión y Derechos Fundamentales. La libertad de expresión artística ante la religión y los sentimientos religiosos (algunos apuntes al hilo del caso Javier Krahe), dice sobre el punto 1 del artículo 525 que “la regla en cuestión no es a su vez manifestación de otro derecho fundamental, sino resultado de la incorrecta elevación de un bien infraconstitucional al rango de límite de un derecho de naturaleza constitucional”. Y aclara que “la Constitución permite la limitación del derecho a la creación artística –como de otras libertades fundamentales–, pero únicamente si se puede fundamentar a partir de la garantía de otros derechos, bienes o intereses constitucionales; pero si el hipotético derecho a no sentirse ofendido por las expresiones de otros no forma parte de la libertad religiosa, no se puede convertir lo que no es un bien constitucional en límite a un derecho fundamental; mucho menos cuando se adopta la forma más restrictiva de limitación como es una tipificación penal”.
El derecho constitucional a la libertad de expresión ya tiene su límite en los delitos de odio, que necesita de una relación directa entre lo expresado y acciones coercitivas posteriores en detrimento de un determinado colectivo o culto, y no se conoce caso de creyente que dejara de practicar su fe por herida en sus sentimientos.
Sin que exista el derecho a no ser ofendido, no puede este limitar el derecho fundamental de la libre expresión.
Aunque la blasfemia no conste como bien jurídicamente protegido, la utilización del escarnio a los sentimientos religiosos sirve para que, en pleno crecimiento de la ultraderecha, grupúsculos de fanáticos herederos del nacionalcatolicismo exijan una protección especial de su fe para acallar la libertad de expresión de los que piensan diferente. Y esta práctica, se admitan o no a trámite las querellas, cuesta tiempo y dinero a los acusados por el hecho de ejercer su derecho constitucional de expresar libremente sus ideas, lo que desincentiva cualquier expresión contraria al catolicismo e impone el tabú sobre ideas e iconografías que son parte del espacio público y de la historia común. Es así como el pecado de blasfemia sigue latente en nuestro Código Penal no en su forma explícita pero sí en su resultado material coercitivo.
Nuestros legisladores tienen en sus manos el corregir esta discordancia entre la Constitución y el Código Penal para que por ese punto, el artículo 525 -nuestro Aleph-, no se nos cuele aquella idea arcaica de España como Estado confesional contraria al pensamiento liberal de las democracias modernas. Cerrarán así la ventanita por la que los demonios del pasado intentan volver para reclamar sus privilegios en un presente en el que ya no mandan y son ni más ni menos que uno más entre iguales.
No hacerlo no será delito pero sería un pecado.
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