Cavani provocó la ira de la censura, pero como ha contado siempre, su sorpresa fue que no ponían el foco en la posible ambigüedad moral del asunto, sino en las escenas de sexo. Durante años se consideró El portero de noche como una película erótica, a pesar de lo enfermizo de su argumento. Sus escenas de sexo eran amplias y mostraban algo que no se había enseñado mucho hasta entonces, a una mujer que toma las riendas de su deseo y de la acción. Fue la escena de Rampling encima de Bogarde la que voló tanto la cabeza de los censores que pusieron la temida calificación de mayores de 18 años. Cuando ella se enteró del motivo les dijo: “Sucede”.
No fueron los únicos que se enfadaron. Muchos críticos la acusaron de jugar con el fetiche del nazismo y de ser moralmente reprobable. También teóricas feministas como Susan Sontag hablaron de la “erotización del fascismo” en el filme de Cavani y en La caída de los dioses (1969), de Luchino Visconti. No es casualidad que el protagonista del filme del italiano también fuera Dirk Bogarde. Fue el visionado de esta obra lo que le dio a Cavani la clave de que actor podía interpretar a su oficial nazi. En España el filme estuvo prohibido durante dos años. Cuando se estrenó fue un sonoro taquillazo con más de 2,5 millones de espectadores.
La directora sobrevivió a la polémica. Quizás fue el masivo éxito de público y que sus imágenes fueran perdurando generación tras generación, pero Cavani siguió rodando, abrió camino a mujeres que querían hablar en el cine de temas espinosos y polémicos, y de paso fue reivindicada como la pionera que es. Ahora, su país, se lo reconoce en forma del León de Oro honorífico del Festival de Venecia, donde ha competido en tres ocasiones. Un premio que le entregó, no podía ser de otra forma, la actriz Charlotte Rampling, quien siempre reivindica su papel en El portero de noche y que se jugó su incipiente estrellato al exponerse de tal forma en un filme tan complejo.
La directora siempre fue consciente de la polémica suscitada, y lo abordó de forma directa en un texto escrito en 1975 y que La Mostra de Valencia recuperó con motivo del premio de honor que le entregó en 2019. "El uniforme de las SS es horriblemente bello. Era el predilecto de Hitler, la niña de sus ojos. Eran la casta sacerdotal del Tercer Reich, monjes negros que cuidaban mucho el disfraz y la estética, como todas las castas sacerdotales. Fue casi una Orden Templaria en pleno siglo XX. Consciente o inconscientemente eran devotos y estaban ligados a Hitler por un culto homoerótico. Y el jefe era una especie de ‘virgen’ intocable, que cuando se expone en publico lo hace en el ámbito de un marco muy estudiado, como parte de un ritual. En la película, el uniforme de las SS es un fetiche sexual conscientemente asumido por ambos protagonistas”, dijo entonces sobre las críticas de Sontag.
Un texto que sonaba a autojustificación no pedida, algo que la propia Liliana Cavani también dejaba entrever al cerrar aquellas líneas con una cita de Foucault muy reveladora. “Se pide al autor que dé cuenta de la unidad de su texto, que revele el sentido que lo atraviesa, que lo articule sobre la historia real que le ha servido de inspiración… Son procedimientos que minan y limitan el discurso, porque le obligan a ejercer un control sobre él. Se pide al autor que sea quien dé unidad, lazos de coherencia e inserción en lo real al inquietante lenguaje de la ficción según procedimientos establecidos, que terminan por ser mecanismos de control”.
En esta 80 edición Liliana Cavani no solo fue premiada, sino que también estrenó, a sus 90 años y fuera de concurso, su ultima película, El orden del tiempo. Una pena que el filme no hiciera justicia a la directora, que en la rueda de prensa volvió a hablar de los motivos que le llevaron a rodar El portero de noche. Todo comenzó en su investigación para unos documentales sobre la Segunda Guerra Mundial, un asunto que hasta entonces no se había abordado en la televisión. Cavani mostró de nuevo su asombro y decepción al recordar que los niños en Italia “saben más de la guerra del Peloponeso que de la Segunda Guerra Mundial”.
En ese proceso se dio cuenta de que los nazis habían grabado todo. Habían filmado y documentado todas sus barbaridades. “Vi cosas increíbles. A los alemanes les gustaba filmar, y bien, cualquier hecho. Hitler y su entorno eran apasionados del cine. El montador y yo visionamos rollos y rollos de película sobre los campos de concentración y la campaña de Rusia, hasta que tuvimos que parar porque nos sentíamos mal. ¿Para quiénes pensaban dejar aquellas imágenes los operadores? ¿Para monstruos? Y cuanto más veía, más me daba cuenta de que no se podía hablar en términos de crónica específica para comprender la peste que asoló Europa entre 1920 y 1945. Hacía falta ir hasta el fondo, hacer una vasta investigación para orientarse en el magma de las culpas”, escribía Cavani en 1975.
Tras hablar con varias supervivientes escuchó historias que nunca pensó oír, como la de una mujer que pasaba todos los veranos un par de semanas en Dachau, el mismo lugar donde estuvo presa. Otra de ellas le contó que lo que más le atormentaba no era algo concreto, sino que allí “tuvo la ocasión de conocer a fondo la naturaleza humana, el bien y el mal”. “Subrayó la palabra mal. Dijo que no perdonaba a los nazis que le hubieran descubierto hasta dónde puede llegar el ser humano. Pero no quiso entrar en detalles. Solo añadió que no esperara que una víctima fuera siempre inocente, porque también es humana”.
Cavani “quería entender y hacer entender qué tipo de cultura había hecho posible el nazismo”. Su hipótesis es clara: “La víctima no quiere olvidar e incluso regresa al lugar del delito. Es como si no quisiera emerger de nuevo desde el subsuelo donde ha caído y se siente retenida. El verdugo, al contrario, quiere salir a la luz, darse una conducta social, buscar sus razones en la lógica de la guerra y cerrar para siempre la escotilla del subsuelo del que ha logrado escapar”.
Con esos mimbres parió una historia que muchos consideraron inverosímil, la de una relación masoquista donde las dinámicas víctima-verdugo se perpetúan en ocasiones y se cambian en otras. “Mis protagonistas, a través de la guerra, han roto los frenos y viven sus papeles con plena lucidez. Se trata de roles intercambiables. Es una escalada en la que uno termina por desvanecerse en el otro, hasta que las partes se invierten y el cambio recomienza. La guerra es pues el detonador del sadomasoquismo latente en cada uno de ellos. Durante la guerra, el Estado monopoliza la carga sadomasoquista de sus ciudadanos, la desencadena y la utiliza, legalizándola. De esta manera es posible convertirse en víctimas y asesinos con la documentación en regla. Mis protagonistas desarrollaron sus papeles de acuerdo con la ley hasta 1945. En 1957, cuando se reencuentran, ya están fuera de la ley”, explicaba.
Un masoquismo que, para ella, solo Sade y Dostoievsky habían entendido y que ella plasmó en una espiral de sexo y dolor de final trágico que sigue siendo tan perturbadora hoy como hace 50 años.