elDiario.es preguntó a los directores de ambos festivales por esa competencia. “Hay espacio para todos”, dijeron desde el festival catalán. “Es un público diferente”, afirmó el madrileño. 70.000 personas dentro de un recinto puede ser un éxito económico pero perceptivamente cuestiona que este sea el mejor modelo para disfrutar de la música, tal como apuntan cada vez más voces críticas. Los periodistas que firman esta crónica han asistido a ambos festivales y, advirtiendo al lector de que la experiencia es un punto de partida subjetivo, la intuición es que masas de este tamaño, que se mueven de una manera caótica, cuyos individuos luchan entre sí por recolocarse en el espacio una y otra vez, que penaliza a los cuerpos frágiles, desvalorizan la emocionante vivencia de la música en directo.
Este sábado ha concluido la sexta edición de Mad Cool, primera en un suelo del que es copropietario y por tanto por el que apuesta a largo plazo. Los nombres que provocaron el sold out fueron Red Hot Chilli Peppers y Liam Gallagher, que salieron al escenario grande y dieron lo que se esperaba de ellos, ni más ni menos.
El Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid inyectan en formato subvención nominativa una fuerte cantidad de dinero con el objetivo de promocionar el turismo internacional en la ciudad y la región. Por eso un escenario se llama “Madrid is Live” y otro “Region of Madrid” (aunque la denominación en inglés de la comunidad autónoma sea Community of Madrid), respectivamente. La vocación de atraer al público internacional, especialmente británico, es evidente. En ese sentido, un Gallagher es siempre una apuesta segura.
¿El éxito de un festival se esconde en la impresión que dejan sus conciertos? En el caso de Mad Cool, la sensación es que para reventar con siete decenas de miles personas un aforo, necesitas mirar al pasado. Y esa es un arma de doble filo, porque te puede salir con sabor picante, como con Robbie Williams el jueves, o amargo, como con un Liam Gallagher y Red Hot Chilli Peppers el sábado. En cambio, la apuesta por la contemporaneidad que se hizo el viernes, con Sam Smith, fue la única que dejó un sabor dulce.
‘Profeta’, ‘leyenda’, ‘icono’… ‘jedi’. Todas esas palabras aparecieron en letras enormes sobreimpresas en el escenario para presentar a Liam Gallagher. Un ejercicio de egolatría que acabó con un chiste involuntario, ya que entre los adjetivos que el propio músico se dedicó en su introducción también estaba el de ‘humilde’. Liam Gallagher tiene pinta de ser de esas personas que cuando le preguntan por sus principales errores dice “ser demasiado perfeccionista” y que no duda en calificarse como “muy humilde”.
No hubiera sido raro que entre esa marabunta de palabras hubiera parecido la de ‘nostalgia’, una que ha definido casi todas las jornadas del Mad Cool, pero que se hacía especialmente patente en el concierto de un Liam Gallagher que todavía vive de los éxitos de Oasis. Es normal. A pesar de haber sacado discos con otro grupo (Beady Eye) y en solitario, nunca podrá despegarse de la impronta eterna de la banda que le dio la popularidad junto a su hermano Noel. Y eso se nota en sus conciertos. Cuando tira de clásicos de Oasis, la gente se vuelca. Cuando acude a los suyos en solitario la gente mira su móvil y habla con sus amigos. Él lo sabe, y por eso la mitad de su setlist está compuesto por éxitos de la banda de Manchester.
Lo deja claro desde los primeros compases, cuando después de ese egotrip de adjetivos comienza a sonar Morning Glory y todos se quedan tranquilos. Liam ha aceptado que es lo que toca, y no se ha convertido en la típica estrella que por renegar de sus éxitos los elimina de sus conciertos. Lo que no ha cambiado es su actitud. Pasota, de chuleta. Pero no es el chuleta canalla que trajo Robbie Williams el jueves, sino el que no se va a esforzar más de lo necesario para que un concierto sea épico. El que dio el sábado en el Mad Cool es uno más. Uno en el que ni se quitó su sudadera con capucha (solo hacía 33ºC en Villaverde), y con la que incluso se cubrió la cabeza a mitad de concierto para alimentar su propia leyenda de enfant terrible (que ya tiene poco de enfant).
Un concierto que osciló entre canciones en donde su voz apenas se oía con otros donde, de forma milagrosa, Liam lograba que sus temas se convirtieran en magdalenas de Proust. Sí, es cierto que pasaba con las de Oasis, pero cuando sonaron los acordes de Stand By Me y sonó su voz fue inevitable no viajar al pasado y recordar por qué millones de personas quedaran prendadas de ellos. Y pasó, como era obvio que iba a ocurrir, con Wonderwall. En 2023 se confirma la capacidad transversal y emocional de un tema que es historia de la música. Ver a decenas de miles de personas cantar desde el primer compás hasta el último emociona y deja claro que Oasis ha logrado pasar de generación a generación y crear himnos que son historia. La duda es si el poder emocional de tres temas compensa el desdén del resto de actuación.
A eso hay que sumar la decepción de que Liam Gallagher no aprovechara para afrontar con humor (‘divertido’ no es uno de los adjetivos que aparecieron al comienzo del show) la promesa (de momento incumplida) de que si el Manchester City ganaba la Champions llamaría a su hermano Noel para juntar a Oasis de nuevo, el único nombre del olimpo del britpop que queda por regresar. El City ganó, y él sigue tocando solo los éxitos de la banda, pero ni rastro de un arrejuntamiento ni de humor para afrontarlo en su concierto.
Si quitamos las camisas estampadas (y los grupos de amigos que la visten de manera conjuntada, un clásico estético de los festivales hoy, tanto como las pegatinas brillantes sobre la piel), el uniforme más repetido era la camiseta de Red Hot Chilli Peppers. El grupo californiano presentaba en España su disco de 2022, Return Of The Dream Canteen, que ha supuesto el regreso de John Frusciante. Pero aunque el público puso mucho de su parte; el grupo, no tanto. Un concierto carente de tensión, aburrido por momentos, previsible y correcto, que es quizá dos de las peores cosas que se pueden decir del rock.
Frusciante a la guitarra (reintegrado en 2019, por segunda vez), Flea al bajo (oficio que compagina con la interpretación, como su reciente papel en Obi-Wan Kenobi) y Chad Smith (batería desde 1989, justo después del breve periodo de DH Peligro, fallecido en octubre) saltaron los primeros al escenario para recibir, poco después y tras una introducción instrumental improvisada, al cantante, Anthony Kiedis. De la chifladura que una vez tuvieron, solo queda la energía speedica de Flea, cuyo bajo sigue sosteniendo con solvencia el armazón funk de la banda, y los torsos descamisados (apropiados para la jornada más masculina del evento, de cuyas 37 actuaciones, solo M.I.A. y Ava Max eran mujeres destacadas en el cartel).
El público recibió con frialdad las abundantes canciones nuevas del setlist, casi todas a la mitad de la actuación, como Reach Out, Here Ever After, Eddie, Tippa My Tongue y buscó el confort en los clásicos, pero encontró pocos. Californication, por supuesto, ya hacia el final del concierto, y, desplazadas al bis, los dos únicos temas del Blood Sugar Sex Magik: I Could Have Lied y el inevitable Give It Away, que por supuesto tocaron la última.
¿Cuánto influye en el éxito de un evento como este el pasar un rato agradable? Ya que un festival no se nos vende solo como una sucesión de conciertos sino como una experiencia, la respuesta es mucho. Pero las aglomeraciones y el caos del movimiento de las hordas (en su acepción de grupo de gente que se mueve sin disciplina y con violencia, pues hubo conatos de peleas y ataques de ansiedad cuando flujos en sentido contrario chocaron en el centro del recinto al término de los Peppers) enturbiaron la llamada "experiencia".
Entre Liam y los californianos, otro gran grupo abordó el escenario mediano, Primal Scream. Bobby Gillespie deslumbró más que el sol que se pone a las espaldas de esa estructura y obliga a ajustar los párpados de un público deslumbrado tanto por la luz de la estrella del sistema solar como la de la galaxia de los grupos ingleses; Gillespie es una supernova en permanente eclosión, mucho más intensa que la de Oasis.
Con un set cortito, Primal Scream le da al público de festival lo que ha venido a buscar: baile, hits y bola disco. Y con eso se ha marcado el mejor concierto del sábado. Gillespie sigue siendo uno de los frontman más carismáticos que ha dado la música británica, influyendo en muchos otros y esculpiendo un sonido en el que confluye la psicodelia, el noise, el soul, el punk, las drogas, los pantalones de campana, los coros gospel y el desfase. El concierto comienza al grano con Movin' On Up del Screamdelica, disco emblemático cuyo 30 aniversario celebró el grupo con una gira para tocarlo de cabo a rabo en 2021. Los escoceses no tienen disco nuevo desde 2016, de manera que andan inventándose recursos para no bajarse del escenario. En los conciertos que dan ahora, en el escenario hay una docena de músicos. La formación actual está acompañada brillantemente por el House Gospel Choir, así como Terry Miles a los (muchos) teclados (de Go-Kart Mozart, ahora Mozart State, uno de los grupos de Lawrence, de Felt), Alex White al saxo (del grupo de post-punk Fat White Family) y la bajista Simon Marie Butter.
Todo fueron clásicos en el concierto, en el que asomaron incluso canciones poco escuchadas, como el medio tiempo Big Jet Plane, del Give Out but Don’t Give Up, perfecta para hacerla lucir con el coro y escuchar el saxo. Una guarrísima Suicide Bomb (sin Kate Moss en los visuales pero con unas referencias de satanismo sexy también seductoras) caldeó el ambiente justo antes de que Gillespie preguntara cuántas personas del público iban drogadas y la verdad es que, por timidez o por honestidad, no se levantaron muchas manos. Pero en cuanto comenzó a sonar, de inmediato, Loaded, subieron todos los brazos. Al igual que con Country Girl, con activa participación del público, que fue una gran fiesta. Hubo un tiempo en el que los conciertos de Primal Scream eran sórdidos, acerados y peligrosos; ahora están domesticados y son aptos hasta para bebés, como se pudo ver en el público. “Paz para todos y rock’n’roll”, fue lo último que dijo Bobby, abandonando al público a su suerte.
Al Mad Cool, como a todos los festivales grandes, le sigue faltando apostar por las mujeres, como decíamos más arriba. De los 12 cabezas de cartel de este año (los que aparecen con las letras más grandes en el póster oficial), solo dos eran mujeres (Lizzo y M.I.A.). En la segunda línea solo tres de otros 18 nombres. Uno de esos tres era el de Ava Max, la nueva diva de la música pop con la que el festival quiso repetir el éxito de otros años cuando trajeron a Tove Lo o Zara Larsson para apostar por estrellas femeninas que dignifican un estilo normalmente manido y donde las estrellas son diseñadas por las casas de discos.
La pregunta que surge cuando uno ve el show de la cantante es, precisamente, cuánto canta. ¿Puede un festival como el Mad Cool permitirse tener a una artista cuya actuación se basa en pistas pregrabadas? Ava Max se presentó con un vestido rojo de sacerdotisa, encandiló al público y básicamente dio al play de sus temazos como Kings And Queens o Sweet But Psycho. De todos ellos cantaba algunos estribillos y ciertos agudos, pero la mayor parte de cada canción estaba ya grabada. Se la escuchó más gritar al público “jump, jump”, que cantar. Quizás para eso compensaba acercarse a la tómbola donde sonaba el Mysterious Times de Sash con Tina Cousins, un temazo ya grabado y también con el punto nostálgico de todo el festival. Las canciones de la cantante parecen destinadas para ser replicadas en La Voz o en Operación Triunfo, pero difícilmente alguien se acordará de ellas dentro de cinco años.
Menos mal que este sábado decepcionante acabó con el éxtasis electrónico de Jamie XX, que sigue sin dar pistas sobre si habrá regreso de The XX, pero que sigue triunfando como DJ capaz de ganarse al Mad Cool poniendo CUUUUuuuuuute de Rosalía mientras imágenes de cuerpos en trance en la pantalla se acompasaban con los muchos cuerpos que replicaban ese trance en el recinto (difícil entender por qué hicieron coincidir su actuación con la de The Prodigy, teniendo ambos un público similar). Aquí no había nostalgia. Solo ganas de dejarse mecer y olvidar que pocos minutos después había que salir de la ratonera del Mad Cool, inhóspita y hostil, incapaz de abarcar a tantas personas, y con demasiadas tareas pendientes para el año próximo.
Por su parte, The Prodigy remató la faena en uno de los escenarios principales con una actuación autoparódica, que demostró que la nostalgia del breakbeat no tiene lugar en el mundo de hoy, salvo para un público que quiere agarrarse a Wonderwall, Give It Away y Smack My Bitch Up como quien se agarra a una endeble rama de un árbol a punto de troncharse, deseando no caer al inevitable vacío de la vejez. No hace falta engancharse a viejos himnos (como llamó un cargante Maxim Reality a la canción más célebre de Prodigy) para sentirse joven, quizás es mucho mejor llegar pronto al recinto (y achicharrarse al sol pero si ese es el precio que hay que pagar, se paga) para ver el estimulante concierto de Years & Years, el grupo de Olly Alexander, entusiasta protagonista de la serie británica It’s A Sin. Titulada como una canción de Pet Shop Boys que explica muchas cosas sobre ser gay en los 80 y que, por supuesto, versionó Olly, haciéndola arrancar con él al piano. El cantante y actor no dejó de remarcar lo “cute” (majo) que era el público madrileño, y concretamente “physically cute” (mono). En cualquier caso, no tanto como él. Su actuación fue de lo mejor del día.
Hablando del sol, el grupo madrileño-canario Cupido, de lo poco español del cartel (al que hay que sumarle las actuaciones sorpresa en la tómbola de Mahou: Azúcar Moreno el jueves, Rebeca el viernes y Muchachito Bombo Infierno el sábado), fue uno de los grandes damnificados de las altas temperaturas y solazo que se apoderaron del Mad Cool este sábado, al arrancar su actuación a las 18:55. Aun así, la banda de electropop hizo lo posible por predicar con el ejemplo y gozarse igualmente temas emblema como Galaxia, No sabes mentir y La Pared.
"Nos vamos de fiesta". Con estas palabras avanzó M.I.A. lo que iba a dar de sí su show sobre el escenario principal del Mad Cool. Y cumplió con su palabra, pese a contar con el hándicap de ser la sustituta como cabeza de cartel en la última jornada del Mad Cool de Janelle Monae que, a finales de junio, anunció su baja por "circunstancias ajenas" a la cita. En concreto, la cancelación de su gira europea.
Es decir, lo de la artista británica era, de entrada, un papelón, que cumplió con creces. La cantante entró pisando muy fuerte, siguiendo la estela de las escasas mujeres, aunque poderosísimas, que han desfilado por el festival, lideradas por la brutalidad que derrochó Lizzo el jueves. M.I.A., cuyo nombre artístico es acrónimo de Missing In Action (Desaparecida en acción), apareció vestida de color rosa fucsia y portando unas gafas de sol que bien le habrían venido a Sam Smith el día anterior. No tardó demasiado en quitárselas para compartir con el público la pulsión de hits como Paper Planes y Bad Girls.
Su imagen se proyectó en las tres pantallas que gobernaron su puesta en escena, en las que se jugó con el color emulando animaciones y emitiendo algunos de sus politizados vídeos. No en vano, alguna de sus letras han sido motivos de censura. La MTV prefirió no emitir su sencillo Sunshowers hasta que no se eliminaran las alusiones a la Organización de Liberación Palestina. M.I.A. tiene un estilo muy propio, agresivo y multirracial.
Más adelante apareció igualmente vestida de blanco, con un gorro que le tapó su desafiante mirada por momentos. Pero dio igual. La cantante se dejó la piel hasta cuando se aventuró a lanzarse al público –intervención de seguridad mediante–, después de pasearse por el pasillo central del escenario. Lástima que sus fans priorizaran conseguir el mejor plano de turno para compartir una storie de ella en sus cuentas de Instagram que para alabar su música y mensaje.
Mientras M.I.A y Primal Scream desplegaban sus características energías, cada uno en su particular estilo, el escenario Ouigo primó el indie español. Morgan hizo lo propio y le siguió la banda Shinova, liderada por Gabriel de la Rosa. "Alguien ha encendido el faro cuando iba a naufragar", entonó en el estribillo de una de sus canciones más celebradas, Qué casualidad. Eso sí, el grupo no dejó al azar el disfrute de sus letras, con las que invitaron a mirar hacia adelante con optimismo, sonrisas y aún más ganas de sonreír.
"Solo es necesaria una razón para cambiar el mundo", cantaron a unísono con el público. Una hora después, pronunciaron las siempre odiadas palabras de todo concierto: "La última". Pero regresaron para regalar otros tres temas y dejar claro su broche de oro en forma de sentencia: "Que los mejores momentos sean los que están por llegar". En el mismo escenario siguieron su estela una hora más tarde Elyella, las dj que propusieron como cierre de jornada y el Mad Cool temazos de bandas como Ginebras, Izal, ABBA y hasta el Bizcochito de Rosalía.
Y en la tarde del escenario Region of Madrid, el denso indie rock de Kurt Vile —quien ya conocía el festival por haber participado en él como miembro de The War On Drugs el año anterior— dejó perplejo a más de uno al decir "¿sabéis? Tendríamos que haber tocado aquí el año pasado", pero en realidad se refería a un concierto de su proyecto personal Kurt Vile and The Violators, cuya actuación se canceló con la caída del festival Mad Cool Sunset en septiembre de 2022, cita paralela al Andalucia Big Festival, de los mismos organizadores y que no tuvo lugar al cancelarse el concierto de Rage Against The Machine. Y aquí estaban para compensar, aunque actuando a la vez que Liam Gallagher, solo pudo congregar a los seguidores del sonido más intenso y folk.