El caso del sepulcro que ninguna institución protegió afloró hace cuatro décadas, cuando Manuel Gesteiro, profesor de Geografía e Historia en un instituto de Getafe, encargó a sus alumnos un trabajo sobre el pueblo en el que vivían. Casualmente, uno de sus alumnos residía, como él, en Majadahonda y le pidió enfocar allí el ejercicio. El estudiante comentó al docente que el tío Julio —Gesteiro precisa que, a los hombres mayores, generalmente viudos, se les solía colocar el apelativo de “tío” delante del nombre— guardaba una piedra antigua en el patio de su vivienda. “Habla con el tío Julio y vamos a su casa a ver de qué se trata”, le indicó el profesor. “No era una piedra, sino un sarcófago de tipo antropomorfo: era ancho por la parte de la cabeza y estrecho en la de los pies; su forma me llamó mucho la atención”, subraya Manuel.
El tío Julio era, en realidad, Julio Labrandero Descalzo, un antiguo alcalde de Majadahonda en las décadas de los 40 y los 50, cuya familia había encontrado el vestigio visigodo en un paraje del término municipal por pura casualidad. “Me explicó que, mientras trabajaban unas tierras, el arado golpeó una piedra, desenterraron lo que, en realidad, era una tumba y la llevaron para el pueblo”, recuerda Gesteiro. Antes que profesor en Getafe, Manuel había ejercido como docente en un colegio universitario de Cuenca. Uno de sus antiguos alumnos trabajaba entonces como profesor de Arqueología en la Universidad Autónoma de Madrid. Él fue el encargado de solventar las dudas que Gesteiro —“era una pieza muy tosca, nada que ver con esas bonitas de la Antigüedad”, pensó entonces— albergaba sobre la datación y el origen del sepulcro. “Me confirmó que podía ser tardorromano, de la época final del Imperio, o visigodo, perteneciente a los pueblos que se quedaron posteriormente”, relata.
El caso es que el tío Julio llevó a Manuel Gesteiro al lugar en el que, tiempo atrás, se había producido el hallazgo. “Lo encontraron lejos de Majadahonda, en el campo, cerca del río Guadarrama. En un principio, el tío Julio pensaba que había sido en el paraje de El Villar, cuando en realidad se trataba de La Herrera, donde observamos los restos de una granja, posiblemente del siglo XIX”, reconstruye el profesor, ahora jubilado, para quien la visita fue más que productiva. “Había restos de un pozo y, al lado, un cerro con trincheras de la guerra llamado Cabeza Negra; pude encontrar algunos restos de material bélico, fragmentos de mortero, una cantonera (accesorio de un arma) para un fusil Mauser…”, informa el docente, quien, a su vez, se hizo con los fragmentos de una antigua piedra de molino.
El sarcófago visigodo se había convertido en macetero en la vivienda de Julio Labrandero, una casa construida por la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones, el organismo creado por el franquismo para reconstruir las zonas sensiblemente golpeadas por la Guerra Civil. Al fallecer el tío Julio en los años 90 —relata Gesteiro— sus herederas “tiraron la construcción antigua e hicieron una nueva". "Cuando la estaban demoliendo, pasé por allí, entré en las ruinas y le pregunté a los obreros qué había sido del sarcófago: me dijeron que las hijas se lo habían llevado en un camión, no sé si a una casa o a un chalé que tenían en el campo”, añade.
La tumba visigoda acabó despidiéndose de Majadahonda, pero todavía quedaban en la localidad los restos de la piedra de molino que Gesteiro había encontrado en el mismo paraje. “Cuando se organizó la Expo de Sevilla, a todos los pueblos les dio la locura de organizar exposiciones de cualquier cosa. Aquí, el Ayuntamiento hizo la suya propia y yo llevé la piedra de molino”, recuerda Gesteiro, quien lamenta: “Al finalizar la muestra, se la ofrecí al Ayuntamiento, pero no quiso saber nada; así que me la traje para casa”, añade. Curioso que tanto la piedra como el sepulcro habían corrido la misma suerte. “Nadie tampoco se interesó por el sarcófago: mi alumno, el arqueólogo de la Universidad Autónoma, informó a la Comunidad de Madrid, pero no se hizo nada”, precisa el profesor jubilado. ¿Por qué cree que no hubo interés alguno por la protección de un vestigio de época visigoda? “No sé qué decirle, tendría que pensarlo con calma”, responde Manuel Gesteiro, quien imagina una posibilidad, algún interés ajeno al patrimonio, que no se atreve a confirmar. La Comunidad de Madrid ha sido preguntada al respecto, pero no ha dado respuesta.
“Hay que tener en cuenta que, durante la época visigoda, el poblamiento rural está muy presente, por lo que es bastante normal que aparecieran y que sigan apareciendo vestigios de aquella época”, razona Daniel Gómez Aragonés. “En función de la inocencia de cada uno, de no saber valorar exactamente un resto del pasado, alguien puede llevarse un resto visigodo para su casa sin pensárselo, pero esto cada vez ocurre con menor frecuencia: existe una sensibilización mayor en todos los ámbitos, desde los ayuntamientos grandes a los pequeños; la propia sociedad es cada día más consciente del valor del patrimonio y tiene una mayor facilidad para consultar a una persona experta”, afirma el historiador y divulgador. Los trabajos actuales, como apunta el especialista, están exhumando una importante cantidad de testimonios visigodos en territorio madrileño. Según Gómez Aragonés, dos son las claves: la actual Comunidad de Madrid es el centro geográfico de la península ibérica, un lugar de paso, y Toledo está muy próxima. “La capital irradia, no es una isla; ahora mismo la mayor concentración de restos visigodos se encuentra en la comarca de los Montes de Toledo”, enfatiza.
El periodo en el que se halló el sepulcro en el paraje de Majadahonda —como en tantos otros lugares del país— era algo distinto. “Todos conocemos a personas que han utilizado sepulcros de piedra como bebederos de animales: ese es otro clasicazo de la antropología hispánica de la segunda mitad del siglo XX”, afirma Gómez Aragonés. Aun así, cabe preguntarse por el valor real de una piedra como la que halló el tío Julio en la década de los 80. “Para mí tiene un valor tremendo: hablamos de un periodo clave en la Historia de España, del siglo V al VIII, una época que, afortunadamente, cada vez está llegando más al gran público gracias a la alta divulgación y al nivel científico actual”, describe el especialista. “Un sepulcro no es algo descontextualizado, por más que alguien pueda tenerlo en su casa; esa tumba viene de un lugar en el que, seguro que hay otras o quizá una necrópolis”, añade.
Una necrópolis donde encontrar un ajuar funerario, un testimonio que, como en el caso de las monedas, puede aportar una gran cantidad de información sobre nuestro pasado. Según Daniel Gómez Aragonés, los museos arqueológicos nacional y regional (ambos situados en la capital española) atesoran objetos como fíbulas (alfileres) o broches “de un nivel que los ojos hacen chiribitas al verlos”. Desafortunadamente, no todos los yacimientos, no todas las excavaciones tienen la suerte de terminar en un museo. Hace algo más de una década, la localidad madrileña de Vicálvaro exhumó una gran necrópolis visigoda que, por diferentes motivos, terminó de nuevo bajo tierra. En el caso del sepulcro de Majadahonda, la pieza encontró, al menos, a alguien que se ocupara de ella. “Visto el interés que tuvieron las autoridades, bastante hizo el tío Julio y sus herederas con cuidarlo”, piensa en alto el profesor Manuel Gesteiro, no sin cierta ironía.