Una vez más, Sinclair cultiva un estilo sugerente, triste, a ratos espinoso. Levantar el velo de la memoria personal y colectiva llega a parecer un gesto espiritista o mágico. La frase final de su breve introducción al libro marca un tono que pone en contacto la investigación periodística con la literatura de fantasía y terror: "Los muertos agraviados ya están dándonos golpecitos en las ventanas". Como escribió Rowan Moore en The Guardian, las calles y los muros de la ciudad de Sinclair tienen el olor y la textura de cosas encontradas flotando en canales, pero brillan con belleza inesperada".
La prosa de Vivir con edificios y caminar con fantasmas es, en ocasiones, muy rotunda. Porque a menudo se describen situaciones duras. En este aspecto, bebe de crónicas literarias como La gente del abismo, donde Jack London explicaba las miserias del proletariado durante la revolución industrial, pero también relata situaciones vistas como el paseante compulsivo que es. Un paseante atento a la anécdota que puede ser reveladora de lógicas profundas o no tanto, pero que también percibe dinámicas estructurales. La contaminación, el polvo tóxico que generan las obras en grandes construcciones…
Sinclair no dibuja un mapa, sino que toma notas para la confección de uno. Le acompañan un buen número de escritores. Se incluyen referencias al maestro de la ciencia-ficción JG Ballard, al poeta y grabador místico William Blake, a Javier Marías, Antonio Muñoz Molina o W. G. Sebald. El autor de La ciudad de las desapariciones puede encadenar las referencias al pintor Paul Cézanne, el filósofo Walter Benjamin, la escritora antifascista alemana Anna Seghers y Joseph Conrad en apenas tres o cuatro párrafos.
Vivir con edificios y caminar con fantasmas se apoya en otros nombres. En compañeras y compañeros de vida del autor que también se dedican a la creación. Porque el libro es un ensayo que pone en común el pasado artístico con la memoria social, el legado arquitectónico con la intrahistoria de quienes viven en las edificaciones, pero también es (sobre todo es) un libro de viajes en compañía. Sinclair se documenta sobre el pasado de los lugares, pero también los visita con artistas de su entorno que le cuentan sus vivencias en primera persona.
El escritor Jonathan Meades explica la Ciudad Radiante, un edificio de viviendas proyectado por el arquitecto francés Le Corbusier. El artista multimedia Andrew Kötting evoca sus años en los bloques Pepys. La montadora Emma Matthews comparte sus experiencias en el complejo Golden Lane. Meades recibe a Sinclair después de haber sido operado de la obstrucción de una arteria. Köting habla de su hija Eden, nacida con una rara alteración neurológica. Y Matthews habla de la epilepsia de su hijo, y de cómo una profesional creativa y aficionada a las mudanzas como ella encontró finalmente un hogar y un sentimiento de comunidad en una enorme torre de pisos, que podríamos asociar con la anononimia y la alienación, bajo las circunstancias adversas de una grave enfermedad familiar.
A lo largo del recorrido, también abundan las muertes. Unas muertes transgeneracionales, que no se circunscriben a los coetáneos de un Sinclair ya septuagenario cuando escribía el libro. Una de las mujeres más jóvenes del grupo de artistas del entorno de Sinclair, la pintora Rebecca Hind, falleció durante el proceso de confección del libro a los 59 años. Todo está teñido por una cierta mirada, de aires otoñales, a la vulnerabilidad y fugacidad de las vidas.
En las historias de Sinclair emergen a menudo los espectros de la desposesión, de la especulación con la vivienda, de la gentrificación. Los cafés caros emergen como síntoma de un encarecimiento de los precios de los establecimientos locales que erosiona el poder adquisitivo de los lugareños. La reconversión de pisos en apartamentos de alto standing destinados al mercado global de las propiedades inmobiliarias suena a operación violenta en el cuerpo de la ciudad. Habrá ciudadanos expulsados que serán sustituidos por propietarios-inversores u otros no-vecinos invisibles que casi nunca habitarán lo que podría ser un hogar.
Entre los grandes procesos urbanísticos y las intervenciones más concretas, Sinclair explica algunas historias mucho más individuales. No solo las de sus amistades. Habla del triunfo dinerario de un superviviente: alguien que consigue vender un piso de protección oficial de un edificio en rehabilitación especulativa después de padecer un acoso inmobiliario ejercido por el mismo ayuntamiento. Ser propietario, aunque se trate de un pequeño propietario, puede dar herramientas de defensa ante el rodillo de la acumulación de capital.
A lo largo del camino, Sinclair también pone nombre a unos cuantos responsables de la elitización de la vivienda en las grandes metrópolis. Pone negro sobre blanco, por ejemplo, el nombre de la inmobiliaria Taylor Wimpey, activa en puntos clave de la industria turística en España y uno de tantos artífices de la gentrificación galopante de la capital inglesa: levanta pisos de alto standing que arrasan con unas residencia de agentes de la policía de la City londinense. El proceso genera alguna contradicción, una de tantas: los movimientos vecinales se descubren defendiendo a un cuerpo policial por el que no sienten un especial aprecio.
El autor mira muy atrás. A una rebelión acontecida en el año 1745 y a la posterior ejecución o desposesión de quienes la habían apoyado (el maestro del cine político Peter Watkins explicó la historia en el falso documental Culloden). Al asesinato del administrador de fincas Colin Ray Campbell y al supuesto responsable, posiblemente inocente. La exhibición ejemplarizante del cadáver de este falso culpable, enmarcado en la gestión de esta revuelta, inspiró la obra Figura colgante del artista Steve Dilworth, otro de los compañeros de caminatas y evocaciones de Sinclair. Es un recordatorio de que habitar un lugar también es una lucha de poder por poder estar. Aunque estar y vivir implique, también, enfermar y morir.