“El libro ha salido adelante gracias al entusiasmo de gente que ha investigado por su cuenta sin apenas medios”, subraya Jordi López (alias Ragnampaisser), el ideólogo de un proyecto que empezó a fraguarse a finales del siglo XX. El objetivo del libro era rebatir muchos de los tópicos que arrastraba el género en España: “Que no hay nada más allá de Bob Marley, que toda la música suena igual y que todo es paz, amor y playa, cuando Jamaica ha sido uno de los países más violentos del mundo”, rebate Ragnampaisser. Para ello, nada mejor que contextualizar social y políticamente el país, analizar sus incontables subgéneros y explicar las numerosas particularidades de una industria musical que ha funcionado a pleno rendimiento sin ceñirse jamás a las normas de occidente.
Durante décadas, el éxito de los artistas jamaicanos se ha dirimido en los sound systems y las pistas de baile, no en los despachos de las discográficas. Se hacía una tirada cortísima de singles, se distribuían entre los pinchadiscos y si el single triunfaba entre el público que iba a bailar los fines de semana, se procedía a prensarlo y distribuirlo comercialmente. El que no cuajaba, ni se prensaba. Por otro lado, en Jamaica a menudo los productores eran tan o más famosos que los cantantes. Y apenas existían bandas como en el mundo del rock; los cantantes grababan con los músicos que hubiese ese día en el estudio. Todo ello propició que Jamaica sea “el país con un porcentaje más alto de gente involucrada en la música. Allí, quien no toca, produce; quien no produce, graba o toca; y quien quiere cantar... prueba”, resalta Ragnampaisser.
Acotar tamaño caudal productivo de la isla era el gran reto de sus autores. Ragnampaisser, Iñaki Yarritu, Dr. Dekker, Carlos Monty forman una suerte de consejo de sabios de la cultura jamaicana en España desde que se conocieron allá por los años 80 gracias a las primeras tiendas especializadas en música jamaicana que abrieron en Barcelona, Bilbao y Valencia. Ragnampaisser, cantante ocasional y dueño de una de esas tiendas de discos, es el promotor de conciertos que organizó las primeras giras españolas de artistas de reggae. Yarritu armó la Basque Dub Foundation, uno de los proyectos musicales más vibrantes que han brotado en la península. Monty fue director de la revista AfroXpress y David Vilches (alias Dr. Dekker) ha publicado en infinidad de revistas. Son los cuatro pilares que, con el refuerzo de otros colaboradores satélites como Luis Lapuente, Lord Dick, Josu Olarte y Fandos Martínez, asumieron en su día el reto de ordenar y exponer el vasto legado jamaicano.
El libro está dividido en cuatro partes que más o menos coinciden con las últimas cuatro décadas del siglo XX: el ska y rocksteady de los 60, el reggae de los 70, la eclosión dub de los 80 y la evolución digital de los 90. En todos, se describen con deslumbrante minuciosidad las particularidades técnicas o interpretativas de cada género (texturas de voz, formas de golpear la batería...) y se sigue la pista, buscando agujas en todos los pajares, hasta dar con la canción que los define: el primer compás de ska, el primer patrón de batería claramente rockers, las primeras referencias rítmicas africanistas, la primera canción grabada con caja de ritmos... Hay un capítulo entero dedicado al sonido lovers rock británico, un subcapítulo exclusivo para las voces en falsete, un listado de todas las mujeres que grabaron con Lee Perry… Y cada género, cantante y productor que merece capítulo propio incluye una discografía recomendada y comentada.
La obsesión completista de La isla del tesoro asusta. Hay párrafos con referencias a una veintena de singles distintos. Hay capítulos donde se mencionan cien artistas. Posiblemente, en conjunto haya 30.000 referencias distintas: a álbumes, instrumentistas, singles, productores, arreglistas, tiendas de discos, modelos de mesas de grabación, direcciones de estudios… “Cada línea de este libro nos ha obligado a levantarnos de la silla e ir a por el disco a comprobar el dato”, insiste Ragnampaisser. Más noble aún es que cuando se abordan aspectos poco claros, el libro exponga que existen versiones encontradas sin tomar partido por ninguna o que, en su defecto, especifiquen que se trata de un rumor no contrastado.
Pero, más allá de la profusión de datos, y de una voluntad más enciclopédica que literaria, más completista que ensayística, también hay un esfuerzo por contextualizar la música jamaicana y atribuirle el valor que merece. Aquí se habla desde la conquista de la isla por parte de los europeos, hasta la importancia de los sound systems británicos como espacios de encuentro y cohesión para la comunidad jamaicana migrada a Reino Unido. Se reconoce, por supuesto, la envergadura de Bob Marley como gran icono internacional, pero también se destaca la dimensión de numerosos artistas de los años 80 y 90 que ya solo interpelan al público local (con sus mensajes, con su argot…) y que serán tan influyentes para la juventud del país como el rey del reggae aunque desde Europa se les mire con recelo. También se explica como, en los años 70, numerosos cantantes y productores contrataban a matones para que presionasen a punta de pistola a los locutores que no radiaban sus grabaciones y se contextualiza la homofobia que airean muchos cantantes jamaicanos de la escena dancehall de los 90.
En España apenas existen libros sobre música jamaicana más allá de un puñado de biografías sobre Bob Marley. Sin embargo, es un país clave en el devenir sonoro del siglo XX. Allí se han desarrollado técnicas clave para la evolución musical reciente como el remix o la improvisación vocal sobre ritmos grabados. Es un país que ha exportado músicas tremendamente populares y altamente experimentales; a menudo, sorteando el desinterés de las emisoras. Un país muy pobre pero que encontró en la pista de baile y en las reuniones alrededor de los altavoces un espacio de democracia real al margen de las imposiciones de los medios de comunicación. Cuesta imaginar cómo hubiese evolucionado la música de este planeta si no hubiese existido Jamaica. Hasta el reguetón tiene su origen en esta isla caribeña depositaria de tantísimos tesoros.
El tiempo transcurre a otro ritmo en Jamaica. Lo sabrá quien haya escuchado las producciones dilatadas de Lee Perry, quien haya sufrido taquicardias escuchando las primeras muestras de raggamuffin o quien haya perdido la noción temporal sumergiéndose en las prístinas armonías de los Heptones. Una frase ilustra la predisposición a resolver cualquier desafío en cuestión de segundos: “Jamaicans, always ready!” (Los jamaicanos, siempre a punto). Pero el flow caribeño también puede encallar un plan durante meses. El desorden generalizado y la inspiración instantánea son dos caras de la misma moneda. En este sentido, La isla del tesoro es triplemente jamaicano. No solo por su contenido y por la falta de una intensiva corrección de estilo sino por su accidentada historia.
El libro se empezó a redactar en 1996, cuando internet era un agujero extraño y la única forma de documentarse era leer revistas especializadas, estudiar con lupa los créditos de los discos y preguntar grabadora en mano a los pocos músicos que pisaban España. Algunos textos se redactaron a mano y se enviaron por correo postal para luego ser mecanografiados. Inicialmente, el proyecto iba a ser lanzado desde la revista Rockdelux. Cinco años después, el libro seguía sin tomar forma porque algunos colaboradores eternizaban la redacción de sus textos. En 2002 se entregó una primera versión del libro, pero para entonces Rockdelux ya había perdido todo el interés en el proyecto. Entre otros motivos, porque el manuscrito triplicaba el volumen acordado: ¡eran 2.000 folios!
El proyecto quedó tan aparcado que cuando se intentó retomar no había manera de abrir el documento porque la versión del programa informático en el que se había archivado era antigua. Hasta 2006 no se pudo desencriptar el material, pero los intentos que se hicieron para encontrar editorial en los siguientes años no fructificaron. La isla del tesoro, como la del libro de R. L. Stevenson, se convertía en una de esas leyendas que ya nadie sabía si tenían algo de cierto. El tesoro siguió enterrado muchos años más hasta que llegó la pandemia. Y con tanto tiempo para reflexionar, lamentar los objetivos vitales incumplidos y retomar proyectos inconclusos llegó la hora de retomar aquel viejo sueño.
Finalmente ha sido el festival de música jamaicana Rototom Sunsplash quien ha dado el apoyo definitivo al libro. Pero aunque La isla del tesoro haya visto la luz en 2023, hay que leerlo como un libro escrito 20 años atrás. No solo porque apenas toca la producción musical del nuevo milenio, sino porque ni siquiera se ha actualizado su redacción más allá de señalar con notas a fin de capítulo si han fallecido los artistas reseñados. Cuando se dice, por ejemplo, que el último álbum de Sizzla Kalonji es de 2002, no hay que pensar que este lleve dos décadas sin grabar. Pudiera parecer un sinsentido recomendar hoy la lectura de una enciclopedia escrita hace dos décadas, pero en cierto modo, tantísima espera juega ahora a su favor. La isla del tesoro se puede disfrutar como libro-guía mientras internet te permite escuchar muchas de las canciones que menciona.
El libro, más que nunca, es un mapa del tesoro. Y el lector, el pirata que rastreará el océano de los agregadores de música en busca de las piezas que más le apetezca escuchar. Los propios autores han elaborado varias listas en Spotify con más de 400 títulos. Como cualquier recompensa largamente ansiada, La isla del tesoro abrumará al melómano y volverá tarumba al coleccionista. Pero, sobre todo, permitirá descansar a sus heróicos impulsores. Se han quitado un gran peso de encima. Un kilo y 600 gramos de libro. Tremendo botín.