Precisamente por las malas condiciones económicas y la certeza de que sus creaciones estaban dando mucho dinero a Bruguera, un grupo de dibujantes —entre ellos, el histórico Josep Escobar, creador de Zipi y Zape— decidió abandonar la editorial y montar una cooperativa, una experiencia que inspiró a Paco Roca para dibujar El invierno del dibujante (2010). Tal y como se muestra en esta novela gráfica, un joven Ibáñez tuvo entonces su oportunidad para empezar a colaborar con Bruguera. Corría el año 1957, y aunque Ibáñez ya había publicado en otras revistas menores, seguía siendo un empleado de banca, un trabajo fijo y seguro que decidió abandonar, provocando la alarma de su familia, para dedicarse a tiempo completo a su pasión: dibujar.
Muy influido por otro de los grandes de Bruguera, Manuel Vázquez, se convertiría muy rápidamente en el autor más popular de la editorial. Mortadelo y Filemón llegaron en 1958; y, durante toda la década de los 60, nuevas creaciones alimentaron la maquinaria de Bruguera y llenaron las páginas de sus cada vez más numerosas revistas de humor. 'La familia Trapisonda' (1958), 'Rompetechos' (1964), inspirado en su propia miopía, '13 Rue del Percebe' (1961), sobre una idea original de Vázquez, 'El botones Sacarino' (1963) o 'Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio' (1966) son los más conocidos, pero hubo muchos otros, hoy olvidados, como 'Doña Pura y Doña Pera, vecinas de la escalera' (1964) o 'Don Pedrito, que está como nunca' (1964), la mascota de una marca de brandy cuyos derechos compró Bruguera.
Mortadelo y Filemón fueron siempre sus personajes más exitosos: una pareja de detectives, luego reconvertidos en agentes secretos de la T.I.A., que conectaron con el público como ningún otro personaje de historieta. Al dominio del gag cómico de Ibáñez, aprendido de los mejores maestros, se suma su excelente dibujo y su capacidad para reflejar la idiosincrasia social de la época: la España del tardofranquismo, un país que quería ser moderno pero resultaba chapucero y atrasado, como los inventos del profesor Bacterio. Hubo otro factor que explica la increíble popularidad de Mortadelo y Filemón: la productividad de Ibáñez, incansable, trabajando durante jornadas interminables para explotar el éxito de todas sus creaciones y satisfacer la demanda del público. El éxito de la serie incluso se extendería a otros países europeos, algo nada habitual para el cómic español: especialmente en Alemania, Mortadelo y Filemón son muy populares, publicados bajo el título de “Clever und Smart”.
Sabedor de que Bruguera se sostenía en gran medida gracias a las ventas de Mortadelo, Ibáñez comenzó a exigir mejoras en sus condiciones económicas, lo que provocó varios encontronazos con el editor Rafael González. Llegó a estar dispuesto a marcharse, y el dibujante comenzó a preparar unas páginas para una nueva obra que intentaría vender a otra editorial, páginas mucho más elaboradas y ambiciosas y con nuevos personajes, que fueron luego aprovechadas en una de las primeras historias largas de Mortadelo y Filemón: Valor… ¡y al toro! (1970). Con ella y con El sulfato atómico (1969), dos de sus más celebrados álbumes, se iniciaba una nueva etapa, influida por el cómic francobelga de la época, hasta el punto de que, para mantener el ritmo de publicación y ante la insistencia de Bruguera, Ibáñez recurrió a copiar secuencias y gags completos de autores como André Franquin o Peyo, sin acreditar, aunque estén bien estudiadas por los especialistas en su obra, que han recopilado decenas de ejemplos.
Pero Bruguera quería más. Y lejos de contentarse con la producción del incombustible Ibáñez, comenzó a recurrir a otros dibujantes para que, de forma apócrifa y anónima, se encargaran de elaborar historietas al margen del creador original. La editorial acabó reuniendo a un grupo de profesionales bajo la dirección de Blas Sanchis, en 1973, que formaron un estudio con el fin de explotar la marca Ibáñez, mediante la imitación e incluso el calcado de sus dibujos.
La mala situación económica de Bruguera a comienzos de los años 80, cuando se declaró en suspensión de pagos, hizo que el problema se agravara: Ibáñez se marchó en 1985 y comenzó a colaborar con una nueva revista, Guai!, publicada por Grijalbo, y para la que creó 'Chicha, Tato y Clodoveo, de profesión sin empleo'. Mientras, Bruguera daba un paso más al crear el Bruguera Equip, con el fin de seguir explotando los personajes de Ibáñez sin su participación, ya que pertenecían a la editorial: una más de sus malas prácticas empresariales.
Finalmente, la quiebra definitiva de Bruguera y la compra de su fondo por parte del Grupo Zeta, provocaron que se siguieran publicando historietas apócrifas durante un tiempo, en el nuevo sello de Ediciones B, hasta que Ibáñez negoció para volver a trabajar en sus creaciones más populares a partir de 1988, a condición de que se evitara seguir produciendo cómics con sus personajes dibujados por otros autores y sin su permiso.
El fin de Bruguera es también el fin de una era, el del tebeo popular producido masivamente, con prácticas industriales basadas en la explotación de marcas, personajes y autores. Durante los años 80 y 90 asistimos al declive definitivo del mercado nacional de revistas de quiosco, situación que abocó a gran parte de autores de Bruguera y Ediciones B a dedicarse a otras labores creativas. Con dos excepciones notables: Jan, que continuó con 'Superlópez', hasta que decidiera finalizar su trayectoria el pasado 2022, y, por supuesto, Ibáñez, centrado ya únicamente en 'Mortadelo y Filemón', sus personajes más vendidos.
Adiestrado en el oficio en un contexto editorial en el que no cabían las intenciones artísticas o los dilemas creativos, Ibáñez no supo o no pudo cambiar el modelo productivo del que había sido víctima; más bien lo reprodujo, pero manteniendo el control que Bruguera le pretendió arrebatar. Desde 1985, Ibáñez se rodeó de un grupo de ayudantes anónimos, a los que nunca acreditó, para que acabaran sus bocetos o incluso dibujaran íntegramente sus guiones, lo que permitió mantener el ritmo de producción en Grijalbo y luego en Ediciones B, tal y como ha estudiado el teórico Pablo Vicente, autor de Auge y caída de una historieta (2016).
Esta situación, nunca reconocida por Ibáñez, se prolongó hasta comienzos de los años 90, cuando únicamente quede como colaborador Juan Manuel Muñoz, quien ya había formado parte de los equipos apócrifos de Bruguera y Ediciones B. Muñoz fue asistente del creador de Mortadelo durante casi cuatro décadas, con un grado de participación en el resultado final importante, siempre en la sombra hasta que en 2018 decidió romper su silencio con una entrevista en la web Canino, realizada por el citado Pablo Vicente, retirada casi de inmediato a petición del propio Muñoz, que resultaría despedido poco después.
Ajena a los cambios sociales y culturales, la producción de Ibáñez de las últimas décadas parecía congelada en el tiempo, repitiendo fórmulas, gags y estereotipos. Nadie puede negar el lugar privilegiado que ocupa en la cultura popular y la memoria colectiva española, pero no es menos cierto que esta última etapa ha sido mucho menos leída que sus álbumes clásicos, y que se ha desarrollado rodeada del silencio de la crítica y los medios.
Resulta irónico que una figura española de éxito ejemplifique también muchas de nuestras miserias: toda una vida inclinado sobre la mesa de dibujo —como tantas veces se autorretrató—, forzado a trabajar hasta una avanzada edad con un ritmo de producción imposible, incapaz de reinventarse o de innovar, atado a unos personajes agotados pero que eran todo lo que el público parecía querer de él. Pese a la constante reivindicación de su figura, parecía ajena a las nuevas generaciones, y presa de la nostalgia acrítica de boomers y millenials. Idolatrado como parte de la infancia dorada de muchos, pero ignorado en lo que respecta a la recuperación de toda su obra y al reconocimiento de su valor cultural, o a la necesidad de estudiar su persona y obra desde el rigor que se merece. Ibáñez era el último vestigio de una forma de comprender y de hacer los tebeos, superventas de un sector del que, paradójicamente, llevaba décadas desconectado, como un fenómeno único e irrepetible, en nada representativo del cómic español actual. Muchos de cuyos profesionales, no obstante, han manifestado en estos días su deuda y admiración hacia Francisco Ibáñez, que deja un hueco que nadie podrá llenar.